Por Antonio Elorza (EL CORREO DIGITAL, 03/02/08):
A partir del 11-S, el Islam ha estado de una u otra manera presente en los medios de comunicación de todo el mundo. Las visiones transmitidas tienden a situarse sobre un eje maniqueo. De un lado, sorprendentemente con apoyo de un considerable número de islamólogos, ha surgido una interpretación militante, inspirada unas veces en las críticas de Edward Said, otras en la aproximación desde la estética propia de un Juan Goytisolo, que descalifica todo intento de ahondar en la conexión entre religión y terror, y en consecuencia converge con la denuncia islamista de la ‘islamofobia’. En la vertiente opuesta, culminando en los escritos de Oriana Fallaci, el Islam es presentado como una religión inevitablemente abocada al arcaísmo y a la intolerancia, por lo mismo a la violencia y al terror. No lejos se encuentran en apariencia, por la etiqueta adoptada, los intelectuales que frente a la violenta reacción suscitada por las caricaturas danesas, con Ayaan Hirsi Ali y Salman Rushdie a la cabeza, firmaron un manifiesto contra el ‘islamofascismo’. Su crítica dirigida hacia las implicaciones totalitarias del islamismo tiene poco de sectaria. El problema reside en que ‘islamofascismo’, igual que islamofobia, sugiere una visión enteriza, de condena en un caso, de angelización en otro, que implica al Islam como totalidad. Islamismo e Islam son conceptos vinculados entre sí, pero en modo alguno coincidentes. Hay en el presente y hubo en la historia un Islam no reducible a la fórmula islamista.
El maniqueísmo impone en todo caso su ley. De ahí que sea prestada una escasa atención tanto a los musulmanes progresistas que existen y escriben sólo para una minoría -pensemos en el Mohamed Charfi de ‘Islam y libertad’- como a las corrientes del pensamiento musulmán clásico, en muchos casos pauta para desarrollos posteriores del pensamiento occidental, que se mueven lejos de la yihad y proponen un horizonte de entendimiento entre los credos religiosos. Tal es el caso del reformador sufí medieval Mevlana Yalal ad-Din (Celâleddin en turco) Rumí, cuya figura promocionó en el curso del pasado año el Gobierno turco y que mereció de la UNESCO una celebración especial con ocasión del octavo centenario de su nacimiento. Curiosamente, Mevlana es conocido a nivel mundial por la ’sema’, la danza de los derviches giróvagos a la cual han asistido tantos visitantes de Turquía, y su obra ha penetrado en algunos países occidentales, caso de Estados Unidos. Entre nosotros, sin embargo, es prácticamente desconocida fuera de los círculos de especialistas.
En realidad, el legado más visible de Mevlana (o de Rumí, tal vez su designación más adecuada, por haber vivido y enseñado en Konya, capital del sultanato selyúcida de Rum, en el Siglo XIII) procede de una codificación tardía. La música y la danza eran para él instrumentos necesarios en la aproximación a Dios, pero tal y como hoy contemplamos la ceremonia, ésta fue elaborada por sus seguidores mucho después de su muerte, a fines del Siglo XIV. Su esencia se encontraba ya, no obstante, tanto en la experiencia vital de Mevlana (1207-1278), que conocemos con todo detalle, como en sus obras: los seis volúmenes de versos titulados ‘Masnavi’, despliegue mayor de su doctrina, el apasionado y fascinante ‘Diván-i Kebir’, donde el amor espiritual al derviche Shams-i Tabriz -Mevlana condena la homosexualidad física- hace posible el estallido místico del amor a Dios, y, en fin, los esclarecedores discursos ‘Fihi ma fihi’, «es lo que es», en los cuales desarrolla aspectos puntuales de su doctrina con la ayuda de apólogos.
Mevlana escribió en farsí (persa), y al parecer empleó también alguna vez el árabe y el griego. Algunas de las frases que le son atribuidas, tales como no mirar a Roma, a Jerusalén ni a La Meca, o su aparente rechazo de toda adscripción religiosa («no soy judío, ni cristiano, ni mago -zoroastriano-, ni musulmán») han de ser leídas, de ser válidas, en el contexto de la prioridad absoluta que confiere al amor a Dios. Los signos externos de la religión se encuentran para él subordinados a esa relación excepcional entre el creyente activo y un ser divino, que no es otro que el definido por el núcleo de la profesión de fe musulmana, el ‘tawhid’, «no hay otro dios que Dios», de forma totalmente ortodoxa. Y como hace notar Annemarie Schimmel, el impulso de su mística, como en otros sufíes, es la pasión de Dios contenida en tantos versículos del Corán. Otra cosa es que sin quebrar esa ortodoxia Jesús esté una y otra vez presente en sus versos, o que para la concreción de ese Dios único acuda a la metáfora solar -aplicable también a Shams, «el sol de Dios»-, vinculándose con la religión de la Luz que en el siglo precedente explicara en Persia cierto Sohravardi, fundiendo neoplatonismo y zoroastrismo. El núcleo islámico se encuentra así enriquecido con una argumentación idealista y racionalista que lleva en Mevlana, no a una síntesis filosófica, sino a la superación que para él representa el amor a Dios.
