Por Tzvetan Todorov, lingüista, historiador y filósofo. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 13/11/07):
Cada vez son más frecuentes las voces que se elevan para tratar de alertarnos contra la aparición de un supuesto nuevo enemigo al que se designa con diversas etiquetas, de las que la más común parece ser la de islamo-fascismo.
El término “enemigo” tiene un significado claro y sencillo cuando se aplica a una situación de guerra: designa al país cuyo ejército trata de vencer al nuestro y que, por consiguiente, se dispone a aniquilarnos; nuestra reacción consiste en tratar de neutralizar y destruir al enemigo. Entonces, el asesinato deja de ser un crimen para convertirse en deber.
Sin embargo, los regímenes totalitarios utilizaban el término en un sentido mucho más amplio; durante mi infancia comunista, oíamos hablar de “enemigos” a diario, pese a que vivíamos en paz. La falta de logros económicos se achacaba invariablemente a los enemigos exteriores -entre ellos, sobre todo, los imperialistas angloamericanos- y a los enemigos interiores -espías y saboteadores-, nombre que se daba a todos los que no manifestaban suficiente entusiasmo por la ideología marxista-leninista. El régimen totalitario imponía el vocabulario guerrero en situaciones de paz y no admitía matices: cualquiera que fuese diferente era considerado un adversario, y cualquier adversario, un enemigo, al que era legítimo, e incluso loable, exterminar como una alimaña.
A esta visión del mundo se le podrían reprochar, para empezar, sus deficiencias morales e intelectuales. El odio es un sentimiento humano, sin duda, pero eso no quiere decir que sea indispensable que exista un enemigo para reafirmar la identidad, ni individual, ni colectiva. Para definirse -para vivir, en realidad-, todo ser humano debe situarse en relación con los demás, pero esa relación no se limita a la guerra: amar, respetar, pedir el reconocimiento, imitar, envidiar, rivalizar, negociar, son cosas tan humanas como odiar. Como toda visión maniquea que excluye otras posiciones, la división entre amigos y enemigos simplifica en exceso el mundo de las relaciones humanas. Tiende a transformar un grupo humano en chivo expiatorio, responsable de todos nuestros males.
Además, la reducción de las relaciones internacionales al par “aliados-enemigos” no garantiza, ni mucho menos, la victoria del ideal que se pretende defender. Hoy, los atentados terroristas contra Estados Unidos justifican, en opinión de su Gobierno, las torturas sistemáticas en la prisión de Abu Ghraib y en el campo de Guantánamo y el abandono de los principios en los que apoya el Estado de derecho. Esa actitud, a su vez, hace que sus enemigos consideren legítimo llevar a cabo nuevos actos terroristas, todavía más asesinos. Es decir, cada uno contribuye a lavar la conciencia del otro.
El resultado es que unos y otros se contaminan del que querían combatir. Si para vencer al enemigo se toman prestadas de él sus características más odiosas, es él quien gana.
Para el adversario, las ventajas obtenidas por una brutalidad acrecentada se ven contrarrestadas por la pérdida de prestigio moral y político (los profesionales de la guerra a toda cosa siempre subestiman el poder de las ideas y las pasiones). Al mismo tiempo, la insistencia en una oposición frontal condena al enemigo a actos cada vez más extremos, como demuestra la evolución del conflicto entre Israel y Palestina. Conseguir una victoria militar sobre el “enemigo” no es garantía de convencer a su pueblo: ésa es la lección del Tratado de Versalles en 1919, la batalla de Argel en 1957, la ocupación de Bagdad en este comienzo del siglo XXI. Aquellos a los que estigmatizamos como enemigos son seres humanos como nosotros, seres racionales como nosotros; para protegernos de ellos no basta con poner en peligro su propia existencia.
¿Cómo escapar de la escalada a la que nos arrastra el modelo del enemigo, proyectado sobre la complejidad del mundo? No conformándonos con cambiar de enemigo (como hacen los antiguos izquierdistas convertidos en halcones y defensores agresivos del “mundo libre”: anteayer el capitalismo mundial, ayer el comunismo, hoy el “islamo-fascismo”), sino renunciando al pensamiento maniqueo en sí. Es decir, trasladando el énfasis del actor al acto: en vez de convertir las identidades en esencias inmutables, debemos analizar las situaciones, siempre particulares.
Tenemos todo que ganar: no son las identidades hostiles las que provocan los conflictos, sino los conflictos los que hacen hostiles las identidades. Los pueblos poseen una identidad múltiple y maleable, pero las guerras les obligan a aferrarse a una sola dimensión, a comprometerse por completo, cada persona, en la lucha para vencer al enemigo. Las situaciones no se dejan encerrar en oposiciones simplistas y son imposibles de reducir a las categorías del bien y el mal. La imagen del mundo como una guerra de todos contra todos no sólo es falsa, sino que contribuye a hacer que el mundo sea más peligroso.
