Por Ahmed Rashid, periodista y escritor paquistaní, autor del libro Los talibán (EL MUNDO, 15/11/07):
Durante los últimos sesenta años, los gobernantes militares que ha tenido Pakistán en este tiempo han encarcelado de manera selectiva a políticos, periodistas y manifestantes contrarios a ellos, pero nunca jamás un gobernante militar había ordenado a las fuerzas de seguridad que dieran palizas a miles de abogados, periodistas, mujeres y miembros de la sociedad civil en las calles, que los llevaran a rastras hasta las cárceles y que acto seguido los acusaran de traición. Eso es exactamente lo que el presidente Pervez Musharraf ha hecho con el fin de seguir gobernando en Pakistán después de ocho años en el poder.
Desde el 3 de noviembre, la imposición del estado de excepción por Musharraf ha suspendido la Constitución, ha vaciado el poder judicial, ha prohibido las concentraciones públicas, ha detenido a decenas de políticos y abogados destacados y ha clausurado los medios nacionales de comunicación en internet. Más de seis mil personas han sido detenidas y muchos abogados de prestigio y militantes políticos están siendo llevados ante consejos de guerra acusados de traición, lo que puede acarrearles sentencias de hasta 24 años de prisión.
Esta represión brutal está dirigida por entero contra la sociedad civil laica y los partidos políticos del país en lugar de cumplir los objetivos públicamente proclamados por el régimen militar de poner freno a los extremistas islámicos y los talibán paquistaníes, que siguen apoderándose de territorios y ciudades al norte del país y ampliando su poder en alianza con los talibán afganos y Al Qaeda.
Merece la pena destacar que no se ha detenido ni a un solo extremista islámico, ni a un solo jefe de ninguna organización terrorista, ni a un solo representante de los que dirigen las madrasas en las que, como materia principal de sus cursos, se enseña a cometer atentados suicidas. En realidad, ha sucedido justamente lo contrario: en el mismo día en que se impuso el estado de excepción, el ejército puso en libertad a 28 talibán paquistaníes y afganos que estaban en las cárceles, dos de los cuales eran hombres de confianza del cabecilla Mullah Mohammed Omar mientras que otros dos cumplían condenas por sendos atentados con bombas.
En su rueda de prensa del 11 de noviembre, Musharraf ha anunciado que se celebrarán elecciones el 9 de enero pero que no se levantará el estado de excepción mientras él mismo no haya fijado la fecha de renuncia a su segundo cargo, el de jefe de las fuerzas armadas, puesto que ha ocupado desde 1998. Ha añadido que formará un Gobierno de transición encargado de sacar adelante las elecciones.
En una declaración realmente kafkiana, Musharraf ha afirmado que el estado de excepción «garantizará unas elecciones incuestionablemente limpias y transparentes». A todo aquél que «perturbe la ley y el orden y quiera generar anarquía en nombre de las elecciones y de la democracia, no se le permitirá hacerlo», ha añadido. Ya en el 2002, y bajo mandato de Musharraf, se celebraron unas elecciones fraudulentas y, con un estado de excepción en vigor, nadie duda de que las próximas elecciones estarán amañadas en un grado muy superior a favor de los candidatos que cuenten con el apoyo del ejército.
En contraste con las crisis recientes de Birmania, Georgia y Venezuela, Pakistán se asienta sobre la falla tectónica de la crisis internacional a escala mundial. Sucesivos gobiernos paquistaníes han dado amparo a terroristas, han vendido tecnología de armas nucleares a estados belicosos como Irán, Libia y Corea del Norte y han alentado a los radicales islámicos a sacar tajada en relación con la India. Pakistán es el único país musulmán que dispone de armas nucleares y el caos reciente ha despertado el miedo a que esas armas puedan caer en manos de extremistas. Por si fuera poco, según informes de los servicios de espionaje de los Estados Unidos, el país es en la actualidad el centro de mando y control de la dirección de Al Qaeda, los talibán afganos y otros grupos de Asia central. Las fuerzas armadas se sienten profundamente desmoralizadas y más de 600 soldados se han rendido a guerrilleros islámicos radicales en los últimos meses antes que entrar en combate con ellos. Los múltiples servicios de información del país están en estos momentos más preocupados por encarcelar y torturar a abogados, según la Comisión de Derechos Humanos de Pakistán, que por dar caza a terroristas.
