Por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metrópolis (EL PAÍS, 29/01/08):
Para Sami Naïr
No creo estar extrapolando (y, por tanto, generalizando de manera abusiva) una experiencia de carácter meramente personal al decir que en los últimos tiempos parece haberse extendido de manera notable el uso, en situaciones y contextos distintos a los habituales hasta ahora, de términos con connotaciones sentimentales (cuando no afectivas). ¿Quién no ha recibido una respuesta del tipo “atenderemos su propuesta de publicación con cariño”, o escuchado un comentario de parecido tenor en alguna ocasión (”nuestra editorial tiene la política de mimar a sus autores”, por poner otro tipo de ejemplo, que recuperaremos al final)? El asunto podría no dar mucho de sí (y quedarse en uno de esos episodios pintorescos que, de cuando en cuando, se producen inopinadamente en cualquier lengua, como esa manía, que parece haberse consolidado por completo entre nosotros, de llamar tema a cualquier cosa de la que se hable), si no fuera porque tiene todo el aspecto de resultar sintomático o indicativo de una transformación en el imaginario colectivo de nuestras sociedades.
Y es que no deja de ser curiosa esa aparente inversión de papeles, según la cual una esfera pública, como es la del trabajo, parece haberse contaminado de un lenguaje y unas categorías inicialmente destinadas al ámbito de lo privado, en tanto que este último parece regirse cada vez más por lógicas importadas del mundo de la empresa. A esto último ya se había referido, entre otros, Robert Nozick en 1974 al escribir en su ya clásico Anarquía, Estado y Utopía “toda persona es una empresa en miniatura”, pero tal vez no había tenido todavía la oportunidad de comprobar los devastadores efectos que sobre los individuos desarrolla semejante transformación. Cosa que sí ya han podido comprobar autores tan diferentes como el francés Alain Ehrenberg (en su libro La fatigue d´être soi. Dépression et société, 1998) o, más recientemente, la socióloga eslovena Renata Salecl (en su obra On Anxiety) y la marroquí Eva Illouz (en las conferencias Adorno de 2004, publicadas en castellano con el título de Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo).
Todos ellos han observado, desde sus particulares perspectivas, cómo ese modelo de vida, cada vez más difundido en nuestros días, según el cual uno debe gestionar la propia existencia con los mismos criterios con los que gestionaría su empresa (si la tuviera) acaba siendo fuente inexorable de ansiedad y frustración. Máxime teniendo en cuenta que semejante ideal de constituirnos en dueños de nuestra propia empresa vital triunfa en un mundo como el que vivimos, en el que los individuos disponen de escasísimas posibilidades de incidir realmente en el desarrollo social y político de su entorno.
Tal vez una de las pruebas más claras de dicha contaminación economicista de la esfera privada la podamos encontrar en la creciente fragilidad de los vínculos interpersonales -incluyendo en este capítulo incluso los más íntimos-. Como ha señalado el prolífico (y omnilicuador, dicho sea de paso) Zygmunt Bauman, la penetración de la lógica del consumo también en este ámbito explica en gran medida la volatilidad de tantas relaciones de pareja, que pasan a ser consideradas por los miembros de la misma como un objeto de consumo vital más y, en cuanto tal, se abandonan en el momento en el que dejan de proporcionar la satisfacción para la que fueron adquiridas, sin que existan, en una sociedad de consumidores que devalúa la durabilidad, la permanencia, y en la que lo viejo es asimilado a inservible, argumentos para perseverancia alguna.
De ser cierto lo anterior, cobraría sentido la hipótesis de que los individuos, desengañados de poder encontrar aquello que anhelaban donde siempre había estado, se han lanzado a buscarlo a campo abierto, esto es, en las diferentes regiones que configuran el territorio de lo público. No habría que descartar que un fenómeno tan popularizado (y democratizado) en el mundo de hoy como la aspiración a la fama deba ser interpretado bajo esa clave, la de obtener el nivel básico, elemental, de existencia que los demás debieran proporcionarnos a través del mecanismo del reconocimiento, esto es, de unas relaciones intersubjetivas mínimamente satisfactorias, sustituyéndolo por el mecanismo de la mera visibilidad que proporcionan los medios de comunicación de masas. Y lo que vale para la fama probablemente valga para esa otra variante levemente desplazada de lo mismo que es la celebridad.
