Por Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO. Su último libro publicado es «El canto de las sirenas» (EL MUNDO, 19/11/07):
Una medalla o moneda fraccionada cuyas dos partes, al arrojarse al suelo, manifiestan su encaje: eso es lo que en su etimología significa símbolo. De ahí que ese término exprese siempre una alianza que se repone a partir de una escisión previa entre sus piezas fragmentadas.
También debe decirse que el término es preferentemente verbal: significa una acción, un acontecimiento. La acción simbólica se renueva a través de esa alianza que sella una reconciliación.
El símbolo está vivo si imprime su dinámica gestora de acontecimientos en las principales instituciones de la polis. Es una noción que no sólo tiene relevancia en el ámbito del arte, de la arquitectura, de la música y de la religión. Es necesario e insustituible para acercarse también al ámbito cívico-político.
Uno de los grandes errores de las teorías del signo -semióticas o semiológicas- ha consistido en menospreciar esta noción de símbolo sin la cual las realidades estéticas (musicales, arquitectónicas, pictóricas), al igual que las formas de vida religiosa, subsisten sin el amparo de una conceptuación tan exigente como necesaria. Lo mismo debe decirse de las formas políticas y ciudadanas.
Existe un racionalismo estrecho que ha tenido siempre importantes dificultades con la noción de símbolo. Esa noción posee valor cognitivo, pero también fuerza emocional. Debe concebirse en términos existenciales. A una reforma de la razón, en términos de razón fronteriza, se corresponde una redefinición del símbolo como modo analógico e indirecto de expresión y mención de realidades de difícil entendimiento. El misterio del arte, la sutil y elíptica referencia a lo sagrado que es propia de toda religión: todo este inmenso territorio requiere esa noción, rescatada y redefinida.
En pleno proceso irreversible de secularización del poder político y cívico, esa noción de símbolo resulta imprescindible y necesaria. Sólo ella permite expresar, en directa apelación a la emoción y a la inteligencia, ese carácter de comunidad compartida que llamamos nación.
Precisamente lo que define a una comunidad nacional es la espontánea capacidad de generar formas simbólicas vivas que pueden promover acontecimientos. Entiendo por nación, con Ernest Renan, la comunidad que surge de un plebiscito diario, y que posee un amplio y mayoritario consenso. Y cuyo aval lo constituye una historia común en la que se ha revalidado esa alianza que compone la sustancia nacional.
El símbolo es la contraseña que ratifica ese plebiscito cotidiano. Es también la alianza repuesta entre sus partes: la comunidad nacional; la instancia soberana que detenta el poder político. Como sabían Aristóteles y Max Weber, el gran tema de la filosofía política consiste en hacer que la obediencia pueda ser aceptable, o que la coerción pública, sin la cual se hace imposible la convivencia, pueda ser admitida por el sentir mayoritario. Para que ese convenio tenga vigor se requiere la institución simbólica que la expresa y la avala.
Gran Bretaña es el país en el que, a mi modo de ver, debe buscarse inspiración en temas de filosofía política. Gran Bretaña, mucho más que Francia, Italia o Alemania. Desde el corazón de la Edad Media se inicia allí un proceso de representación popular que cuaja y cristaliza en la edad moderna. Se salda la revolución religiosa, antagónica a la monarquía absolutista, con una segunda revolución que trae consigo uno de las más poderosas y persuasivas instituciones simbólicas que una nación haya sabido inspirar: la monarquía constitucional.
Gran Bretaña no padeció el traumático corte revolucionario y republicano francés. Con gran sabiduría política readaptó para nuevos usos la monarquía. No tuvo que fundar en el siglo romántico una nueva nación (como Italia y Alemania); se limitó, una y otra vez, a reajustar, de modo continuista, una historia milenaria.
Recorrer la Historia de Gran Bretaña es, en este sentido, el ejemplo mejor que conozco de un destino manifiesto abocado hacia la voluntad popular y hacia la forma democrática. Pero esa teleología histórica siempre terminó reponiendo la institución simbólica que mejor representa el resultado viviente y activo de ese plebiscito diario nacional británico: la monarquía constitucional, uno de los grandes inventos de ese pueblo sabio en temas de organización cívica y política.