A pesar de todo, los Estados Unidos han dado la callada por respuesta. El presidente George W. Bush ha seguido prestando su apoyo a Musharraf al declarar el 11 de noviembre que la fecha prevista de las elecciones era un dato «positivo». En un tono propio de quien sabe de qué está hablando, Musharraf ha asegurado que no esperaba ninguna sanción de los Estados Unidos ni reducción alguna de su ayuda exterior a Pakistán a pesar de las medidas autoritarias adoptadas. La respuesta europea ha sido de una indiferencia prácticamente idéntica, a pesar de que la UE siempre reclama unas condiciones democráticas de mayor exigencia.
Washington se ha planteado su dilema sobre Paquistán a partir de una alternativa simplista: o los Estados Unidos apoyan el proceso democrático y la sociedad civil o apoyan a las fuerzas armadas en la lucha contra el terrorismo. Desgraciadamente, el Gobierno Bush ha conseguido con gran éxito convencer a la inmensa mayoría de los medios de comunicación de los Estados Unidos de que acepten que éstas eran las únicas opciones y que los Estados Unidos tenían que tomar partido por las fuerzas armadas.
En realidad, ningún gobierno puede razonablemente librar con éxito una guerra contra el terrorismo sin estabilidad, sin un mínimo de legitimidad democrática y sin el apoyo de la mayoría de su pueblo. La estabilidad política es condición sine qua non para combatir el terrorismo, pero las medidas de Musharraf han desestabilizado Pakistán hasta un punto como no lo había estado jamás en toda su historia, mientras que Bush ha pisoteado el sentido común y los intereses de los Estados Unidos a largo plazo con su apoyo a Musharraf.
El antiamericanismo se está extendiendo a un ritmo desenfrenado en Pakistán, muy notablemente entre la clase media educada, que ha tenido que sufrir la peor parte de la represión. Privadas de acceso a los canales de noticias de televisión, tanto nacionales como extranjeros, en medio de la brutalidad desplegada contra mujeres y estudiantes en las calles, una inflación galopante y el deterioro tremendo de la situación económica, las clases medias, que deberían ser los aliados naturales del Gobierno en la lucha contra el terrorismo, están convirtiéndose a gran velocidad en simpatizantes de los islamistas.
Los norteamericanos han tratado de hacer de intermediarios de un acuerdo entre Musharraf y la ex primera ministra Benazir Bhutto, que el 18 de octubre regresó de nueve años de exilio para recibir una entusiasta bienvenida en Karachi, echada a perder por un terrorista suicida que se llevó por delante la vida de 152 personas y causó heridas a otras 500. Washington ha pensado que, en el caso de que saliera elegida primera ministra, proporcionaría a Musharraf la legitimidad de la que éste carece como presidente. Sin embargo, Musharraf no ha estado nunca de corazón a favor de ningún acuerdo y el estado de excepción ha colocado a Bhutto entre la espada y la pared. Su Partido Popular de Pakistán y la opinión pública exigen que una a la oposición dividida y la dirija en una campaña para derrocar a Musharraf, mientras que los norteamericanos insisten en que coopere con Musharraf. Si sigue sin decantarse a un lado u otro, sabe que va a perder el apoyo de la opinión pública y su reserva de votos.
El estado de excepción dictado por Musharraf ha desmantelado todo el ordenamiento legal. El poder judicial se ha esforzado por dejar clara su independencia respecto de las fuerzas armadas. Durante el verano pasado, decenas de miles de abogados organizaron manifestaciones sin precedentes para que Iftikhar Chaudry fuera restituido en su puesto de presidente del Tribunal Supremo, del que había sido destituido por Musharraf. Tras su reincorporación al cargo, Chaudry se convirtió en el símbolo de la lucha por la supremacía de la Constitución, el imperio de la ley y la independencia de los tribunales, una ruptura formidable frente al pasado, cuando el poder judicial apoyaba el Gobierno de los militares.
