Por Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 27/01/08):
Los presidentes de Estados Unidos, después de las elecciones, no siempre hacen realidad sus promesas en materia de política exterior. John Kennedy se comprometió a restaurar la superioridad militar estadounidense, descubrió que la superioridad no significaba nada en la crisis de los misiles cubanos y entonces propuso negociar el final de la guerra fría. Lyndon Johnson acusó a los republicanos de ser el partido de la guerra, y a continuación empujó al país al desastre de Vietnam. Nixon denunció a los que querían negociar con China, y después visitó Pekín. Reagan exigió el fin del Imperio del Mal y luego se paseó amigablemente con Gorbachov por la Plaza Roja. El presidente actual dijo que iba a reducir las intervenciones exteriores de Estados Unidos, y ahora hace hincapié en la hegemonía mundial.
Los nuevos presidentes de EE UU heredan los problemas sin resolver de sus predecesores. También, la inercia del aparato de política exterior, decidido a perpetuar su influencia, su poder y sus puestos de trabajo. Los presidentes son abanderados -con o sin entusiasmo- del triunfalismo imperial que une a una nación dividida en otros aspectos. Nunca se ve mucha reflexión presidencial, por muy inteligente que sea la persona en cuestión. En muchos casos, saben más de lo que creen que pueden decir. Eisenhower pensaba que sus generales no tenían sentido del límite, Johnson sabía que era imposible ganar la guerra en Vietnam, Nixon se burlaba del anticomunismo sobre el que había construido su carrera. Quizá la excepción sea Bush, que puede que piense verdaderamente lo que dice.
La política exterior no está ocupando un lugar destacado en las elecciones primarias, dominadas por preguntas sobre la capacidad y el carácter de los candidatos y por la economía. La cuestión del carácter consiste, normalmente, en saber si el candidato tiene la fuerza suficiente para derrotar a los enemigos del país. Otra pregunta más realista que no suele hacerse es si el candidato tiene la fuerza suficiente para hacer frente al aparato de política exterior. El último presidente al que el aparato ha cerrado el paso es Bush, cuya retórica antiiraní es más ruidosa cuantas menos posibilidades tiene de ordenar a sus oficiales que vayan a la guerra.
Los demócratas prometen retirar las tropas estadounidenses de Irak lo antes posible. Los republicanos hablan de mantener el rumbo, sin especificar cuál es ese rumbo. McCain asegura que el “refuerzo” está funcionando. Seguramente sabe que el mayor refuerzo es el que han experimentado los sobornos a los baazistas, y que las regiones que ahora están tranquilas volverán a sumirse en el caos en cuanto se vayan las tropas de Estados Unidos. Clinton y Obama han discutido a propósito de Irak, pero sus diferencias son mínimas. Obama prefiere sacar a las tropas de Irak pero mantener reservas en Kuwait para un posible regreso, y Clinton quiere conservar una fuerza en Irak para ayudar al Gobierno amigo (completamente imaginario). Obama ha criticado a Clinton por dejar carta blanca a Bush en Irán, pero se niega a excluir la posibilidad de un ataque contra dicho país. Como de costumbre, los demócratas, temerosos de que les tachen de débiles, no saben ofrecer alternativas serias. Eso sí, se atreven a exigir mayores esfuerzos en Afganistán… sobre todo por parte de los europeos.
Los republicanos, que desconocen tanto el islam como la historia moderna, no dejan de lanzar advertencias sobre el “islamofascismo”. Romney declara que el islam busca convertirpor la fuerza a todo el mundo, McCain amplía la lista de enemigos para incluir especialmente Rusia, y habla de Putin como si fuera Stalin. Huckabee también expresa su miedo al islam, pese a que la sharia debería ser de su agrado: pretende sustituir la Constitución estadounidense, excesivamente laica, por las leyes bíblicas. Giuliani desprecia a quienes afirman que el mundo es complejo: nuestros enemigos son identificables, lo único que falta es eliminarlos. Los candidatos no parecen conocer la tradición republicana de realismo y contención en la política exterior.
