Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 15/11/07):
Crece la sensación de que el Estado, los poderes públicos en general - también las comunidades autónomas, los ayuntamientos y la Unión Europea- tratan a los ciudadanos como los padres tratan a sus hijos menores de edad: les aconsejan lo que deben hacer, cómo deben comportarse, incluso qué deben pensar. Y, de manera más o menos velada, nuestras autoridades añaden aquella frase irritante, aunque cierta, que los padres dirigen a sus hijos para convencerles de que acaben de comerse la insípida verdura hervida que les dan para cenar: “Te lo digo por tu bien”.
Efectivamente, el paternalismo de los poderes públicos está en fase de expansión: no fumes, no bebas, conduce despacio, haz deporte, ponte el cinturón de seguridad, la historia de tu país es ésta y no otra, debes tener hijos, habla una determinada lengua, lee libros, no contamines… Cada vez más, el Estado se comporta como un padre, como un padre moralista y muy pesado.
¿Debe un Estado adoptar este tono paternal, es decir, debe procurar que los ciudadanos sigan determinadas conductas por la simple razón de que las considera beneficiosas? A primera vista, quizás parece que sí, que efectivamente el Estado debe procurar lo mejor para sus ciudadanos, que una de las tareas de un Estado social como el nuestro es precisamente ésta. Sin embargo, desde una perspectiva liberal y democrática, la respuesta ha de ser indudablemente negativa: el Estado está para otras cosas, no debe pretender el bien de los ciudadanos, sino su libertad, que no es lo mismo. Un Estado social no es un Estado paternalista.
Quizás la confusión parte de ahí, de una equivocada concepción del Estado social. Como es sabido, el Estado social - que figura como una de las características de nuestro Estado en el artículo 1 de la Constitución- viene a culminar el Estado liberal de derecho propio del siglo XIX. El Estado liberal garantizaba una teórica libertad que no era válida para todos, sino sólo para una minoría y, por tanto, dejaba de lado el principio de igualdad. El Estado era liberal pero no igualitario ni democrático. Los derechos no eran iguales para todos. Esto lo advirtieron pensadores liberales como Stuart Mill y, por supuesto, todos los socialistas: el Estado debe estar fundamentado en la libertad y la igualdad, en ambos valores. Por tanto, no sólo debe garantizar derechos individuales, sino también asegurar derechos sociales para que todos disfruten de una igual libertad: una sociedad no es libre si todos los que la componen no tienen las mismas posibilidades de ser libres. Para ello se necesitaba que el Estado interviniera en economía y prestara determinados servicios sociales: educación, sanidad y pensiones entre los más significativos.
Esto es el Estado social: un Estado que asegura la igualdad de oportunidades para que las personas disfruten del mismo grado de libertad. Cosa distinta es el Estado paternalista, aquel que dice tener criterios morales sobre las conductas individuales para, a partir de estos criterios, promulgar normas y emprender políticas destinadas a hacer el bien y evitar el mal a los ciudadanos, limitando así la libre actividad de éstos, incluso ahorrándoles su propia responsabilidad. Esta sustitución de decisiones individuales en una esfera que es propia de cada individuo, y en la cual sólo él debe decidir libremente, poco tiene que ver con la tradición liberal y mucho con la tradición contraria: la propia del despotismo ilustrado de la cual los totalitarismos del siglo XX son, en más o en menos, claros herederos.
La tradición liberal está perfectamente definida en aquel conocido párrafo de Kant: “Nadie me puede obligar a ser feliz a su manera (es decir, en la forma que él se imagina la felicidad), sino que cada uno puede buscar su felicidad por el camino que escoja siempre que no perjudique la libertad de los demás, de manera que su libertad pueda coexistir con la libertad de todos según una ley universal”.
En efecto, el Estado no tiene la misma finalidad que tiene un padre sobre sus hijos menores, esto es, procurar su bien. El Estado debe, simplemente, procurar la igual libertad de todos, dado que es un instrumento que los hombres se han inventado para alcanzar este fin. Por tanto, ese Estado debe respetar la libertad de los individuos - aun a riesgo de que, al ejercer esta libertad, se perjudiquen a sí mismos- y su función es, mediante leyes, limitar esa libertad sólo para impedir que se vulnere la libertad de los demás. Así pues, la finalidad de un Estado liberal democrático no es hacer el bien, sino garantizar la igual libertad de todos.
¿Nos encaminamos hacia un Estado paternalista abandonando la senda liberal, democrática y social? Hay síntomas de ello en algunas de las actitudes de nuestros gobernantes. Quizás pronto sea realidad aquella profecía que formulaba Alexis de Tocqueville al final de La democracia en América:”Por encima de los hombres se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga, él sólo, de asegurar sus goces y de velar por su suerte. Es absoluto, detallista, regular, previsor y suave. Se parecería al poder paterno si, como éste, tuviera por objeto preparar a los hombre para la edad viril; pero no, no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia”. Si ello llegara a suceder, habríamos llegado a 1984,la fecha fatídica que señalara Orwell.