De lo que resultaría entonces que entre la voluntad de ser famosos de los de abajo y las ansias de pasar a la posteridad de los de arriba la diferencia sería tan sólo de grado, pero que, en el fondo, ambos andarían persiguiendo -con desigual consciencia- lo mismo. En último término, nada significativo separa, por poner dos ejemplos sólo en apariencia bien distintos, el anhelo de mucha gente corriente de participar en un reality show televisivo del empeño de tantos autores en verse comentados en el suplemento literario de algún diario nacional de gran tirada.
Habría que señalar si acaso, por lo que respecta al segundo grupo, que disponíamos de pistas suficientes para habernos dado cuenta antes de la naturaleza profunda de sus aspiraciones. Lo había declarado Federico García Lorca: “Escribo para que me quieran”, aunque, años después, Gabriel García Márquez contribuyó enormemente a difundir la frase, introduciendo una modulación sin duda interesante: “Escribo para que me quieran más mis amigos”. Pero se conoce que tales pistas no fueron adecuadamente valoradas, tal vez porque se las consideró como meras boutades brillantes, o como simples ejercicios autoirónicos por parte de escritores de sobrada notoriedad.
Todo lo cual nos devuelve de alguna manera al principio, a aquel ejemplo de los mimos que entonces se puso entre paréntesis y que ahora resultará de utilidad colocar en primer plano. En pocas palabras, lo que para muchos parece estar en juego, en el fondo, no es tanto ser admirados, como, si se me permite el neologismo, ser admimados, esto es, recibir el mínimo de calor y afecto que todo ser humano necesita. Que necesita como el aire que respira, o, tal vez mejor, como el aire que permite volar a la paloma kantiana. Venga, un abrazo.
Para Sami Naïr
No creo estar extrapolando (y, por tanto, generalizando de manera abusiva) una experiencia de carácter meramente personal al decir que en los últimos tiempos parece haberse extendido de manera notable el uso, en situaciones y contextos distintos a los habituales hasta ahora, de términos con connotaciones sentimentales (cuando no afectivas). ¿Quién no ha recibido una respuesta del tipo “atenderemos su propuesta de publicación con cariño”, o escuchado un comentario de parecido tenor en alguna ocasión (”nuestra editorial tiene la política de mimar a sus autores”, por poner otro tipo de ejemplo, que recuperaremos al final)? El asunto podría no dar mucho de sí (y quedarse en uno de esos episodios pintorescos que, de cuando en cuando, se producen inopinadamente en cualquier lengua, como esa manía, que parece haberse consolidado por completo entre nosotros, de llamar tema a cualquier cosa de la que se hable), si no fuera porque tiene todo el aspecto de resultar sintomático o indicativo de una transformación en el imaginario colectivo de nuestras sociedades.
Y es que no deja de ser curiosa esa aparente inversión de papeles, según la cual una esfera pública, como es la del trabajo, parece haberse contaminado de un lenguaje y unas categorías inicialmente destinadas al ámbito de lo privado, en tanto que este último parece regirse cada vez más por lógicas importadas del mundo de la empresa. A esto último ya se había referido, entre otros, Robert Nozick en 1974 al escribir en su ya clásico Anarquía, Estado y Utopía “toda persona es una empresa en miniatura”, pero tal vez no había tenido todavía la oportunidad de comprobar los devastadores efectos que sobre los individuos desarrolla semejante transformación. Cosa que sí ya han podido comprobar autores tan diferentes como el francés Alain Ehrenberg (en su libro La fatigue d´être soi. Dépression et société, 1998) o, más recientemente, la socióloga eslovena Renata Salecl (en su obra On Anxiety) y la marroquí Eva Illouz (en las conferencias Adorno de 2004, publicadas en castellano con el título de Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo).
