sábado, febrero 23, 2008

Por qué Al Gore no se presenta

Por Mark Hertsgaard, periodista y ensayista estadounidense. Autor de Vencer el temporal: cómo sobrevivir en un futuro bajo el calentamiento global. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 29/01/08):

Mientras se van depositando los votos de las elecciones primarias en Estados Unidos, llama la atención la ausencia de un nombre entre los candidatos a la presidencia del país. ¿Dónde está Al Gore? El hombre que obtuvo más votos que George W. Bush en el 2000 y que colaboró ocho años con Bill Clinton en calidad de vicepresidente, imbuido de la misión de advertir de las consecuencias del cambio climático - actividad que le ha hecho acreedor de un premio Nobel de la Paz-, no ha considerado entrar en liza, aunque de hacerlo podría haberse alzado con el triunfo.

Desde que su documental Una verdad incómoda catapultó a Gore al estrellato internacional en el 2006, innumerables ciudadanos y líderes de opinión en el país y en el extranjero lo auparon a luchar por la presidencia. Con ocasión de la designación del personaje del año 2007, la revista Time preguntó a Gore si no experimentaba el “deber moral” de optar a la presidencia dado el poder sin parangón que mantiene la Casa Blanca y la situación apremiante que entraña el cambio climático. Gore dio aproximadamente la misma respuesta que ha estado dando estos meses: aunque no había “desechado por completo la posibilidad”, no preveía aspirar al cargo.

Por otra parte, juzgaba que lo mejor para luchar contra los efectos del cambio climático era concentrarse en las reacciones y bandazos de la “cambiante opinión pública”.

Alos expertos y analistas les cuesta trabajo creer que un político de toda la vida pueda dar la espalda a la Casa Blanca; algunos aventuran cábalas en el sentido de que Gore se mantiene en la penumbra a la espera de comprobar si los demás candidatos dan un traspié. Personalmente, lo dudo. Como persona que ha seguido de cerca las actividades de Gore relacionadas con el clima desde hace quince años, desde que lo entrevisté en la Cumbre de la Tierra organizada por las Naciones Unidas en 1992, considero que está sinceramente persuadido de que cambiar la opinión pública es más importante que cambiar presidentes. Y, sobre todo, Gore cuenta con buenos motivos y razones para alcanzar esta inusual conclusión, razones que merecen nuestra atención, porque apuntan al tipo de batallas que hay que librar y ganar si se pretende evitar las consecuencias catastróficas del cambio climático.

Pasé dos horas mano a mano con Gore poco antes de la publicación de Una verdad incómoda.Gran parte de nuestra entrevista se centró en una ironía que parecen haber pasado por alto muchos de quienes le apremian ahora a que opte a la presidencia estadounidense: la última vez que Gore trabajó en la Casa Blanca no logró imprimir grandes progresos a la acción contra el cambio climático. En sus ocho años de mandato, la Administración Clinton-Gore no aprobó una sola ley importante contra el cambio climático. Firmó el protocolo de Kioto, pero tras aguarlo con paralizantes resquicios legales; a continuación optó por no intentar que el Senado lo ratificara.

En nuestra entrevista, Gore reconoció estos puntos débiles, pero argumentó que no cabía achacar la culpa a él o a Clinton, cuyo sentido de la responsabilidad, en todo caso, debe reconocerse. Por el contrario - dijo Gore-, hay que hablar aquí de la existencia de una resistencia tremenda de parte del statu quo. Los dos sectores industriales más ricos y poderosos de la historia estadounidenses - el petróleo y la automoción- se opusieron ferozmente a la reducción de emisiones (igual que los sectores del carbón y la electricidad). Kioto “fue bloqueado por la presión de los contaminadores”, dijo Gore, añadiendo que Exxon Mobil y otras grandes empresas “confundieron a la gente a propósito” con decenas de millones de dólares en publicidad y grupos de presión que falseaban y desacreditaban los estudios y datos científicos que sustentan la ineludible atención sobre el cambio climático. Esta campaña de desinformación dio alas a “una actitud de rechazo a gran escala en el conjunto del país” que condicionó el campo de batalla en Washington de forma que el Congreso acabó bloqueando la reforma.

La lección que Gore parece haber aprendido de sus derrotas en la Casa Blanca es que ejercer la presidencia no basta para propiciar un auténtico cambio, sobre todo si se tienen en contra poderosos intereses. La única manera de derrotarlos es reorganizar el campo de batalla, es decir, articular una ola de presión social tan intensa y general que independientemente de los políticos que resulten elegidos se vean de hecho obligados a pasar a la acción aunque ello signifique defraudar las expectativas de Exxon Mobil y sus amigos. Como Gore dijo a Time,la crisis climática “exige un cambio esencial de la opinión pública a fin de que los legisladores tomen realmente medidas”.

Un buen ejemplo: en diciembre, por primera vez, un comité del Senado aprobó un importante texto legal sobre el cambio climático. Muchos ecologistas acogieron positivamente la ley Warner-Lieberman, que promete reducir las emisiones de gases de efecto invernadero al menos un 70% para el 2050. Sin embargo, ciertas cláusulas de la ley, sobre todo una que prevé la compra de permisos de emisión, dan a entender que se producirán muchas menos reducciones de gases de lo anunciado. La influencia empresarial, según parece, sigue en plenitud de facultades en la colina del Capitolio. Gore ha calificado la ley - que pronto debatirá el Senado en pleno- de “insuficiente”. Gore apremia a una iniciativa más radical, incluida la prohibición de nuevas centrales eléctricas alimentadas con carbón, y ha llegado a llamar a los jóvenes a bloquear el paso de las excavadoras que trabajen en su construcción.

Los tres principales candidatos demócratas - Edwards, Clinton y Obama- conocen bien la cuestión del cambio climático y prometen medidas ambiciosas para afrontarlo. Como también, en menor grado, los republicanos John McCain y Mike Huckabee. Pero si cualquiera de ellos logra, en calidad de presidente/ a, invertir las desastrosas políticas de Bush en materia de cambio climático, el presidente o la presidenta habrá contraído una enorme deuda con Gore. Los años de Gore en la Casa Blanca parecen haberle enseñado una lección esencial sobre la moderna democracia, una lección omitida en la mayoría de los libros de texto y cobertura informativa: ser presidente, como ser persona íntegra, no basta. La única forma de derrotar al dinero organizado estriba en estar al lado de la sociedad organizada, de la mayoría organizada. Gore trabaja actualmente para ayudar a crear tal elemento de presión de la base social y ciudadana, aunque ello entrañe renunciar al sueño de la presidencia que ha abrigado desde su infancia. Es un acto de sacrificio por el que todos deberíamos estarle agradecidos.

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