Crece la sensación de que el Estado, los poderes públicos en general - también las comunidades autónomas, los ayuntamientos y la Unión Europea- tratan a los ciudadanos como los padres tratan a sus hijos menores de edad: les aconsejan lo que deben hacer, cómo deben comportarse, incluso qué deben pensar. Y, de manera más o menos velada, nuestras autoridades añaden aquella frase irritante, aunque cierta, que los padres dirigen a sus hijos para convencerles de que acaben de comerse la insípida verdura hervida que les dan para cenar: “Te lo digo por tu bien”.
Efectivamente, el paternalismo de los poderes públicos está en fase de expansión: no fumes, no bebas, conduce despacio, haz deporte, ponte el cinturón de seguridad, la historia de tu país es ésta y no otra, debes tener hijos, habla una determinada lengua, lee libros, no contamines… Cada vez más, el Estado se comporta como un padre, como un padre moralista y muy pesado.
¿Debe un Estado adoptar este tono paternal, es decir, debe procurar que los ciudadanos sigan determinadas conductas por la simple razón de que las considera beneficiosas? A primera vista, quizás parece que sí, que efectivamente el Estado debe procurar lo mejor para sus ciudadanos, que una de las tareas de un Estado social como el nuestro es precisamente ésta. Sin embargo, desde una perspectiva liberal y democrática, la respuesta ha de ser indudablemente negativa: el Estado está para otras cosas, no debe pretender el bien de los ciudadanos, sino su libertad, que no es lo mismo. Un Estado social no es un Estado paternalista.
Quizás la confusión parte de ahí, de una equivocada concepción del Estado social. Como es sabido, el Estado social - que figura como una de las características de nuestro Estado en el artículo 1 de la Constitución- viene a culminar el Estado liberal de derecho propio del siglo XIX. El Estado liberal garantizaba una teórica libertad que no era válida para todos, sino sólo para una minoría y, por tanto, dejaba de lado el principio de igualdad. El Estado era liberal pero no igualitario ni democrático. Los derechos no eran iguales para todos. Esto lo advirtieron pensadores liberales como Stuart Mill y, por supuesto, todos los socialistas: el Estado debe estar fundamentado en la libertad y la igualdad, en ambos valores. Por tanto, no sólo debe garantizar derechos individuales, sino también asegurar derechos sociales para que todos disfruten de una igual libertad: una sociedad no es libre si todos los que la componen no tienen las mismas posibilidades de ser libres. Para ello se necesitaba que el Estado interviniera en economía y prestara determinados servicios sociales: educación, sanidad y pensiones entre los más significativos.
Esto es el Estado social: un Estado que asegura la igualdad de oportunidades para que las personas disfruten del mismo grado de libertad. Cosa distinta es el Estado paternalista, aquel que dice tener criterios morales sobre las conductas individuales para, a partir de estos criterios, promulgar normas y emprender políticas destinadas a hacer el bien y evitar el mal a los ciudadanos, limitando así la libre actividad de éstos, incluso ahorrándoles su propia responsabilidad. Esta sustitución de decisiones individuales en una esfera que es propia de cada individuo, y en la cual sólo él debe decidir libremente, poco tiene que ver con la tradición liberal y mucho con la tradición contraria: la propia del despotismo ilustrado de la cual los totalitarismos del siglo XX son, en más o en menos, claros herederos.
La tradición liberal está perfectamente definida en aquel conocido párrafo de Kant: “Nadie me puede obligar a ser feliz a su manera (es decir, en la forma que él se imagina la felicidad), sino que cada uno puede buscar su felicidad por el camino que escoja siempre que no perjudique la libertad de los demás, de manera que su libertad pueda coexistir con la libertad de todos según una ley universal”.
En efecto, el Estado no tiene la misma finalidad que tiene un padre sobre sus hijos menores, esto es, procurar su bien. El Estado debe, simplemente, procurar la igual libertad de todos, dado que es un instrumento que los hombres se han inventado para alcanzar este fin. Por tanto, ese Estado debe respetar la libertad de los individuos - aun a riesgo de que, al ejercer esta libertad, se perjudiquen a sí mismos- y su función es, mediante leyes, limitar esa libertad sólo para impedir que se vulnere la libertad de los demás. Así pues, la finalidad de un Estado liberal democrático no es hacer el bien, sino garantizar la igual libertad de todos.
¿Nos encaminamos hacia un Estado paternalista abandonando la senda liberal, democrática y social? Hay síntomas de ello en algunas de las actitudes de nuestros gobernantes. Quizás pronto sea realidad aquella profecía que formulaba Alexis de Tocqueville al final de La democracia en América:”Por encima de los hombres se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga, él sólo, de asegurar sus goces y de velar por su suerte. Es absoluto, detallista, regular, previsor y suave. Se parecería al poder paterno si, como éste, tuviera por objeto preparar a los hombre para la edad viril; pero no, no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia”. Si ello llegara a suceder, habríamos llegado a 1984,la fecha fatídica que señalara Orwell.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario