Por Josep Ramoneda (EL PAÍS, 31/01/08):
1. El 20 de diciembre de 2007 Nicolas Sarkozy pronunció un discurso en Roma, en el Palacio de San Juan de Letrán. “Un hombre que cree” -dijo el presidente francés- “es un hombre que espera. Y es del interés de la República que muchos de sus hombres y de sus mujeres esperen”. Sarkozy parecía dar la razón a aquellos que piensan que la religión se justifica por su utilidad, por su habilidad para preparar a los ciudadanos para asumir resignadamente los avatares y las pruebas a que les somete un mundo paradójico. Pero el presidente iba más lejos: “una moral laica corre siempre el riesgo de agotarse cuando no está adosada a una esperanza que colme la aspiración al infinito”. Y remató el ataque a la cultura laica con estas palabras: “En la transmisión de los valores y en el aprendizaje de la diferencia entre el bien y el mal, el maestro no podrá reemplazar nunca al cura o al pastor, aun siendo importante que se les acerque, porque siempre le faltará la radicalidad del sacrificio de su vida y el carisma de un compromiso conducido por la esperanza”. Sarkozy disparaba directamente contra la institución esencial de la laicidad republicana: la escuela. Si hubiera realmente una izquierda en Francia, como ha escrito Regis Debray “esta injuria habría sacado a un millón de ciudadanos a la calle”. Pocos días después, el 14 de enero, en un contexto muy diferente, en Riad, ante el Consejo Consultivo de Arabia Saudí, volvía a reiterar su apuesta por la restauración religiosa. He aquí un viejo programa retomado como novedad por las derechas europeas: el gobierno gobernando a su aire y las iglesias calmando las ansias de esperanza de los ciudadanos.
El 13 de septiembre de 2006, el Papa Benedicto XVI pronunció un importante discurso en la Universidad de Ratisbona. Ratzinger convocaba a las religiones del libro -también al Islam- a ocupar el vacío dejado por las ideologías modernas en la escena pública, a aprovechar estos tiempos de incertidumbre y de cambio, para volver al protagonismo político. Y lo hacia poniendo como ejemplo a seguir a la Iglesia católica que había sido capaz de aunar fe y razón: “La razón y la fe”, decía, “se vuelven a encontrar unidas de un modo nuevo, si superamos la limitación autodecretada de la razón a lo que se puede verificar con la experimentación y la abrimos nuevamente con toda su amplitud”. La señal fue interpretada como una orden por la jerarquía eclesiástica de algunos países, la española, por ejemplo, que se vio legitimada en la cruzada callejera que había emprendido contra el Gobierno, en colaboración con el Partido Popular.
2. ¿Se puede hablar de un retorno de la religión en las sociedades secularizadas del Primer Mundo? ¿Estamos ante un fenómeno pasajero o ante un cambio de fondo, como si la cruzada del presidente Bush encontrara eco en Europa? Probablemente, estamos ante uno de los epifenómenos del proceso de globalización. Al hacerse el mundo mucho más pequeño, porque las ideas, las mercancías, los dineros y, en parte, las personas se desplazan con mucha más facilidad de un lado a otro, la competencia en el mercado de las almas se ha hecho extremadamente dura. En el pasado, las principales religiones gozaban de un régimen de monopolio en sus territorios propios. Ahora, cada vez será más difícil defender la exclusiva sobre una nación o sobre un espacio supranacional. La Iglesia católica se ve desafiada en su propia casa por religiones protestantes cada vez más fuertes en recursos y capacidad expansiva y por diferentes familias del Islam, que ha vuelto a las tierras de las que fue expulsado. Pero también por las sectas, por las religiones a la carta, por las iglesias fast-food, por los productos de espiritualidad manufacturados con sello de oriente, e incluso por la literatura de autoayuda que ofrece alpiste emocional a una ciudadanía en pérdida de referencias. El mercado se ha hecho muy competitivo y hay que defender la parroquia sin demasiados miramientos.
La debilitación de las ideologías clásicas, el triunfo del poder económico como fuente de normatividad social y referencia de comportamiento, y la sensación de inseguridad y riesgo que sienten muchos ciudadanos que ven que el suelo se mueve y los referentes adquiridos se desdibujan, es un cultivo muy abonado para que la religiosidad vuelva a asomar la cabeza en sociedades que parecían destinadas a la laicidad para siempre.
En fin, la conversión de la lucha antiterrorista en conflicto de civilizaciones ha retornado a las religiones todo su protagonismo. El concepto de civilización otorga a la religión el carácter de elemento identitario determinante. No conozco civilización, dijo Sarkozy en Riad, “que no tenga raíces religiosas”. Un intento, incomprensiblemente asumido por los bien intencionados promotores de la alianza de civilizaciones, de volver a roturar el mundo conforme a los monopolios religiosos.
Lo que sorprende es que esta reaparición de lo religioso ocurre cuando -como escribe el propio Marcel Gauchet- “por primera vez nuestra comprensión temporal de nosotros mismos -hablo de la comprensión espontánea, cotidiana, práctica- está realmente sustraída a la inmemorial estructuración religiosa del tiempo”. Y la laicidad parecía -y en parte es- un valor adquirido en las sociedades avanzadas.
