Por Amparo Rubiales, doctora en Derecho y abogada (EL PAÍS, 19/11/07):
Siempre que una mujer sale elegida, o es designada, para un puesto de alta responsabilidad, sentimos una enorme satisfacción; hemos estado tantos siglos excluidas del poder que empezar a recuperarlo es la reparación de una injusticia histórica que está costando mucho esfuerzo restituir. No me planteo nunca eso de si tiene capacidad o no para el puesto que ocupa: el valor se lo doy por supuesto, como se hace con los hombres. Pero resulta aterrador que siempre que una mujer se singulariza en algo es su condición de mujer lo primero que se comenta, y así ha ocurrido con la presidenta electa de Argentina, que de lo que más se ha hablado es de si usa o no bótox, si lleva ropa cara o barata, si se pinta o no mucho o si va mucho o poco a la peluquería; todo “muy importante” para saber si podrá resolver los problemas de la ciudadanía argentina.
No obstante, lo que me produce una auténtica sublevación es lo del apellido. ¿Cómo se llama la presidenta argentina? Pues según la prensa de todo el mundo, Cristina Kirchner o, en el mejor de los casos, Cristina Fernández de Kirchner. Eso de que las mujeres al casarse pierdan el apellido propio para pasar a tener el del marido es una aberración cultural, similar, por ejemplo, a la del velo, que tiene su origen en esa subordinación al hombre con la que, dicen, hemos nacido… Aquello de la costilla de Adán, y cosas por el estilo, provocan estas cosas. ¡Y luego dicen que el uso del lenguaje no tiene un valor simbólico!
¿Seguirá siendo “de Kirchner” cuando ejerza de presidenta del pueblo argentino o pasará el marido a llamarse “de Fernández”? Seguramente dominará para siempre el apellido del hombre. Ésa es la costumbre y no hay que darle mayor importancia, dirán muchos, incluso puede que la propia afectada. Ahí tenemos otro caso: Hillary Clinton, que empezó manteniendo su propio apellido, Rodham, pero que ya ha sucumbido al muy importante de su marido, el todopoderoso Bill Clinton. Antes no teníamos poder, ahora que empezamos a alcanzarlo, parece que lo conseguimos por ser “señoras de…”. No deja de tener gracia.
Todo nos cuesta tanto que recientemente ha publicado EL PAÍS los resultados de un estudio sobre las mujeres ejecutivas en el que se concluye que “el 30% de las directivas renuncia a su cargo al no poder conciliar trabajo y familia”. En ese estudio se dicen cosas tan preocupantes como que el 22% de las directivas dicen tener en sus maridos “el mayor lastre” de sus carreras. O también que no se discrimina a la mujer sino a la madre, o que una de cada seis europeas desearía trabajar, pero no lo hace por la familia. O la fortaleza que están adquiriendo en Estados Unidos los grupos de mujeres que reivindican la vuelta al hogar.
¿Fracaso del feminismo? No, fracaso del conjunto de la sociedad, porque no se entiende bien la conciliación, ni se cree que éste no es sólo un problema de mujeres, sino también de hombres, y así se produce este desaguisado: las mujeres pierden independencia y la sociedad talento femenino y posibilidades de desarrollo económico. Porque la igualdad entre hombres y mujeres no es sólo un problema de equidad, sino de desarrollo económico de primera magnitud. ¿O es normal que la tasa de inactividad femenina sea 15 puntos superior a la de los hombres en la Unión Europea?
Nos quieren volver al hogar y continuamente salen argumentos que, sutilmente, fomentan el “complejo de culpa” de las madres: ahora está de moda la lactancia materna y hay “talibanes y talibanas de la teta” que les dicen de todo a las mujeres que no dan, porque no quieren o porque no pueden, el pecho a sus hijos. Cuando estamos en condiciones de clonar seres humanos, no hemos sido capaces, por lo visto, de encontrar un sustituto adecuado de la leche materna.
No creo que todo esto sea un fracaso del feminismo, ni de las mujeres que se siguen llamando “señoras de”, incluida la presidenta de Argentina, sino que se trata de un problema cultural insufrible, que nos seguirá produciendo problemas. Cuando los hijos crecen, la vuelta al trabajo resulta casi imposible, y ello sólo conduce a la frustración y al desánimo. Esto del feminismo es como lo del tejido de Penélope: tejer y destejer. Seguiremos tejiendo… y a la presidenta de Argentina la llamaremos Cristina Fernández, y a su marido, Néstor Kirchner de Fernández, y pelearemos porque las mujeres puedan ser madres y autónomas, y por conseguir que los hombres también concilien. Sólo así seremos libres e iguales.