Esa forma monárquica ha permitido, así mismo, aunar comunidades diversas en las épocas imperiales, mantener un nexo con las naciones emancipadas, y sobre todo preservar la unidad en la diversidad de un organismo complejo que incluye países de fuerte personalidad autónoma como Gales, Escocia e Irlanda del Norte.
Cuando pienso en términos sociológicos y políticos en búsqueda de inspiración para nuestra nación española prefiero levantar la mirada en el mapamundi hacia los países del norte de Europa: Gran Bretaña, ante todo; pero también los Países Escandinavos, especialmente Suecia, Dinamarca, Noruega, o bien los Países Bajos: Holanda, Bélgica. Desde todos los puntos de vista de equilibrio social, arbitrio del juego político, forma de convivencia y abundancia de prestaciones son -quizás- esos países los que mejor pueden servir de espejo y de paradigma para nuestra democracia española.
Un país mucho más dominado por fuerzas centrífugas que Gran Bretaña o que España, Bélgica, donde conviven dos comunidades separadas de fuerte hostilidad entre ambas, se mantiene unido en gran medida por la institución monárquica.
La monarquía constitucional me parece un modelo idóneo para un país complejo como el nuestro, en el que siempre hay que hallar una mediación sutil entre la descentralización propia de la monarquía de los Austrias y la tentación galicista de centralismo borbónico en los siglos XVIII y XIX.
Sólo hay un período -en la tortuosa Historia de la nación española- en el que tiene sentido ese sentimiento de orgullo nacional al que algún partido apela: justamente el que corresponde a la gran constitución española, hija del consenso de casi todas las fuerzas políticas y que tiene por institución simbólica viva la monarquía constitucional. Si miramos hacia atrás esa afección se mitiga de forma dramática y trágica. Y no sólo en el terreno político: también en el ámbito cultural, en ciencia, en filosofía, en arte, en literatura, en música.
Ese natural simbólico de la monarquía constitucional no significa que la institución monárquica tenga que ser ajena a hechos y eventos, o que deba estar ausente de los grandes acontecimientos; muy al contrario, el Monarca es responsable de intervenciones puntuales (pero siempre decisivas).
Podría decirse que el poder soberano que ejerce el Monarca se aviene bien con la figura retórica de la metonimia, que sugiere la gestación de efectos -reales, decisivos, físicos- a partir de una causa ausente, operativa en su necesaria lejanía. Es importante que sólo en ocasiones señaladas tenga sentido la comparecencia en primer plano del Monarca. Por ejemplo, en asuntos de importancia ineludible en nuestras relaciones internacionales. O en aquellas circunstancias en que puede advertirse lesión al núcleo mismo de nuestra vertebración nacional, sea por agresión extranjera o por emergencia de fuerzas centrípetas poderosas de carácter insoportable.
Pero es absurdo exigir del Monarca una participación en asuntos domésticos que el propio juego político puede perfectamente encauzar. Implicarle en ese juego es, sencillamente, deshonesto. Los peores abogados de la nación española son, muchas veces, aquéllos que se creen sus únicos defensores, y que tildan de traidores a quienes no comulgan con su estrecho dogma patriótico.
Pienso que es legítimo y necesario que se hable y discuta en España sobre la forma política, o sobre dilemas y alternativas como la república federal, o la república presidencialista. Pero considero innecesario -o sencillamente insensato y loco- cuestionar lo que ha mostrado y demostrado una operatividad fuera de toda sospecha y duda.
Me parece frívolo, carente de hondura y falto de sentido común todo discurso que con el fin de preservar las convicciones de quien lo detenta habla de un necesario cuestionamiento, a plazo medio o largo, de la forma monárquica. Quienes se expresan en esos términos me recuerdan la figura sartreana de la «mala fe»: quieren poner a resguardo su propia alma (republicana), y transigen a corto plazo con la monarquía (por «pragmatismo», según dicen).