Tanto demócratas como republicanos tienen intención de dedicar más recursos al infinito agujero negro del presupuesto del Pentágono. Los demócratas no dicen que eso hará que sea muy difícil financiar sus programas sociales, y los republicanos ignoran sus habituales demandas de reducción del gasto público. Los dos partidos resultan indistinguibles a la hora de prometer apoyo incondicional a Israel y de calificar como “terrorismo” a la resistencia palestina a la ocupación.
Con todo, existen diferencias significativas en las respectivas visiones del mundo de los candidatos. Los demócratas son partidarios de un proyecto pedagógico y de desarrollo de dimensión mundial. Los republicanos quieren erradicar la oposición a Estados Unidos por la fuerza y dejar que el mercado y la cultura de masas transformen los sectores de la humanidad que aún tienen la desgracia de no ser como los estadounidenses. Los demócratas insisten en la eficacia y la necesidad de cooperar con otros países. Los republicanos no mencionan el nombre de su presidente, pero son tan escépticos como él a propósito de la ONU y las instituciones internacionales en general. Ambos partidos desean convertir la OTAN en una alianza mundial dirigida por Estados Unidos. Los demócratas, desde luego, se inclinan más que los republicanos a promover la cooperación internacional para controlar el deterioro ambiental, pero no se oye hablar de ello.
La versión actual del multilateralismo que tienen los demócratas planteará problemas (en el caso de que ganen) a los europeos. Los demócratas creen que los europeos deben hacer más cosas, gastar más y luchar más, con arreglo a unas condiciones fijadas por Estados Unidos. Por supuesto, Clinton y Obama saben que nos encontramos en una época posimperial, pero ninguno de los dos se atreve a decirlo todavía.
En cuanto a los republicanos, tienen la misma incomprensión y el mismo desdén por Europa que la gente de Bush. Sea quien sea el próximo presidente, los europeos tendrán que decidir cuál es su propio papel en el mundo. Si consiguen construir ese papel, podrán ayudar a un presidente estadounidense deseoso de explicar a su país los límites de su soberanía.
Los presidentes de Estados Unidos, después de las elecciones, no siempre hacen realidad sus promesas en materia de política exterior. John Kennedy se comprometió a restaurar la superioridad militar estadounidense, descubrió que la superioridad no significaba nada en la crisis de los misiles cubanos y entonces propuso negociar el final de la guerra fría. Lyndon Johnson acusó a los republicanos de ser el partido de la guerra, y a continuación empujó al país al desastre de Vietnam. Nixon denunció a los que querían negociar con China, y después visitó Pekín. Reagan exigió el fin del Imperio del Mal y luego se paseó amigablemente con Gorbachov por la Plaza Roja. El presidente actual dijo que iba a reducir las intervenciones exteriores de Estados Unidos, y ahora hace hincapié en la hegemonía mundial.
Los nuevos presidentes de EE UU heredan los problemas sin resolver de sus predecesores. También, la inercia del aparato de política exterior, decidido a perpetuar su influencia, su poder y sus puestos de trabajo. Los presidentes son abanderados -con o sin entusiasmo- del triunfalismo imperial que une a una nación dividida en otros aspectos. Nunca se ve mucha reflexión presidencial, por muy inteligente que sea la persona en cuestión. En muchos casos, saben más de lo que creen que pueden decir. Eisenhower pensaba que sus generales no tenían sentido del límite, Johnson sabía que era imposible ganar la guerra en Vietnam, Nixon se burlaba del anticomunismo sobre el que había construido su carrera. Quizá la excepción sea Bush, que puede que piense verdaderamente lo que dice.
La política exterior no está ocupando un lugar destacado en las elecciones primarias, dominadas por preguntas sobre la capacidad y el carácter de los candidatos y por la economía. La cuestión del carácter consiste, normalmente, en saber si el candidato tiene la fuerza suficiente para derrotar a los enemigos del país. Otra pregunta más realista que no suele hacerse es si el candidato tiene la fuerza suficiente para hacer frente al aparato de política exterior. El último presidente al que el aparato ha cerrado el paso es Bush, cuya retórica antiiraní es más ruidosa cuantas menos posibilidades tiene de ordenar a sus oficiales que vayan a la guerra.
