Por Flavia Company, escritora (EL PERIÓDICO, 31/01/08):
Dicen los diarios que los expertos aseguran que el principal enemigo del cine actual –se refieren al ingreso de dinero en las taquillas, no a su calidad– es la piratería. No se sabe a qué clase de expertos se refieren, pero a buen seguro se trata de personas que saben mucho de cine y de piratas, pero poco de sueldos españoles, para los cuales el cine –y la cultura en general– es caro. Asumamos, por aquello de que hoy en día todo es mercado, que la cultura no deba ser gratuita y, por lo tanto, igual de accesible para todos los ciudadanos –afirmación con la que de ninguna manera podría estar de acuerdo quien firma este artículo–. Los canales de distribución tienen dueños, los empresarios, que valoran la rentabilidad de los productos antes de servirlos en el mercado. Puesto que los estudios a partir de los cuales deciden sus inversiones tienen que ver directamente con la cantidad y no con la calidad, el estado de la cultura visible en nuestro país es cada vez más deplorable, y sus productos, insustanciales, clónicos y anodinos. Como la programación televisiva, por poner un ejemplo.
ASÍ LAS COSAS, decir que el año pasado la cifra de personas que acudieron a los cines españoles se rebajó en 19 millones respecto al 2006 parece, más que un drama, una consecuencia lógica. Y que existan canales de distribución incontrolables como internet, una especie de bendición, puesto que, al margen de permitir el acceso mayoritario a muchos bienes culturales, brinda la posibilidad de conocer obras que jamás llegan a los circuitos comerciales.
Recapitulemos: poca calidad de muchas de las cintas, precio de entrada alto y, para colmo, relajación de las costumbres en general. Las pequeñas salas en que se proyectaban películas de arte y ensayo han ido desapareciendo, y las que quedan imitan, ofreciendo productos masticables, a sus gigantescas competidoras, los multicines –cuyas instalaciones contienen, en muchos casos, toda una variada oferta de comercios, bares y de- más–. Palomitas, kikos, cacahuetes, almendras, caramelos, bebidas, que implican ruidos de bolsas que se abren, de man- díbulas que mastican, de bocas que sorben mientras uno o varios de los presentes, que ya han comido en su casa, intentan escuchar algo de lo que se dice en la pantalla. El panorama no es demasiado alentador.
POR SI ESTO fuera poco, en las salas sitas en grandes superficies la gente, no se sabe si animada por el ambiente o convencida de que una vez pagada la entrada se tiene derecho a cualquier cosa, habla en voz alta no solo de la película que la pantalla ofrece y a la que ellos no prestan atención sino, a veces, de sus asuntos. Por no hablar de los que contestan al móvil y, tras informar de que están en el cine, siguen su conversación como si no fuera así.
Sostiene la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) que la pérdida de público en las salas es un problema de falta de conciencia, y que “hay que recordar a la gente, sobre todo a los jóvenes, que la cultura no es gratis”. ¡Como si fuera posible olvidarlo! ¿Un problema de falta de conciencia? ¿O un derecho, una posibilidad libre y gratuita –lo de gratuita habría que matizarlo, porque el acceso a internet está todavía por alcanzar un precio ideológicamente razonable, es decir, la gratuidad–, que no favorece económicamente a quienes defienden un modo de entender la propiedad intelectual que, precisamente, los beneficia?
El especialista jurídico en estos asuntos David Bravo dice, respecto a la SGAE, que defiende un modelo restrictivo de propiedad intelectual y, así, “la propiedad intelectual se ha convertido en una forma sencilla de convertir en una mercancía todo producto del conocimiento. En la actualidad, silbar 7 segundos de La Internacional en una película obliga a pagar a la entidad de gestión de turno. Al mismo tiempo que la SGAE defiende un concepto de propiedad privada preconstitucional por ignorar completamente su función social, se golpea el pecho usando en su discurso expresiones como “Revolución francesa” o “derechos de los trabajadores”. (Cuando visiten su web, no dejen de informarse de la otra cara de la moneda del copy right, el copy left, sin duda una apuesta por un modo distinto de ver las cosas).
TAMBIÉN SE acusa a internet del descenso en la venta de discos. De hecho, se demoniza a internet y así se justifica la necesidad de imponer un canon digital que pague de antemano los delitos de piratería que van a cometerse. En ese sentido, parece sensata la idea de Juan Carlos Rodríguez Ibarra de pedir una casilla en el IRPF que reemplace el canon digital, similar a la existente para la Iglesia católica. Con ello se compensaría a los autores por las copias privadas y se respetaría uno de los principios de “un Gobierno de izquierdas, que debe, por un lado, facilitar el hecho cultural promoviendo la existencia de creadores y, por otro, facilitar el acceso universal al producto cultural”.
Si silbar 7 segundos La Internacional en una película obliga a pagar a la entidad de gestión de turno, puede que utilizar en el título de un artículo la expresión “malditos roedores” requiera una acción parecida. Ya sabemos que su dueño es el Gato Jinks, de Pixie y Dixie. La suerte es que es difícil que se le ocurra presentar una denuncia.