Siempre que una mujer sale elegida, o es designada, para un puesto de alta responsabilidad, sentimos una enorme satisfacción; hemos estado tantos siglos excluidas del poder que empezar a recuperarlo es la reparación de una injusticia histórica que está costando mucho esfuerzo restituir. No me planteo nunca eso de si tiene capacidad o no para el puesto que ocupa: el valor se lo doy por supuesto, como se hace con los hombres. Pero resulta aterrador que siempre que una mujer se singulariza en algo es su condición de mujer lo primero que se comenta, y así ha ocurrido con la presidenta electa de Argentina, que de lo que más se ha hablado es de si usa o no bótox, si lleva ropa cara o barata, si se pinta o no mucho o si va mucho o poco a la peluquería; todo “muy importante” para saber si podrá resolver los problemas de la ciudadanía argentina.
No obstante, lo que me produce una auténtica sublevación es lo del apellido. ¿Cómo se llama la presidenta argentina? Pues según la prensa de todo el mundo, Cristina Kirchner o, en el mejor de los casos, Cristina Fernández de Kirchner. Eso de que las mujeres al casarse pierdan el apellido propio para pasar a tener el del marido es una aberración cultural, similar, por ejemplo, a la del velo, que tiene su origen en esa subordinación al hombre con la que, dicen, hemos nacido… Aquello de la costilla de Adán, y cosas por el estilo, provocan estas cosas. ¡Y luego dicen que el uso del lenguaje no tiene un valor simbólico!
¿Seguirá siendo “de Kirchner” cuando ejerza de presidenta del pueblo argentino o pasará el marido a llamarse “de Fernández”? Seguramente dominará para siempre el apellido del hombre. Ésa es la costumbre y no hay que darle mayor importancia, dirán muchos, incluso puede que la propia afectada. Ahí tenemos otro caso: Hillary Clinton, que empezó manteniendo su propio apellido, Rodham, pero que ya ha sucumbido al muy importante de su marido, el todopoderoso Bill Clinton. Antes no teníamos poder, ahora que empezamos a alcanzarlo, parece que lo conseguimos por ser “señoras de…”. No deja de tener gracia.
Todo nos cuesta tanto que recientemente ha publicado EL PAÍS los resultados de un estudio sobre las mujeres ejecutivas en el que se concluye que “el 30% de las directivas renuncia a su cargo al no poder conciliar trabajo y familia”. En ese estudio se dicen cosas tan preocupantes como que el 22% de las directivas dicen tener en sus maridos “el mayor lastre” de sus carreras. O también que no se discrimina a la mujer sino a la madre, o que una de cada seis europeas desearía trabajar, pero no lo hace por la familia. O la fortaleza que están adquiriendo en Estados Unidos los grupos de mujeres que reivindican la vuelta al hogar.
¿Fracaso del feminismo? No, fracaso del conjunto de la sociedad, porque no se entiende bien la conciliación, ni se cree que éste no es sólo un problema de mujeres, sino también de hombres, y así se produce este desaguisado: las mujeres pierden independencia y la sociedad talento femenino y posibilidades de desarrollo económico. Porque la igualdad entre hombres y mujeres no es sólo un problema de equidad, sino de desarrollo económico de primera magnitud. ¿O es normal que la tasa de inactividad femenina sea 15 puntos superior a la de los hombres en la Unión Europea?
Nos quieren volver al hogar y continuamente salen argumentos que, sutilmente, fomentan el “complejo de culpa” de las madres: ahora está de moda la lactancia materna y hay “talibanes y talibanas de la teta” que les dicen de todo a las mujeres que no dan, porque no quieren o porque no pueden, el pecho a sus hijos. Cuando estamos en condiciones de clonar seres humanos, no hemos sido capaces, por lo visto, de encontrar un sustituto adecuado de la leche materna.
No creo que todo esto sea un fracaso del feminismo, ni de las mujeres que se siguen llamando “señoras de”, incluida la presidenta de Argentina, sino que se trata de un problema cultural insufrible, que nos seguirá produciendo problemas. Cuando los hijos crecen, la vuelta al trabajo resulta casi imposible, y ello sólo conduce a la frustración y al desánimo. Esto del feminismo es como lo del tejido de Penélope: tejer y destejer. Seguiremos tejiendo… y a la presidenta de Argentina la llamaremos Cristina Fernández, y a su marido, Néstor Kirchner de Fernández, y pelearemos porque las mujeres puedan ser madres y autónomas, y por conseguir que los hombres también concilien. Sólo así seremos libres e iguales.
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