Por Javier Rupérez, embajador de España (ABC, 04/02/08):
Cuando el productor televisivo americano George Crile publicó en 2003 un libro titulado «La guerra de Charlie Wilson», de tanto éxito que pronto figuró en la lista de los libros más vendidos del «New York Times», muchos de sus lectores creyeron se trataba de una ingeniosa novela de aventuras. No pudieron combinar la veracidad de la historia con su verosimilitud -como tantas veces ocurre con los relatos de espionaje- y ahora que el libro se ha convertido en una película con el mismo título, y a pesar del aviso introductorio de que se trata de un relato basado en hechos reales, es posible que algunos de los espectadores piensen también que se trata sólo de una de las fantasías a las que Hollywood nos tiene acostumbrados. Y en verdad la historia tiene tanto de real como de increíble y describe la participación decisiva de un anónimo miembro republicano por Texas de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos en la ayuda que la CIA prestó a los afganos en su lucha contra los soviéticos durante la década que estos ocuparon el país. El político americano, sobre todo conocido en Washington por el carácter escandaloso de muchas de sus peripecias, se llamaba y se llama -aunque lleve ya años retirado de la vida política- Charlie Wilson.
El trasfondo histórico es bien conocido. La URSS invadió Afganistán en diciembre de 1979, estimando que la evolución política interna cobrara características contrarias a los intereses de Moscú. La invasión fue resistida por la población local que, cada vez mejor dotada de armamento sofisticado, se enfrentó a los soviéticos en una guerra insoportable de atrición. Las fuerzas armadas soviéticas se vieron forzadas a abandonar el territorio en 1989, después de sufrir innumerables pérdidas en una decisión que guardaba mucho paralelismo con el abandono de Vietnam por los americanos en 1975 -de ahí el regocijo de Washington y de sus aliados- y que pocos meses después tendría una wagneriana coda en la desaparición de la misma URSS. Afganistán había sido la puntilla del imperio oriental.
La narración de las aventuras de Wilson añade importantes elementos a la historia. Uno, fascinante, describe los meandros del Congreso americano a principios de la década de los 90. Dos, sitúa la dimensión real de lo ocurrido en Afganistán: es la CIA, ayudada por sus aliados en el interior del sistema, entre ellos Charlie Wilson, la que suministra las armas, financia su adquisición, instruye de su manejo y planifica su utilización. Y tres, es la guerra que Charlie y la CIA pelean, y ganan, contra los soviéticos la que concede vuelos al fundamentalismo islámico. La lucha contra los infieles soviéticos en nombre de Allah congrega a miles de mujahidines de diversas partes del mundo. El final de la guerra les encuentra satisfechos y armados. La jihad de los tiempos modernos había comenzado.
Es este último aspecto el que mueve a reflexión, en sus complejidades y paradojas. El Afganistán que liberan los americanos se convertiría pocos meses después en el nido de radicales islamistas que, bajo el amparo de los talibanes locales, lanzaron contra los Estados Unidos una cruzada sin contemplaciones, ferozmente representada en los ataques terroristas contra Nueva York y Washington en septiembre de 2001. Crile recuerda que los mismos jefes tribales afganos con los que Charlie contó en la lucha contra los soviéticos fueron poco después subordinados de Bin Laden, en los mismos rincones de la frontera afgano-paquistaní que el político americano tan a menudo había visitado. La derrota de los soviéticos en Afganistán habría cobrado inesperadamente un imprevisto efecto boomerang. La desaparición del «imperio del mal», en expresión de Reagan parecía cobrarse un pesado precio en sangre, odio e inestabilidad.
No era la primera vez que los Estados Unidos debían enfrentarse a las consecuencias paradójicas y negativas de sus propias decisiones. En 1953, y con los británicos, habían favorecido el derrocamiento de Mossadeq en Irán para reforzar el poder de su aliado el Sha Reza Mohamed Pahlevi al que a su vez dejaron caer del trono en 1979 para dar paso a la llegada de Jomeini, inmediatamente convertido en portavoz del más radical de los antiamericanismos y protagonista del ignominioso secuestro de los miembros de la embajada americana en Teherán desde noviembre de aquel mismo año hasta comienzos del año 81.
La patente animosidad iraní llevo al alineamiento de Washington con el Irak de Saddam Hussein y contra el Irán de los ayatollah durante la sangrienta y nada concluyente guerra de las ciudades entre 1980 y 1988. No hace falta explicar cómo acabaron las relaciones entre Washington y su ocasional aliado.
Los ejemplos podrían multiplicarse, y referidos no sólo a los Estados Unidos o a la política internacional. Las decisiones políticas no suelen tomarse con el espíritu del buen jugador de ajedrez, capaz de prever con suficiente antelación las consecuencias de sus movimientos. Por el contrario, suelen obedecer a urgencias del momento, inspiradas por necesidades circunstanciales y calculadas para producir un efecto a muy corto plazo. Que es el que suele regir el ritmo de la vida pública.