3. España salió a finales de los setenta de un régimen que tenía en el nacional-catolicismo su principal fuerza ideológica. Franco había confiado a los obispos la tarea de adoctrinamiento ciudadano. Desde los sesenta, la hegemonía ideológica se fue agrietando. Durante la transición la Iglesia sufriría la penalización por su alianza con el régimen franquista. Y ya no se recuperaría. La ley del divorcio fue la primera gran batalla perdida por la jerarquía eclesiástica. Desde entonces han ido encadenando derrotas hasta llegar al matrimonio homosexual y a la asignatura de la Educación para la Ciudadanía. Pero han conservado los dineros. Hoy España es una sociedad plenamente secularizada en que la Iglesia pierde autoridad e influencia, a pesar de su alianza con el PP. Y, sin embargo, el Estado, oficialmente aconfesional, sigue protegiendo a la Iglesia católica, incapaz de financiarse por sí misma, tratándola con privilegios económicos y legales. España no ha alcanzado todavía la fase del Estado laico, por el temor de Dios -y de los electores católicos- que sufren los gobernantes ante una Iglesia que ha tenido funciones estructurantes en la sociedad española y quiere seguir teniéndolas, a pesar de que la secularización se ha impuesto a gran velocidad, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. El ataque al laicismo por parte de la alianza entre la derecha y la Iglesia ha llegado antes de que el Estado laico exista.
¿Qué es un país laico? Un Estado en que las iglesias no puedan determinar la acción del poder político, pero en las que el poder político no pueda intervenir sobre las iglesias, salvo en el caso en que éstas desafíen a la ley con el delito. Y, por supuesto, nunca en cuestiones de teología y principios doctrinales.
Las religiones son inefables -se sitúan fuera de toda posibilidad crítica-. Las religiones pretenden tener la exclusiva de la verdad e imponérsela a todos los hombres. “¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza?”, es una pregunta imperativa que el Papa Ratzinger hace en la encíclica Spe Salvi. Las religiones entienden que la legitimidad del poder emana de Dios y no de los hombres. Estas tres características las hacen incompatibles con las bases del sistema democrático. Por eso deben mantenerse al margen de las decisiones políticas. La coartada religiosa no es argumento para saltarse las leyes democráticas. Y, sin embargo, el Estado democrático tiene la libertad de expresión y de creencia como principio fundamental. Por eso, no debe intervenir sobre las ideas religiosas. Esta clara división de papeles es la que quiere confundir en Europa una nueva santa alianza de la derecha y el altar.
1. El 20 de diciembre de 2007 Nicolas Sarkozy pronunció un discurso en Roma, en el Palacio de San Juan de Letrán. “Un hombre que cree” -dijo el presidente francés- “es un hombre que espera. Y es del interés de la República que muchos de sus hombres y de sus mujeres esperen”. Sarkozy parecía dar la razón a aquellos que piensan que la religión se justifica por su utilidad, por su habilidad para preparar a los ciudadanos para asumir resignadamente los avatares y las pruebas a que les somete un mundo paradójico. Pero el presidente iba más lejos: “una moral laica corre siempre el riesgo de agotarse cuando no está adosada a una esperanza que colme la aspiración al infinito”. Y remató el ataque a la cultura laica con estas palabras: “En la transmisión de los valores y en el aprendizaje de la diferencia entre el bien y el mal, el maestro no podrá reemplazar nunca al cura o al pastor, aun siendo importante que se les acerque, porque siempre le faltará la radicalidad del sacrificio de su vida y el carisma de un compromiso conducido por la esperanza”. Sarkozy disparaba directamente contra la institución esencial de la laicidad republicana: la escuela. Si hubiera realmente una izquierda en Francia, como ha escrito Regis Debray “esta injuria habría sacado a un millón de ciudadanos a la calle”. Pocos días después, el 14 de enero, en un contexto muy diferente, en Riad, ante el Consejo Consultivo de Arabia Saudí, volvía a reiterar su apuesta por la restauración religiosa. He aquí un viejo programa retomado como novedad por las derechas europeas: el gobierno gobernando a su aire y las iglesias calmando las ansias de esperanza de los ciudadanos.
El 13 de septiembre de 2006, el Papa Benedicto XVI pronunció un importante discurso en la Universidad de Ratisbona. Ratzinger convocaba a las religiones del libro -también al Islam- a ocupar el vacío dejado por las ideologías modernas en la escena pública, a aprovechar estos tiempos de incertidumbre y de cambio, para volver al protagonismo político. Y lo hacia poniendo como ejemplo a seguir a la Iglesia católica que había sido capaz de aunar fe y razón: “La razón y la fe”, decía, “se vuelven a encontrar unidas de un modo nuevo, si superamos la limitación autodecretada de la razón a lo que se puede verificar con la experimentación y la abrimos nuevamente con toda su amplitud”. La señal fue interpretada como una orden por la jerarquía eclesiástica de algunos países, la española, por ejemplo, que se vio legitimada en la cruzada callejera que había emprendido contra el Gobierno, en colaboración con el Partido Popular.