Dicen los diarios que los expertos aseguran que el principal enemigo del cine actual –se refieren al ingreso de dinero en las taquillas, no a su calidad– es la piratería. No se sabe a qué clase de expertos se refieren, pero a buen seguro se trata de personas que saben mucho de cine y de piratas, pero poco de sueldos españoles, para los cuales el cine –y la cultura en general– es caro. Asumamos, por aquello de que hoy en día todo es mercado, que la cultura no deba ser gratuita y, por lo tanto, igual de accesible para todos los ciudadanos –afirmación con la que de ninguna manera podría estar de acuerdo quien firma este artículo–. Los canales de distribución tienen dueños, los empresarios, que valoran la rentabilidad de los productos antes de servirlos en el mercado. Puesto que los estudios a partir de los cuales deciden sus inversiones tienen que ver directamente con la cantidad y no con la calidad, el estado de la cultura visible en nuestro país es cada vez más deplorable, y sus productos, insustanciales, clónicos y anodinos. Como la programación televisiva, por poner un ejemplo.
ASÍ LAS COSAS, decir que el año pasado la cifra de personas que acudieron a los cines españoles se rebajó en 19 millones respecto al 2006 parece, más que un drama, una consecuencia lógica. Y que existan canales de distribución incontrolables como internet, una especie de bendición, puesto que, al margen de permitir el acceso mayoritario a muchos bienes culturales, brinda la posibilidad de conocer obras que jamás llegan a los circuitos comerciales.
Recapitulemos: poca calidad de muchas de las cintas, precio de entrada alto y, para colmo, relajación de las costumbres en general. Las pequeñas salas en que se proyectaban películas de arte y ensayo han ido desapareciendo, y las que quedan imitan, ofreciendo productos masticables, a sus gigantescas competidoras, los multicines –cuyas instalaciones contienen, en muchos casos, toda una variada oferta de comercios, bares y de- más–. Palomitas, kikos, cacahuetes, almendras, caramelos, bebidas, que implican ruidos de bolsas que se abren, de man- díbulas que mastican, de bocas que sorben mientras uno o varios de los presentes, que ya han comido en su casa, intentan escuchar algo de lo que se dice en la pantalla. El panorama no es demasiado alentador.
POR SI ESTO fuera poco, en las salas sitas en grandes superficies la gente, no se sabe si animada por el ambiente o convencida de que una vez pagada la entrada se tiene derecho a cualquier cosa, habla en voz alta no solo de la película que la pantalla ofrece y a la que ellos no prestan atención sino, a veces, de sus asuntos. Por no hablar de los que contestan al móvil y, tras informar de que están en el cine, siguen su conversación como si no fuera así.
Sostiene la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) que la pérdida de público en las salas es un problema de falta de conciencia, y que “hay que recordar a la gente, sobre todo a los jóvenes, que la cultura no es gratis”. ¡Como si fuera posible olvidarlo! ¿Un problema de falta de conciencia? ¿O un derecho, una posibilidad libre y gratuita –lo de gratuita habría que matizarlo, porque el acceso a internet está todavía por alcanzar un precio ideológicamente razonable, es decir, la gratuidad–, que no favorece económicamente a quienes defienden un modo de entender la propiedad intelectual que, precisamente, los beneficia?
El especialista jurídico en estos asuntos David Bravo dice, respecto a la SGAE, que defiende un modelo restrictivo de propiedad intelectual y, así, “la propiedad intelectual se ha convertido en una forma sencilla de convertir en una mercancía todo producto del conocimiento. En la actualidad, silbar 7 segundos de La Internacional en una película obliga a pagar a la entidad de gestión de turno. Al mismo tiempo que la SGAE defiende un concepto de propiedad privada preconstitucional por ignorar completamente su función social, se golpea el pecho usando en su discurso expresiones como “Revolución francesa” o “derechos de los trabajadores”. (Cuando visiten su web, no dejen de informarse de la otra cara de la moneda del copy right, el copy left, sin duda una apuesta por un modo distinto de ver las cosas).
TAMBIÉN SE acusa a internet del descenso en la venta de discos. De hecho, se demoniza a internet y así se justifica la necesidad de imponer un canon digital que pague de antemano los delitos de piratería que van a cometerse. En ese sentido, parece sensata la idea de Juan Carlos Rodríguez Ibarra de pedir una casilla en el IRPF que reemplace el canon digital, similar a la existente para la Iglesia católica. Con ello se compensaría a los autores por las copias privadas y se respetaría uno de los principios de “un Gobierno de izquierdas, que debe, por un lado, facilitar el hecho cultural promoviendo la existencia de creadores y, por otro, facilitar el acceso universal al producto cultural”.
Si silbar 7 segundos La Internacional en una película obliga a pagar a la entidad de gestión de turno, puede que utilizar en el título de un artículo la expresión “malditos roedores” requiera una acción parecida. Ya sabemos que su dueño es el Gato Jinks, de Pixie y Dixie. La suerte es que es difícil que se le ocurra presentar una denuncia.
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