Pero todavía más nefasta me parece la actitud de quienes quieren apropiarse en forma de monopolio partidista de una supuesta defensa de la monarquía y de la nación, en olvido de que ambas responden al más amplio consenso alcanzado en este país en muchos siglos.
Si algo mantiene puentes y redes viarias entre el poder de coerción que detentan los partidos políticos y el sentir cívico de la mayoría en esta España constitucional y democrática es justamente la institución monárquica.
Al razonamiento que puede promoverse para abogar por su perfecta legitimidad e idoneidad debe añadirse un argumento negativo: la referencia a la pésima experiencia republicana en España, tanto en la Primera como en la Segunda República.
Manuel Azaña, de una forma extremadamente irresponsable, arruinó el rumbo de la Segunda República al refugiarse en una presidencia de la República desde la cual fue incapaz de encauzar las fuerzas hostiles desatadas en la nación española; dejaba las riendas gubernamentales en manos del más endeble e inepto de los jefes de gobierno, Casares Quiroga, en lugar de asumir él mismo, como era su deber, la jefatura del Frente Popular.
Debe también argüirse a favor de la institución monárquica el poderoso refrendo emocional, afectivo, que la personificación de la institución produce. A los argumentos racionales debe añadirse esa importante plusvalía. La figura del monarca es, en el caso actual, pero también en la previsión de la figura que puede sucederle, de una popularidad extraordinaria.
Como sabían los griegos, inventores de la democracia, es importante el ejercicio de la voluntad popular plasmada en leyes con el fin de modificar las que se han vuelto inoperantes. Pero tal como se puede escuchar en los coros de algunas de las grandes tragedias de Esquilo y Sófocles, ese ejercicio de la soberanía popular se pone de manifiesto sobre todo en el compromiso asumido por mantener vigentes y sin revisión aquellas leyes que han demostrado su operatividad, su vigencia y su utilidad pública. Debe conservarse lo que merece ser conservado; lo que ha dado pruebas de su eficacia y valor cívico-político. Sería una trágica insensatez política, un acto de máxima frivolidad, y una peligrosa conjura de nuestros peores demonios la idea de revisar uno de los más sólidos pilares de nuestro sistema político: la Monarquía constitucional.
Una medalla o moneda fraccionada cuyas dos partes, al arrojarse al suelo, manifiestan su encaje: eso es lo que en su etimología significa símbolo. De ahí que ese término exprese siempre una alianza que se repone a partir de una escisión previa entre sus piezas fragmentadas.
También debe decirse que el término es preferentemente verbal: significa una acción, un acontecimiento. La acción simbólica se renueva a través de esa alianza que sella una reconciliación.
El símbolo está vivo si imprime su dinámica gestora de acontecimientos en las principales instituciones de la polis. Es una noción que no sólo tiene relevancia en el ámbito del arte, de la arquitectura, de la música y de la religión. Es necesario e insustituible para acercarse también al ámbito cívico-político.
Uno de los grandes errores de las teorías del signo -semióticas o semiológicas- ha consistido en menospreciar esta noción de símbolo sin la cual las realidades estéticas (musicales, arquitectónicas, pictóricas), al igual que las formas de vida religiosa, subsisten sin el amparo de una conceptuación tan exigente como necesaria. Lo mismo debe decirse de las formas políticas y ciudadanas.
Existe un racionalismo estrecho que ha tenido siempre importantes dificultades con la noción de símbolo. Esa noción posee valor cognitivo, pero también fuerza emocional. Debe concebirse en términos existenciales. A una reforma de la razón, en términos de razón fronteriza, se corresponde una redefinición del símbolo como modo analógico e indirecto de expresión y mención de realidades de difícil entendimiento. El misterio del arte, la sutil y elíptica referencia a lo sagrado que es propia de toda religión: todo este inmenso territorio requiere esa noción, rescatada y redefinida.
En pleno proceso irreversible de secularización del poder político y cívico, esa noción de símbolo resulta imprescindible y necesaria. Sólo ella permite expresar, en directa apelación a la emoción y a la inteligencia, ese carácter de comunidad compartida que llamamos nación.