Es una permanente oscilación pendular. Dios es luz, es la fuente de las ideas del hombre, y éste ha de elevarse hasta quedar cegado por esa luminosidad divina. Pero inevitablemente la exigencia de negar los apetitos carnales -la condena de la avidez, de resonancia budista- no puede impedir que al expresar las vivencias de la relación mística con el ser divino, Mevlana tenga que acudir a analogías con una embriaguez y un amor humano demasiado reales. Por eso la conciliación y, al mismo tiempo, la máxima intensidad del sentimiento, se encuentra en la relación con Shems -que acabaría asesinado por los discípulos de Mevlana-, un hombre que «se ha elevado en el cielo del Alma» y «esparce luz sobre mi mundo». Éxtasis que no impide una voluntad de racionalización aplicada a los problemas concretos de la fe. Ejemplo: su reflexión sobre el vino, explicando la prohibición coránica por sus efectos devastadores sobre quienes se emborrachan, a pesar de que su consumo sea bueno para los inteligentes.
Al tiempo que refleja la coexistencia de distintos credos, islámico y cristiano en primer término, dentro del Sultanato de Konya, la tolerancia es, por último, una consecuencia necesaria de esa prioridad que Mevlana otorga a la búsqueda personal del Dios único, centrada en el amor. Esta dimensión es a su juicio superior a los contenidos concretos de la creencia, incluso a ser creyente o infiel, y a los ritos puramente formales, con los que se conforma «el hombre escéptico». «Nuestras ideas son las flechas disparadas por Dios». «El intelecto es la sombra de Dios, y Dios es el Sol». Los enemigos del hombre -guiado por la rectitud- se encuentran en la oscuridad, con el murciélago por emblema. También es un obstáculo la inacción; de ahí su crítica a la vida monástica cristiana. El camino hacia el éxtasis tiene unos fundamentos tan racionales como los círculos que sus derviches trazarán en el futuro con su danza en torno al centro invisible del universo. A partir de ahí, «enciende el fuego del amor en tu corazón, quema totalmente tus pensamientos y tus palabras».
A partir del 11-S, el Islam ha estado de una u otra manera presente en los medios de comunicación de todo el mundo. Las visiones transmitidas tienden a situarse sobre un eje maniqueo. De un lado, sorprendentemente con apoyo de un considerable número de islamólogos, ha surgido una interpretación militante, inspirada unas veces en las críticas de Edward Said, otras en la aproximación desde la estética propia de un Juan Goytisolo, que descalifica todo intento de ahondar en la conexión entre religión y terror, y en consecuencia converge con la denuncia islamista de la ‘islamofobia’. En la vertiente opuesta, culminando en los escritos de Oriana Fallaci, el Islam es presentado como una religión inevitablemente abocada al arcaísmo y a la intolerancia, por lo mismo a la violencia y al terror. No lejos se encuentran en apariencia, por la etiqueta adoptada, los intelectuales que frente a la violenta reacción suscitada por las caricaturas danesas, con Ayaan Hirsi Ali y Salman Rushdie a la cabeza, firmaron un manifiesto contra el ‘islamofascismo’. Su crítica dirigida hacia las implicaciones totalitarias del islamismo tiene poco de sectaria. El problema reside en que ‘islamofascismo’, igual que islamofobia, sugiere una visión enteriza, de condena en un caso, de angelización en otro, que implica al Islam como totalidad. Islamismo e Islam son conceptos vinculados entre sí, pero en modo alguno coincidentes. Hay en el presente y hubo en la historia un Islam no reducible a la fórmula islamista.
El maniqueísmo impone en todo caso su ley. De ahí que sea prestada una escasa atención tanto a los musulmanes progresistas que existen y escriben sólo para una minoría -pensemos en el Mohamed Charfi de ‘Islam y libertad’- como a las corrientes del pensamiento musulmán clásico, en muchos casos pauta para desarrollos posteriores del pensamiento occidental, que se mueven lejos de la yihad y proponen un horizonte de entendimiento entre los credos religiosos. Tal es el caso del reformador sufí medieval Mevlana Yalal ad-Din (Celâleddin en turco) Rumí, cuya figura promocionó en el curso del pasado año el Gobierno turco y que mereció de la UNESCO una celebración especial con ocasión del octavo centenario de su nacimiento. Curiosamente, Mevlana es conocido a nivel mundial por la ’sema’, la danza de los derviches giróvagos a la cual han asistido tantos visitantes de Turquía, y su obra ha penetrado en algunos países occidentales, caso de Estados Unidos. Entre nosotros, sin embargo, es prácticamente desconocida fuera de los círculos de especialistas.