Cada vez son más frecuentes las voces que se elevan para tratar de alertarnos contra la aparición de un supuesto nuevo enemigo al que se designa con diversas etiquetas, de las que la más común parece ser la de islamo-fascismo.
El término “enemigo” tiene un significado claro y sencillo cuando se aplica a una situación de guerra: designa al país cuyo ejército trata de vencer al nuestro y que, por consiguiente, se dispone a aniquilarnos; nuestra reacción consiste en tratar de neutralizar y destruir al enemigo. Entonces, el asesinato deja de ser un crimen para convertirse en deber.
Sin embargo, los regímenes totalitarios utilizaban el término en un sentido mucho más amplio; durante mi infancia comunista, oíamos hablar de “enemigos” a diario, pese a que vivíamos en paz. La falta de logros económicos se achacaba invariablemente a los enemigos exteriores -entre ellos, sobre todo, los imperialistas angloamericanos- y a los enemigos interiores -espías y saboteadores-, nombre que se daba a todos los que no manifestaban suficiente entusiasmo por la ideología marxista-leninista. El régimen totalitario imponía el vocabulario guerrero en situaciones de paz y no admitía matices: cualquiera que fuese diferente era considerado un adversario, y cualquier adversario, un enemigo, al que era legítimo, e incluso loable, exterminar como una alimaña.
A esta visión del mundo se le podrían reprochar, para empezar, sus deficiencias morales e intelectuales. El odio es un sentimiento humano, sin duda, pero eso no quiere decir que sea indispensable que exista un enemigo para reafirmar la identidad, ni individual, ni colectiva. Para definirse -para vivir, en realidad-, todo ser humano debe situarse en relación con los demás, pero esa relación no se limita a la guerra: amar, respetar, pedir el reconocimiento, imitar, envidiar, rivalizar, negociar, son cosas tan humanas como odiar. Como toda visión maniquea que excluye otras posiciones, la división entre amigos y enemigos simplifica en exceso el mundo de las relaciones humanas. Tiende a transformar un grupo humano en chivo expiatorio, responsable de todos nuestros males.
Además, la reducción de las relaciones internacionales al par “aliados-enemigos” no garantiza, ni mucho menos, la victoria del ideal que se pretende defender. Hoy, los atentados terroristas contra Estados Unidos justifican, en opinión de su Gobierno, las torturas sistemáticas en la prisión de Abu Ghraib y en el campo de Guantánamo y el abandono de los principios en los que apoya el Estado de derecho. Esa actitud, a su vez, hace que sus enemigos consideren legítimo llevar a cabo nuevos actos terroristas, todavía más asesinos. Es decir, cada uno contribuye a lavar la conciencia del otro.
El resultado es que unos y otros se contaminan del que querían combatir. Si para vencer al enemigo se toman prestadas de él sus características más odiosas, es él quien gana.
Para el adversario, las ventajas obtenidas por una brutalidad acrecentada se ven contrarrestadas por la pérdida de prestigio moral y político (los profesionales de la guerra a toda cosa siempre subestiman el poder de las ideas y las pasiones). Al mismo tiempo, la insistencia en una oposición frontal condena al enemigo a actos cada vez más extremos, como demuestra la evolución del conflicto entre Israel y Palestina. Conseguir una victoria militar sobre el “enemigo” no es garantía de convencer a su pueblo: ésa es la lección del Tratado de Versalles en 1919, la batalla de Argel en 1957, la ocupación de Bagdad en este comienzo del siglo XXI. Aquellos a los que estigmatizamos como enemigos son seres humanos como nosotros, seres racionales como nosotros; para protegernos de ellos no basta con poner en peligro su propia existencia.
¿Cómo escapar de la escalada a la que nos arrastra el modelo del enemigo, proyectado sobre la complejidad del mundo? No conformándonos con cambiar de enemigo (como hacen los antiguos izquierdistas convertidos en halcones y defensores agresivos del “mundo libre”: anteayer el capitalismo mundial, ayer el comunismo, hoy el “islamo-fascismo”), sino renunciando al pensamiento maniqueo en sí. Es decir, trasladando el énfasis del actor al acto: en vez de convertir las identidades en esencias inmutables, debemos analizar las situaciones, siempre particulares.
Tenemos todo que ganar: no son las identidades hostiles las que provocan los conflictos, sino los conflictos los que hacen hostiles las identidades. Los pueblos poseen una identidad múltiple y maleable, pero las guerras les obligan a aferrarse a una sola dimensión, a comprometerse por completo, cada persona, en la lucha para vencer al enemigo. Las situaciones no se dejan encerrar en oposiciones simplistas y son imposibles de reducir a las categorías del bien y el mal. La imagen del mundo como una guerra de todos contra todos no sólo es falsa, sino que contribuye a hacer que el mundo sea más peligroso.
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