Precisamente lo que define a una comunidad nacional es la espontánea capacidad de generar formas simbólicas vivas que pueden promover acontecimientos. Entiendo por nación, con Ernest Renan, la comunidad que surge de un plebiscito diario, y que posee un amplio y mayoritario consenso. Y cuyo aval lo constituye una historia común en la que se ha revalidado esa alianza que compone la sustancia nacional.
El símbolo es la contraseña que ratifica ese plebiscito cotidiano. Es también la alianza repuesta entre sus partes: la comunidad nacional; la instancia soberana que detenta el poder político. Como sabían Aristóteles y Max Weber, el gran tema de la filosofía política consiste en hacer que la obediencia pueda ser aceptable, o que la coerción pública, sin la cual se hace imposible la convivencia, pueda ser admitida por el sentir mayoritario. Para que ese convenio tenga vigor se requiere la institución simbólica que la expresa y la avala.
Gran Bretaña es el país en el que, a mi modo de ver, debe buscarse inspiración en temas de filosofía política. Gran Bretaña, mucho más que Francia, Italia o Alemania. Desde el corazón de la Edad Media se inicia allí un proceso de representación popular que cuaja y cristaliza en la edad moderna. Se salda la revolución religiosa, antagónica a la monarquía absolutista, con una segunda revolución que trae consigo uno de las más poderosas y persuasivas instituciones simbólicas que una nación haya sabido inspirar: la monarquía constitucional.
Gran Bretaña no padeció el traumático corte revolucionario y republicano francés. Con gran sabiduría política readaptó para nuevos usos la monarquía. No tuvo que fundar en el siglo romántico una nueva nación (como Italia y Alemania); se limitó, una y otra vez, a reajustar, de modo continuista, una historia milenaria.
Recorrer la Historia de Gran Bretaña es, en este sentido, el ejemplo mejor que conozco de un destino manifiesto abocado hacia la voluntad popular y hacia la forma democrática. Pero esa teleología histórica siempre terminó reponiendo la institución simbólica que mejor representa el resultado viviente y activo de ese plebiscito diario nacional británico: la monarquía constitucional, uno de los grandes inventos de ese pueblo sabio en temas de organización cívica y política.
Esa forma monárquica ha permitido, así mismo, aunar comunidades diversas en las épocas imperiales, mantener un nexo con las naciones emancipadas, y sobre todo preservar la unidad en la diversidad de un organismo complejo que incluye países de fuerte personalidad autónoma como Gales, Escocia e Irlanda del Norte.
Cuando pienso en términos sociológicos y políticos en búsqueda de inspiración para nuestra nación española prefiero levantar la mirada en el mapamundi hacia los países del norte de Europa: Gran Bretaña, ante todo; pero también los Países Escandinavos, especialmente Suecia, Dinamarca, Noruega, o bien los Países Bajos: Holanda, Bélgica. Desde todos los puntos de vista de equilibrio social, arbitrio del juego político, forma de convivencia y abundancia de prestaciones son -quizás- esos países los que mejor pueden servir de espejo y de paradigma para nuestra democracia española.
Un país mucho más dominado por fuerzas centrífugas que Gran Bretaña o que España, Bélgica, donde conviven dos comunidades separadas de fuerte hostilidad entre ambas, se mantiene unido en gran medida por la institución monárquica.
La monarquía constitucional me parece un modelo idóneo para un país complejo como el nuestro, en el que siempre hay que hallar una mediación sutil entre la descentralización propia de la monarquía de los Austrias y la tentación galicista de centralismo borbónico en los siglos XVIII y XIX.
Sólo hay un período -en la tortuosa Historia de la nación española- en el que tiene sentido ese sentimiento de orgullo nacional al que algún partido apela: justamente el que corresponde a la gran constitución española, hija del consenso de casi todas las fuerzas políticas y que tiene por institución simbólica viva la monarquía constitucional. Si miramos hacia atrás esa afección se mitiga de forma dramática y trágica. Y no sólo en el terreno político: también en el ámbito cultural, en ciencia, en filosofía, en arte, en literatura, en música.