En realidad, el legado más visible de Mevlana (o de Rumí, tal vez su designación más adecuada, por haber vivido y enseñado en Konya, capital del sultanato selyúcida de Rum, en el Siglo XIII) procede de una codificación tardía. La música y la danza eran para él instrumentos necesarios en la aproximación a Dios, pero tal y como hoy contemplamos la ceremonia, ésta fue elaborada por sus seguidores mucho después de su muerte, a fines del Siglo XIV. Su esencia se encontraba ya, no obstante, tanto en la experiencia vital de Mevlana (1207-1278), que conocemos con todo detalle, como en sus obras: los seis volúmenes de versos titulados ‘Masnavi’, despliegue mayor de su doctrina, el apasionado y fascinante ‘Diván-i Kebir’, donde el amor espiritual al derviche Shams-i Tabriz -Mevlana condena la homosexualidad física- hace posible el estallido místico del amor a Dios, y, en fin, los esclarecedores discursos ‘Fihi ma fihi’, «es lo que es», en los cuales desarrolla aspectos puntuales de su doctrina con la ayuda de apólogos.
Mevlana escribió en farsí (persa), y al parecer empleó también alguna vez el árabe y el griego. Algunas de las frases que le son atribuidas, tales como no mirar a Roma, a Jerusalén ni a La Meca, o su aparente rechazo de toda adscripción religiosa («no soy judío, ni cristiano, ni mago -zoroastriano-, ni musulmán») han de ser leídas, de ser válidas, en el contexto de la prioridad absoluta que confiere al amor a Dios. Los signos externos de la religión se encuentran para él subordinados a esa relación excepcional entre el creyente activo y un ser divino, que no es otro que el definido por el núcleo de la profesión de fe musulmana, el ‘tawhid’, «no hay otro dios que Dios», de forma totalmente ortodoxa. Y como hace notar Annemarie Schimmel, el impulso de su mística, como en otros sufíes, es la pasión de Dios contenida en tantos versículos del Corán. Otra cosa es que sin quebrar esa ortodoxia Jesús esté una y otra vez presente en sus versos, o que para la concreción de ese Dios único acuda a la metáfora solar -aplicable también a Shams, «el sol de Dios»-, vinculándose con la religión de la Luz que en el siglo precedente explicara en Persia cierto Sohravardi, fundiendo neoplatonismo y zoroastrismo. El núcleo islámico se encuentra así enriquecido con una argumentación idealista y racionalista que lleva en Mevlana, no a una síntesis filosófica, sino a la superación que para él representa el amor a Dios.
Es una permanente oscilación pendular. Dios es luz, es la fuente de las ideas del hombre, y éste ha de elevarse hasta quedar cegado por esa luminosidad divina. Pero inevitablemente la exigencia de negar los apetitos carnales -la condena de la avidez, de resonancia budista- no puede impedir que al expresar las vivencias de la relación mística con el ser divino, Mevlana tenga que acudir a analogías con una embriaguez y un amor humano demasiado reales. Por eso la conciliación y, al mismo tiempo, la máxima intensidad del sentimiento, se encuentra en la relación con Shems -que acabaría asesinado por los discípulos de Mevlana-, un hombre que «se ha elevado en el cielo del Alma» y «esparce luz sobre mi mundo». Éxtasis que no impide una voluntad de racionalización aplicada a los problemas concretos de la fe. Ejemplo: su reflexión sobre el vino, explicando la prohibición coránica por sus efectos devastadores sobre quienes se emborrachan, a pesar de que su consumo sea bueno para los inteligentes.
Al tiempo que refleja la coexistencia de distintos credos, islámico y cristiano en primer término, dentro del Sultanato de Konya, la tolerancia es, por último, una consecuencia necesaria de esa prioridad que Mevlana otorga a la búsqueda personal del Dios único, centrada en el amor. Esta dimensión es a su juicio superior a los contenidos concretos de la creencia, incluso a ser creyente o infiel, y a los ritos puramente formales, con los que se conforma «el hombre escéptico». «Nuestras ideas son las flechas disparadas por Dios». «El intelecto es la sombra de Dios, y Dios es el Sol». Los enemigos del hombre -guiado por la rectitud- se encuentran en la oscuridad, con el murciélago por emblema. También es un obstáculo la inacción; de ahí su crítica a la vida monástica cristiana. El camino hacia el éxtasis tiene unos fundamentos tan racionales como los círculos que sus derviches trazarán en el futuro con su danza en torno al centro invisible del universo. A partir de ahí, «enciende el fuego del amor en tu corazón, quema totalmente tus pensamientos y tus palabras».
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