Todos ellos han observado, desde sus particulares perspectivas, cómo ese modelo de vida, cada vez más difundido en nuestros días, según el cual uno debe gestionar la propia existencia con los mismos criterios con los que gestionaría su empresa (si la tuviera) acaba siendo fuente inexorable de ansiedad y frustración. Máxime teniendo en cuenta que semejante ideal de constituirnos en dueños de nuestra propia empresa vital triunfa en un mundo como el que vivimos, en el que los individuos disponen de escasísimas posibilidades de incidir realmente en el desarrollo social y político de su entorno.
Tal vez una de las pruebas más claras de dicha contaminación economicista de la esfera privada la podamos encontrar en la creciente fragilidad de los vínculos interpersonales -incluyendo en este capítulo incluso los más íntimos-. Como ha señalado el prolífico (y omnilicuador, dicho sea de paso) Zygmunt Bauman, la penetración de la lógica del consumo también en este ámbito explica en gran medida la volatilidad de tantas relaciones de pareja, que pasan a ser consideradas por los miembros de la misma como un objeto de consumo vital más y, en cuanto tal, se abandonan en el momento en el que dejan de proporcionar la satisfacción para la que fueron adquiridas, sin que existan, en una sociedad de consumidores que devalúa la durabilidad, la permanencia, y en la que lo viejo es asimilado a inservible, argumentos para perseverancia alguna.
De ser cierto lo anterior, cobraría sentido la hipótesis de que los individuos, desengañados de poder encontrar aquello que anhelaban donde siempre había estado, se han lanzado a buscarlo a campo abierto, esto es, en las diferentes regiones que configuran el territorio de lo público. No habría que descartar que un fenómeno tan popularizado (y democratizado) en el mundo de hoy como la aspiración a la fama deba ser interpretado bajo esa clave, la de obtener el nivel básico, elemental, de existencia que los demás debieran proporcionarnos a través del mecanismo del reconocimiento, esto es, de unas relaciones intersubjetivas mínimamente satisfactorias, sustituyéndolo por el mecanismo de la mera visibilidad que proporcionan los medios de comunicación de masas. Y lo que vale para la fama probablemente valga para esa otra variante levemente desplazada de lo mismo que es la celebridad.
De lo que resultaría entonces que entre la voluntad de ser famosos de los de abajo y las ansias de pasar a la posteridad de los de arriba la diferencia sería tan sólo de grado, pero que, en el fondo, ambos andarían persiguiendo -con desigual consciencia- lo mismo. En último término, nada significativo separa, por poner dos ejemplos sólo en apariencia bien distintos, el anhelo de mucha gente corriente de participar en un reality show televisivo del empeño de tantos autores en verse comentados en el suplemento literario de algún diario nacional de gran tirada.
Habría que señalar si acaso, por lo que respecta al segundo grupo, que disponíamos de pistas suficientes para habernos dado cuenta antes de la naturaleza profunda de sus aspiraciones. Lo había declarado Federico García Lorca: “Escribo para que me quieran”, aunque, años después, Gabriel García Márquez contribuyó enormemente a difundir la frase, introduciendo una modulación sin duda interesante: “Escribo para que me quieran más mis amigos”. Pero se conoce que tales pistas no fueron adecuadamente valoradas, tal vez porque se las consideró como meras boutades brillantes, o como simples ejercicios autoirónicos por parte de escritores de sobrada notoriedad.
Todo lo cual nos devuelve de alguna manera al principio, a aquel ejemplo de los mimos que entonces se puso entre paréntesis y que ahora resultará de utilidad colocar en primer plano. En pocas palabras, lo que para muchos parece estar en juego, en el fondo, no es tanto ser admirados, como, si se me permite el neologismo, ser admimados, esto es, recibir el mínimo de calor y afecto que todo ser humano necesita. Que necesita como el aire que respira, o, tal vez mejor, como el aire que permite volar a la paloma kantiana. Venga, un abrazo.
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