Ese natural simbólico de la monarquía constitucional no significa que la institución monárquica tenga que ser ajena a hechos y eventos, o que deba estar ausente de los grandes acontecimientos; muy al contrario, el Monarca es responsable de intervenciones puntuales (pero siempre decisivas).
Podría decirse que el poder soberano que ejerce el Monarca se aviene bien con la figura retórica de la metonimia, que sugiere la gestación de efectos -reales, decisivos, físicos- a partir de una causa ausente, operativa en su necesaria lejanía. Es importante que sólo en ocasiones señaladas tenga sentido la comparecencia en primer plano del Monarca. Por ejemplo, en asuntos de importancia ineludible en nuestras relaciones internacionales. O en aquellas circunstancias en que puede advertirse lesión al núcleo mismo de nuestra vertebración nacional, sea por agresión extranjera o por emergencia de fuerzas centrípetas poderosas de carácter insoportable.
Pero es absurdo exigir del Monarca una participación en asuntos domésticos que el propio juego político puede perfectamente encauzar. Implicarle en ese juego es, sencillamente, deshonesto. Los peores abogados de la nación española son, muchas veces, aquéllos que se creen sus únicos defensores, y que tildan de traidores a quienes no comulgan con su estrecho dogma patriótico.
Pienso que es legítimo y necesario que se hable y discuta en España sobre la forma política, o sobre dilemas y alternativas como la república federal, o la república presidencialista. Pero considero innecesario -o sencillamente insensato y loco- cuestionar lo que ha mostrado y demostrado una operatividad fuera de toda sospecha y duda.
Me parece frívolo, carente de hondura y falto de sentido común todo discurso que con el fin de preservar las convicciones de quien lo detenta habla de un necesario cuestionamiento, a plazo medio o largo, de la forma monárquica. Quienes se expresan en esos términos me recuerdan la figura sartreana de la «mala fe»: quieren poner a resguardo su propia alma (republicana), y transigen a corto plazo con la monarquía (por «pragmatismo», según dicen).
Pero todavía más nefasta me parece la actitud de quienes quieren apropiarse en forma de monopolio partidista de una supuesta defensa de la monarquía y de la nación, en olvido de que ambas responden al más amplio consenso alcanzado en este país en muchos siglos.
Si algo mantiene puentes y redes viarias entre el poder de coerción que detentan los partidos políticos y el sentir cívico de la mayoría en esta España constitucional y democrática es justamente la institución monárquica.
Al razonamiento que puede promoverse para abogar por su perfecta legitimidad e idoneidad debe añadirse un argumento negativo: la referencia a la pésima experiencia republicana en España, tanto en la Primera como en la Segunda República.
Manuel Azaña, de una forma extremadamente irresponsable, arruinó el rumbo de la Segunda República al refugiarse en una presidencia de la República desde la cual fue incapaz de encauzar las fuerzas hostiles desatadas en la nación española; dejaba las riendas gubernamentales en manos del más endeble e inepto de los jefes de gobierno, Casares Quiroga, en lugar de asumir él mismo, como era su deber, la jefatura del Frente Popular.
Debe también argüirse a favor de la institución monárquica el poderoso refrendo emocional, afectivo, que la personificación de la institución produce. A los argumentos racionales debe añadirse esa importante plusvalía. La figura del monarca es, en el caso actual, pero también en la previsión de la figura que puede sucederle, de una popularidad extraordinaria.
Como sabían los griegos, inventores de la democracia, es importante el ejercicio de la voluntad popular plasmada en leyes con el fin de modificar las que se han vuelto inoperantes. Pero tal como se puede escuchar en los coros de algunas de las grandes tragedias de Esquilo y Sófocles, ese ejercicio de la soberanía popular se pone de manifiesto sobre todo en el compromiso asumido por mantener vigentes y sin revisión aquellas leyes que han demostrado su operatividad, su vigencia y su utilidad pública. Debe conservarse lo que merece ser conservado; lo que ha dado pruebas de su eficacia y valor cívico-político. Sería una trágica insensatez política, un acto de máxima frivolidad, y una peligrosa conjura de nuestros peores demonios la idea de revisar uno de los más sólidos pilares de nuestro sistema político: la Monarquía constitucional.
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