Por Esther Tusquets, editora (EL PAÍS, 27/01/08):
Hay frases que oigo y leo muy a menudo, sin que suelan suscitar protestas, y que a mí me sorprenden. Aunque lo cierto es que casi siempre también las dejo pasar en silencio, porque da pereza a cierta edad ponerse a discutir algo que para uno es obvio y que le hace sospechar en el otro tan distintos puntos de vista que toda discusión va a resultar inútil, dado que sólo es fructífera la polémica si se parte de una mínima base común.
Algunas de esas frases, muy similares todas ellas, pretenden descalificar a intelectuales, artistas, políticos y ciudadanos de a pie que se autodefinen como “de izquierdas” por llevar una vida supuesta o realmente opulenta, como si esta contradicción les quitara toda credibilidad. Se habla y se escribe sobre “suntuosas” quintas de recreo, piscina “climatizada”, coches “espectaculares”, yates “de lujo”, etcétera, de muchos famosos que militan en el socialismo o en el comunismo. Entiendo estas agresiones en gente humilde, irritada por las enormes diferencias que se dan en nuestra sociedad, pero no suelen partir de ellas, sino de personas acomodadas, conservadoras y con gran frecuencia cristianas. Y de ahí nace mi perplejidad.
Confieso haber leído con mayor detención los Evangelios que los textos marxistas, y la doctrina de Cristo respecto a la riqueza es diáfana y no permite equívocos ni malentendidos. No sólo elige nacer y vivir entre los humildes, no sólo exige a los apóstoles que lo abandonen todo y le sigan, no sólo se muestra por primera y acaso única vez enfurecido, y llega por primera y única vez a la violencia física, al echar a los mercaderes del Templo (¿qué violencia no emplearía contra los dignatarios de su Iglesia, que han acumulado a lo largo de dos mil años riquezas incalculables?), no sólo hace de la caridad (que no se centra en lo material, pero tampoco lo excluye) el centro de su doctrina, sino que pronunció una sentencia terrible: “Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que entre un rico en el Reino de los Cielos”.
Y a los cristianos ricos, que deberían sentirse, me parece a mí, aterrorizados, no se les mueve un pelo (tal vez piensen que Cristo estaba aquel día de mal humor, que se pasó de rosca, que no hay que tomarlo todo al pie de la letra), y se permiten, en cambio, criticar las quintas y las piscinas y los coches y los yates de los pocos miembros de la izquierda que acceden a ellos.
Es cierto que las teorías marxistas postulan como objetivo una mayor, acaso total, igualdad entre los hombres, pero no invocan para ello la caridad sino la justicia. No se trata de que los ricos repartan generosamente sus bienes, sino de establecer, por medios más o menos violentos, un sistema más justo. Y en esta lucha, cuyo protagonista principal es sin duda el proletariado, participan asimismo miembros de las clases sociales elevadas, que estarán en falta si sus negocios son ilícitos, si eluden impuestos, si explotan a sus obreros y empleados, si cometen abusos de poder, pero no tienen por qué rendir cuentas de su nivel de vida. Determinados lujos, en un mundo donde tanta gente muere de hambre, harán que se sientan más o menos incómodos, pero es un problema íntimo y personal, que nos atañe a muchos, que genera una mala conciencia que cada cual resuelve como puede, y que nos quita algunas noches -no tantas como estaría justificado- el sueño.
El hombre de izquierdas no tiene como misión repartir sus bienes, ni sentar en su mesa a los mendigos; su misión es luchar para que se instaure en el planeta Tierra un orden más justo, menos brutal y menos insensato. Y, cuando se trata de un hombre rico, esta lucha va contra sus propios intereses. A esos tipos tan criticados por sus casas y sus coches y sus yates les sería más favorable militar y votar en un partido de la derecha. Pero no lo hacen, y ahí radica su coherencia. Y por eso creo que se les debe un respeto. Sobre todo por parte de personas optimistas y pudientes que creen que para ellas se abrirán de par en par las puertas del Reino de los Cielos, aunque no hayan visto todavía, ¡qué extraño!, pasar un camello por el ojo de una aguja.