Chaudry fue depuesto de nuevo el 3 de noviembre y confinado en su domicilio bajo arresto domiciliario. De los 17 jueces que integran el Tribunal Supremo, 14 se han negado a prestar el nuevo juramento de fidelidad ordenado por las fuerzas armadas conforme a su Ordenamiento Constitucional Provisional y han sido puestos bajo arresto. De los 97 magistrados de los cuatro tribunales superiores provinciales, 60 se han negado asimismo a prestar ese juramento.
La amenaza más grave proviene de las diversas milicias fuertemente armadas y encabezadas por mulás pastunes que se llaman a sí mismos los talibán paquistaníes. Apoyados por Al Qaeda y los talibán afganos y conectados con numerosos grupos extremistas de Paquistán y Cachemira en las principales ciudades. Los talibán paquistaníes controlan en la actualidad amplias zonas del cinturón de tribus pastunes fronterizo con Afganistán. A lo largo de este mes, los milicianos han conquistado prácticamente todo el valle de Swat, al norte de Islamabad, que es el principal centro turístico del país.
Con ello no hacen sino aprovecharse del caos político que reina en el país para extender sus tentáculos por las áreas densamente pobladas de la provincia fronteriza noroccidental. Se ha visto a los talibán en ciudades importantes próximas a la capital provincial de Peshawar. Además, estas milicias han proporcionado instrucción y refugio seguro a cientos de milicianos extranjeros procedentes de Asia Central, Oriente Próximo y Europa. Los servicios alemanes de información están siguiendo la pista de once integrantes de un grupo de musulmanes alemanes que han recibido instrucción de las tribus del Waziristan septentrional de Pakistán y que planeaban poner bombas en bases militares de los Estados Unidos en Alemania.
Es mucho lo que en estos momentos depende de las fuerzas armadas; en primer lugar, si están dispuestas a seguir apoyando a Musharraf a largo plazo. Jefes y oficiales de alta graduación tenían la esperanza de que las elecciones y el Gobierno de los civiles les apartaran de la línea de fuego de la política. Sin embargo, la decisión de Musharraf les ha vuelto a colocar en primera línea y ahora son blanco de la cólera de un pueblo enardecido al tiempo que se muestran incapaces de acabar con las milicias. Mientras no haya una mayor presión internacional sobre Musharraf para que restablezca la normalidad constitucional, la creciente inestabilidad de Pakistán afectará probablemente a toda esta parte del mundo.
Durante los últimos sesenta años, los gobernantes militares que ha tenido Pakistán en este tiempo han encarcelado de manera selectiva a políticos, periodistas y manifestantes contrarios a ellos, pero nunca jamás un gobernante militar había ordenado a las fuerzas de seguridad que dieran palizas a miles de abogados, periodistas, mujeres y miembros de la sociedad civil en las calles, que los llevaran a rastras hasta las cárceles y que acto seguido los acusaran de traición. Eso es exactamente lo que el presidente Pervez Musharraf ha hecho con el fin de seguir gobernando en Pakistán después de ocho años en el poder.
Desde el 3 de noviembre, la imposición del estado de excepción por Musharraf ha suspendido la Constitución, ha vaciado el poder judicial, ha prohibido las concentraciones públicas, ha detenido a decenas de políticos y abogados destacados y ha clausurado los medios nacionales de comunicación en internet. Más de seis mil personas han sido detenidas y muchos abogados de prestigio y militantes políticos están siendo llevados ante consejos de guerra acusados de traición, lo que puede acarrearles sentencias de hasta 24 años de prisión.
Esta represión brutal está dirigida por entero contra la sociedad civil laica y los partidos políticos del país en lugar de cumplir los objetivos públicamente proclamados por el régimen militar de poner freno a los extremistas islámicos y los talibán paquistaníes, que siguen apoderándose de territorios y ciudades al norte del país y ampliando su poder en alianza con los talibán afganos y Al Qaeda.
Merece la pena destacar que no se ha detenido ni a un solo extremista islámico, ni a un solo jefe de ninguna organización terrorista, ni a un solo representante de los que dirigen las madrasas en las que, como materia principal de sus cursos, se enseña a cometer atentados suicidas. En realidad, ha sucedido justamente lo contrario: en el mismo día en que se impuso el estado de excepción, el ejército puso en libertad a 28 talibán paquistaníes y afganos que estaban en las cárceles, dos de los cuales eran hombres de confianza del cabecilla Mullah Mohammed Omar mientras que otros dos cumplían condenas por sendos atentados con bombas.