Los demócratas prometen retirar las tropas estadounidenses de Irak lo antes posible. Los republicanos hablan de mantener el rumbo, sin especificar cuál es ese rumbo. McCain asegura que el “refuerzo” está funcionando. Seguramente sabe que el mayor refuerzo es el que han experimentado los sobornos a los baazistas, y que las regiones que ahora están tranquilas volverán a sumirse en el caos en cuanto se vayan las tropas de Estados Unidos. Clinton y Obama han discutido a propósito de Irak, pero sus diferencias son mínimas. Obama prefiere sacar a las tropas de Irak pero mantener reservas en Kuwait para un posible regreso, y Clinton quiere conservar una fuerza en Irak para ayudar al Gobierno amigo (completamente imaginario). Obama ha criticado a Clinton por dejar carta blanca a Bush en Irán, pero se niega a excluir la posibilidad de un ataque contra dicho país. Como de costumbre, los demócratas, temerosos de que les tachen de débiles, no saben ofrecer alternativas serias. Eso sí, se atreven a exigir mayores esfuerzos en Afganistán… sobre todo por parte de los europeos.
Los republicanos, que desconocen tanto el islam como la historia moderna, no dejan de lanzar advertencias sobre el “islamofascismo”. Romney declara que el islam busca convertirpor la fuerza a todo el mundo, McCain amplía la lista de enemigos para incluir especialmente Rusia, y habla de Putin como si fuera Stalin. Huckabee también expresa su miedo al islam, pese a que la sharia debería ser de su agrado: pretende sustituir la Constitución estadounidense, excesivamente laica, por las leyes bíblicas. Giuliani desprecia a quienes afirman que el mundo es complejo: nuestros enemigos son identificables, lo único que falta es eliminarlos. Los candidatos no parecen conocer la tradición republicana de realismo y contención en la política exterior.
Tanto demócratas como republicanos tienen intención de dedicar más recursos al infinito agujero negro del presupuesto del Pentágono. Los demócratas no dicen que eso hará que sea muy difícil financiar sus programas sociales, y los republicanos ignoran sus habituales demandas de reducción del gasto público. Los dos partidos resultan indistinguibles a la hora de prometer apoyo incondicional a Israel y de calificar como “terrorismo” a la resistencia palestina a la ocupación.
Con todo, existen diferencias significativas en las respectivas visiones del mundo de los candidatos. Los demócratas son partidarios de un proyecto pedagógico y de desarrollo de dimensión mundial. Los republicanos quieren erradicar la oposición a Estados Unidos por la fuerza y dejar que el mercado y la cultura de masas transformen los sectores de la humanidad que aún tienen la desgracia de no ser como los estadounidenses. Los demócratas insisten en la eficacia y la necesidad de cooperar con otros países. Los republicanos no mencionan el nombre de su presidente, pero son tan escépticos como él a propósito de la ONU y las instituciones internacionales en general. Ambos partidos desean convertir la OTAN en una alianza mundial dirigida por Estados Unidos. Los demócratas, desde luego, se inclinan más que los republicanos a promover la cooperación internacional para controlar el deterioro ambiental, pero no se oye hablar de ello.
La versión actual del multilateralismo que tienen los demócratas planteará problemas (en el caso de que ganen) a los europeos. Los demócratas creen que los europeos deben hacer más cosas, gastar más y luchar más, con arreglo a unas condiciones fijadas por Estados Unidos. Por supuesto, Clinton y Obama saben que nos encontramos en una época posimperial, pero ninguno de los dos se atreve a decirlo todavía.
En cuanto a los republicanos, tienen la misma incomprensión y el mismo desdén por Europa que la gente de Bush. Sea quien sea el próximo presidente, los europeos tendrán que decidir cuál es su propio papel en el mundo. Si consiguen construir ese papel, podrán ayudar a un presidente estadounidense deseoso de explicar a su país los límites de su soberanía.
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