2. ¿Se puede hablar de un retorno de la religión en las sociedades secularizadas del Primer Mundo? ¿Estamos ante un fenómeno pasajero o ante un cambio de fondo, como si la cruzada del presidente Bush encontrara eco en Europa? Probablemente, estamos ante uno de los epifenómenos del proceso de globalización. Al hacerse el mundo mucho más pequeño, porque las ideas, las mercancías, los dineros y, en parte, las personas se desplazan con mucha más facilidad de un lado a otro, la competencia en el mercado de las almas se ha hecho extremadamente dura. En el pasado, las principales religiones gozaban de un régimen de monopolio en sus territorios propios. Ahora, cada vez será más difícil defender la exclusiva sobre una nación o sobre un espacio supranacional. La Iglesia católica se ve desafiada en su propia casa por religiones protestantes cada vez más fuertes en recursos y capacidad expansiva y por diferentes familias del Islam, que ha vuelto a las tierras de las que fue expulsado. Pero también por las sectas, por las religiones a la carta, por las iglesias fast-food, por los productos de espiritualidad manufacturados con sello de oriente, e incluso por la literatura de autoayuda que ofrece alpiste emocional a una ciudadanía en pérdida de referencias. El mercado se ha hecho muy competitivo y hay que defender la parroquia sin demasiados miramientos.
La debilitación de las ideologías clásicas, el triunfo del poder económico como fuente de normatividad social y referencia de comportamiento, y la sensación de inseguridad y riesgo que sienten muchos ciudadanos que ven que el suelo se mueve y los referentes adquiridos se desdibujan, es un cultivo muy abonado para que la religiosidad vuelva a asomar la cabeza en sociedades que parecían destinadas a la laicidad para siempre.
En fin, la conversión de la lucha antiterrorista en conflicto de civilizaciones ha retornado a las religiones todo su protagonismo. El concepto de civilización otorga a la religión el carácter de elemento identitario determinante. No conozco civilización, dijo Sarkozy en Riad, “que no tenga raíces religiosas”. Un intento, incomprensiblemente asumido por los bien intencionados promotores de la alianza de civilizaciones, de volver a roturar el mundo conforme a los monopolios religiosos.
Lo que sorprende es que esta reaparición de lo religioso ocurre cuando -como escribe el propio Marcel Gauchet- “por primera vez nuestra comprensión temporal de nosotros mismos -hablo de la comprensión espontánea, cotidiana, práctica- está realmente sustraída a la inmemorial estructuración religiosa del tiempo”. Y la laicidad parecía -y en parte es- un valor adquirido en las sociedades avanzadas.
3. España salió a finales de los setenta de un régimen que tenía en el nacional-catolicismo su principal fuerza ideológica. Franco había confiado a los obispos la tarea de adoctrinamiento ciudadano. Desde los sesenta, la hegemonía ideológica se fue agrietando. Durante la transición la Iglesia sufriría la penalización por su alianza con el régimen franquista. Y ya no se recuperaría. La ley del divorcio fue la primera gran batalla perdida por la jerarquía eclesiástica. Desde entonces han ido encadenando derrotas hasta llegar al matrimonio homosexual y a la asignatura de la Educación para la Ciudadanía. Pero han conservado los dineros. Hoy España es una sociedad plenamente secularizada en que la Iglesia pierde autoridad e influencia, a pesar de su alianza con el PP. Y, sin embargo, el Estado, oficialmente aconfesional, sigue protegiendo a la Iglesia católica, incapaz de financiarse por sí misma, tratándola con privilegios económicos y legales. España no ha alcanzado todavía la fase del Estado laico, por el temor de Dios -y de los electores católicos- que sufren los gobernantes ante una Iglesia que ha tenido funciones estructurantes en la sociedad española y quiere seguir teniéndolas, a pesar de que la secularización se ha impuesto a gran velocidad, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. El ataque al laicismo por parte de la alianza entre la derecha y la Iglesia ha llegado antes de que el Estado laico exista.
¿Qué es un país laico? Un Estado en que las iglesias no puedan determinar la acción del poder político, pero en las que el poder político no pueda intervenir sobre las iglesias, salvo en el caso en que éstas desafíen a la ley con el delito. Y, por supuesto, nunca en cuestiones de teología y principios doctrinales.
Las religiones son inefables -se sitúan fuera de toda posibilidad crítica-. Las religiones pretenden tener la exclusiva de la verdad e imponérsela a todos los hombres. “¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza?”, es una pregunta imperativa que el Papa Ratzinger hace en la encíclica Spe Salvi. Las religiones entienden que la legitimidad del poder emana de Dios y no de los hombres. Estas tres características las hacen incompatibles con las bases del sistema democrático. Por eso deben mantenerse al margen de las decisiones políticas. La coartada religiosa no es argumento para saltarse las leyes democráticas. Y, sin embargo, el Estado democrático tiene la libertad de expresión y de creencia como principio fundamental. Por eso, no debe intervenir sobre las ideas religiosas. Esta clara división de papeles es la que quiere confundir en Europa una nueva santa alianza de la derecha y el altar.
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