Hay frases que oigo y leo muy a menudo, sin que suelan suscitar protestas, y que a mí me sorprenden. Aunque lo cierto es que casi siempre también las dejo pasar en silencio, porque da pereza a cierta edad ponerse a discutir algo que para uno es obvio y que le hace sospechar en el otro tan distintos puntos de vista que toda discusión va a resultar inútil, dado que sólo es fructífera la polémica si se parte de una mínima base común.
Algunas de esas frases, muy similares todas ellas, pretenden descalificar a intelectuales, artistas, políticos y ciudadanos de a pie que se autodefinen como “de izquierdas” por llevar una vida supuesta o realmente opulenta, como si esta contradicción les quitara toda credibilidad. Se habla y se escribe sobre “suntuosas” quintas de recreo, piscina “climatizada”, coches “espectaculares”, yates “de lujo”, etcétera, de muchos famosos que militan en el socialismo o en el comunismo. Entiendo estas agresiones en gente humilde, irritada por las enormes diferencias que se dan en nuestra sociedad, pero no suelen partir de ellas, sino de personas acomodadas, conservadoras y con gran frecuencia cristianas. Y de ahí nace mi perplejidad.
Confieso haber leído con mayor detención los Evangelios que los textos marxistas, y la doctrina de Cristo respecto a la riqueza es diáfana y no permite equívocos ni malentendidos. No sólo elige nacer y vivir entre los humildes, no sólo exige a los apóstoles que lo abandonen todo y le sigan, no sólo se muestra por primera y acaso única vez enfurecido, y llega por primera y única vez a la violencia física, al echar a los mercaderes del Templo (¿qué violencia no emplearía contra los dignatarios de su Iglesia, que han acumulado a lo largo de dos mil años riquezas incalculables?), no sólo hace de la caridad (que no se centra en lo material, pero tampoco lo excluye) el centro de su doctrina, sino que pronunció una sentencia terrible: “Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que entre un rico en el Reino de los Cielos”.
Y a los cristianos ricos, que deberían sentirse, me parece a mí, aterrorizados, no se les mueve un pelo (tal vez piensen que Cristo estaba aquel día de mal humor, que se pasó de rosca, que no hay que tomarlo todo al pie de la letra), y se permiten, en cambio, criticar las quintas y las piscinas y los coches y los yates de los pocos miembros de la izquierda que acceden a ellos.
Es cierto que las teorías marxistas postulan como objetivo una mayor, acaso total, igualdad entre los hombres, pero no invocan para ello la caridad sino la justicia. No se trata de que los ricos repartan generosamente sus bienes, sino de establecer, por medios más o menos violentos, un sistema más justo. Y en esta lucha, cuyo protagonista principal es sin duda el proletariado, participan asimismo miembros de las clases sociales elevadas, que estarán en falta si sus negocios son ilícitos, si eluden impuestos, si explotan a sus obreros y empleados, si cometen abusos de poder, pero no tienen por qué rendir cuentas de su nivel de vida. Determinados lujos, en un mundo donde tanta gente muere de hambre, harán que se sientan más o menos incómodos, pero es un problema íntimo y personal, que nos atañe a muchos, que genera una mala conciencia que cada cual resuelve como puede, y que nos quita algunas noches -no tantas como estaría justificado- el sueño.
El hombre de izquierdas no tiene como misión repartir sus bienes, ni sentar en su mesa a los mendigos; su misión es luchar para que se instaure en el planeta Tierra un orden más justo, menos brutal y menos insensato. Y, cuando se trata de un hombre rico, esta lucha va contra sus propios intereses. A esos tipos tan criticados por sus casas y sus coches y sus yates les sería más favorable militar y votar en un partido de la derecha. Pero no lo hacen, y ahí radica su coherencia. Y por eso creo que se les debe un respeto. Sobre todo por parte de personas optimistas y pudientes que creen que para ellas se abrirán de par en par las puertas del Reino de los Cielos, aunque no hayan visto todavía, ¡qué extraño!, pasar un camello por el ojo de una aguja.
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