En su rueda de prensa del 11 de noviembre, Musharraf ha anunciado que se celebrarán elecciones el 9 de enero pero que no se levantará el estado de excepción mientras él mismo no haya fijado la fecha de renuncia a su segundo cargo, el de jefe de las fuerzas armadas, puesto que ha ocupado desde 1998. Ha añadido que formará un Gobierno de transición encargado de sacar adelante las elecciones.
En una declaración realmente kafkiana, Musharraf ha afirmado que el estado de excepción «garantizará unas elecciones incuestionablemente limpias y transparentes». A todo aquél que «perturbe la ley y el orden y quiera generar anarquía en nombre de las elecciones y de la democracia, no se le permitirá hacerlo», ha añadido. Ya en el 2002, y bajo mandato de Musharraf, se celebraron unas elecciones fraudulentas y, con un estado de excepción en vigor, nadie duda de que las próximas elecciones estarán amañadas en un grado muy superior a favor de los candidatos que cuenten con el apoyo del ejército.
En contraste con las crisis recientes de Birmania, Georgia y Venezuela, Pakistán se asienta sobre la falla tectónica de la crisis internacional a escala mundial. Sucesivos gobiernos paquistaníes han dado amparo a terroristas, han vendido tecnología de armas nucleares a estados belicosos como Irán, Libia y Corea del Norte y han alentado a los radicales islámicos a sacar tajada en relación con la India. Pakistán es el único país musulmán que dispone de armas nucleares y el caos reciente ha despertado el miedo a que esas armas puedan caer en manos de extremistas. Por si fuera poco, según informes de los servicios de espionaje de los Estados Unidos, el país es en la actualidad el centro de mando y control de la dirección de Al Qaeda, los talibán afganos y otros grupos de Asia central. Las fuerzas armadas se sienten profundamente desmoralizadas y más de 600 soldados se han rendido a guerrilleros islámicos radicales en los últimos meses antes que entrar en combate con ellos. Los múltiples servicios de información del país están en estos momentos más preocupados por encarcelar y torturar a abogados, según la Comisión de Derechos Humanos de Pakistán, que por dar caza a terroristas.
A pesar de todo, los Estados Unidos han dado la callada por respuesta. El presidente George W. Bush ha seguido prestando su apoyo a Musharraf al declarar el 11 de noviembre que la fecha prevista de las elecciones era un dato «positivo». En un tono propio de quien sabe de qué está hablando, Musharraf ha asegurado que no esperaba ninguna sanción de los Estados Unidos ni reducción alguna de su ayuda exterior a Pakistán a pesar de las medidas autoritarias adoptadas. La respuesta europea ha sido de una indiferencia prácticamente idéntica, a pesar de que la UE siempre reclama unas condiciones democráticas de mayor exigencia.
Washington se ha planteado su dilema sobre Paquistán a partir de una alternativa simplista: o los Estados Unidos apoyan el proceso democrático y la sociedad civil o apoyan a las fuerzas armadas en la lucha contra el terrorismo. Desgraciadamente, el Gobierno Bush ha conseguido con gran éxito convencer a la inmensa mayoría de los medios de comunicación de los Estados Unidos de que acepten que éstas eran las únicas opciones y que los Estados Unidos tenían que tomar partido por las fuerzas armadas.
En realidad, ningún gobierno puede razonablemente librar con éxito una guerra contra el terrorismo sin estabilidad, sin un mínimo de legitimidad democrática y sin el apoyo de la mayoría de su pueblo. La estabilidad política es condición sine qua non para combatir el terrorismo, pero las medidas de Musharraf han desestabilizado Pakistán hasta un punto como no lo había estado jamás en toda su historia, mientras que Bush ha pisoteado el sentido común y los intereses de los Estados Unidos a largo plazo con su apoyo a Musharraf.
El antiamericanismo se está extendiendo a un ritmo desenfrenado en Pakistán, muy notablemente entre la clase media educada, que ha tenido que sufrir la peor parte de la represión. Privadas de acceso a los canales de noticias de televisión, tanto nacionales como extranjeros, en medio de la brutalidad desplegada contra mujeres y estudiantes en las calles, una inflación galopante y el deterioro tremendo de la situación económica, las clases medias, que deberían ser los aliados naturales del Gobierno en la lucha contra el terrorismo, están convirtiéndose a gran velocidad en simpatizantes de los islamistas.
Los norteamericanos han tratado de hacer de intermediarios de un acuerdo entre Musharraf y la ex primera ministra Benazir Bhutto, que el 18 de octubre regresó de nueve años de exilio para recibir una entusiasta bienvenida en Karachi, echada a perder por un terrorista suicida que se llevó por delante la vida de 152 personas y causó heridas a otras 500. Washington ha pensado que, en el caso de que saliera elegida primera ministra, proporcionaría a Musharraf la legitimidad de la que éste carece como presidente. Sin embargo, Musharraf no ha estado nunca de corazón a favor de ningún acuerdo y el estado de excepción ha colocado a Bhutto entre la espada y la pared. Su Partido Popular de Pakistán y la opinión pública exigen que una a la oposición dividida y la dirija en una campaña para derrocar a Musharraf, mientras que los norteamericanos insisten en que coopere con Musharraf. Si sigue sin decantarse a un lado u otro, sabe que va a perder el apoyo de la opinión pública y su reserva de votos.
El estado de excepción dictado por Musharraf ha desmantelado todo el ordenamiento legal. El poder judicial se ha esforzado por dejar clara su independencia respecto de las fuerzas armadas. Durante el verano pasado, decenas de miles de abogados organizaron manifestaciones sin precedentes para que Iftikhar Chaudry fuera restituido en su puesto de presidente del Tribunal Supremo, del que había sido destituido por Musharraf. Tras su reincorporación al cargo, Chaudry se convirtió en el símbolo de la lucha por la supremacía de la Constitución, el imperio de la ley y la independencia de los tribunales, una ruptura formidable frente al pasado, cuando el poder judicial apoyaba el Gobierno de los militares.
Chaudry fue depuesto de nuevo el 3 de noviembre y confinado en su domicilio bajo arresto domiciliario. De los 17 jueces que integran el Tribunal Supremo, 14 se han negado a prestar el nuevo juramento de fidelidad ordenado por las fuerzas armadas conforme a su Ordenamiento Constitucional Provisional y han sido puestos bajo arresto. De los 97 magistrados de los cuatro tribunales superiores provinciales, 60 se han negado asimismo a prestar ese juramento.
La amenaza más grave proviene de las diversas milicias fuertemente armadas y encabezadas por mulás pastunes que se llaman a sí mismos los talibán paquistaníes. Apoyados por Al Qaeda y los talibán afganos y conectados con numerosos grupos extremistas de Paquistán y Cachemira en las principales ciudades. Los talibán paquistaníes controlan en la actualidad amplias zonas del cinturón de tribus pastunes fronterizo con Afganistán. A lo largo de este mes, los milicianos han conquistado prácticamente todo el valle de Swat, al norte de Islamabad, que es el principal centro turístico del país.
Con ello no hacen sino aprovecharse del caos político que reina en el país para extender sus tentáculos por las áreas densamente pobladas de la provincia fronteriza noroccidental. Se ha visto a los talibán en ciudades importantes próximas a la capital provincial de Peshawar. Además, estas milicias han proporcionado instrucción y refugio seguro a cientos de milicianos extranjeros procedentes de Asia Central, Oriente Próximo y Europa. Los servicios alemanes de información están siguiendo la pista de once integrantes de un grupo de musulmanes alemanes que han recibido instrucción de las tribus del Waziristan septentrional de Pakistán y que planeaban poner bombas en bases militares de los Estados Unidos en Alemania.
Es mucho lo que en estos momentos depende de las fuerzas armadas; en primer lugar, si están dispuestas a seguir apoyando a Musharraf a largo plazo. Jefes y oficiales de alta graduación tenían la esperanza de que las elecciones y el Gobierno de los civiles les apartaran de la línea de fuego de la política. Sin embargo, la decisión de Musharraf les ha vuelto a colocar en primera línea y ahora son blanco de la cólera de un pueblo enardecido al tiempo que se muestran incapaces de acabar con las milicias. Mientras no haya una mayor presión internacional sobre Musharraf para que restablezca la normalidad constitucional, la creciente inestabilidad de Pakistán afectará probablemente a toda esta parte del mundo.
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