Como tantas veces ocurre en la vida del común de los mortales, la inmediatez de los resultados no deja de tener su mérito.
Nadie que no sea Putin lamenta la desaparición de la Unión Soviética. Nadie, ni siquiera Chirac, lamenta la desaparición de Saddam Hussein. Pero, ¿fue prudente facilitar la implantación en Irán del fundamentalismo chiíta jomeneista? ¿Pudo prever la CIA que tras los soviéticos llegarían los talibanes? ¿Sabía Washington que su apoyo al Saddam Hussein anti irani le convencería de que podía ocupar Kuwait sin pagar precio alguno?
Son raros los humanos con capacidades proféticas y pocos -con la excepción de Kasparov- los jugadores de ajedrez que se dedican a la política. Macbeth mantenía que «la vida… es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, sin ningún significado»: Las diversas guerras de Charlie en las que podríamos pensar, con su absurda concatenación de resultados, son un buen ejemplo de ello.
Pero el cuento de Charlie Wilson, lleno de ruido y de furia y de otras cosas que en la película tienen su espléndida plasmación gráfica en Julia Roberts, ofrece algunas aplicaciones prácticas. Sepamos aplicar el coraje de las convicciones -como brillantemente hace el congresista americano- con la exigible lucidez a la hora de calcular las consecuencias de nuestros actos. Es bueno recordarlo en año electoral. Y aunque no lo fuera, practiquemos la exigencia de trasparencia y contabilidad en las decisiones de los responsables políticos. Charlie Wilson, el bueno de Charlie, es el acabado modelo de lo contrario: dicharachero, simpático, acomodaticio, guiado por buenas intenciones y dado a la práctica de cualquier chanchullo para conseguir sus objetivos y, bajo el paraguas de la clandestinidad, no tener que enfrentarse con el exigente tribunal de la opinión publica para dar cuenta de sus actos.
Somos muchos los que contemplamos con rabia e impotencia la invasión soviética de Afganistán y nos alegramos infinito de la derrota terminal de los soviéticos. Aunque entonces no supiéramos que Charlie Wilson habia contribuido decisivamente a ella.Pero ese aspecto de aprendiz de brujo que cobra la historia posterior al propiciar la multiplicación de la vesania terrorista por parte de los antiguos aliados no deja de producir desazón. Y hay todavía mucho aprendiz de brujo por ahí suelto. Que además no tienen la relativa ventaja de trabajar con Philip Seymour Hoffman como agente de los servicios de espionaje americanos.
Por cierto, no se pierdan la peli. Es estupenda.
Cuando el productor televisivo americano George Crile publicó en 2003 un libro titulado «La guerra de Charlie Wilson», de tanto éxito que pronto figuró en la lista de los libros más vendidos del «New York Times», muchos de sus lectores creyeron se trataba de una ingeniosa novela de aventuras. No pudieron combinar la veracidad de la historia con su verosimilitud -como tantas veces ocurre con los relatos de espionaje- y ahora que el libro se ha convertido en una película con el mismo título, y a pesar del aviso introductorio de que se trata de un relato basado en hechos reales, es posible que algunos de los espectadores piensen también que se trata sólo de una de las fantasías a las que Hollywood nos tiene acostumbrados. Y en verdad la historia tiene tanto de real como de increíble y describe la participación decisiva de un anónimo miembro republicano por Texas de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos en la ayuda que la CIA prestó a los afganos en su lucha contra los soviéticos durante la década que estos ocuparon el país. El político americano, sobre todo conocido en Washington por el carácter escandaloso de muchas de sus peripecias, se llamaba y se llama -aunque lleve ya años retirado de la vida política- Charlie Wilson.
El trasfondo histórico es bien conocido. La URSS invadió Afganistán en diciembre de 1979, estimando que la evolución política interna cobrara características contrarias a los intereses de Moscú. La invasión fue resistida por la población local que, cada vez mejor dotada de armamento sofisticado, se enfrentó a los soviéticos en una guerra insoportable de atrición. Las fuerzas armadas soviéticas se vieron forzadas a abandonar el territorio en 1989, después de sufrir innumerables pérdidas en una decisión que guardaba mucho paralelismo con el abandono de Vietnam por los americanos en 1975 -de ahí el regocijo de Washington y de sus aliados- y que pocos meses después tendría una wagneriana coda en la desaparición de la misma URSS. Afganistán había sido la puntilla del imperio oriental.
La narración de las aventuras de Wilson añade importantes elementos a la historia. Uno, fascinante, describe los meandros del Congreso americano a principios de la década de los 90. Dos, sitúa la dimensión real de lo ocurrido en Afganistán: es la CIA, ayudada por sus aliados en el interior del sistema, entre ellos Charlie Wilson, la que suministra las armas, financia su adquisición, instruye de su manejo y planifica su utilización. Y tres, es la guerra que Charlie y la CIA pelean, y ganan, contra los soviéticos la que concede vuelos al fundamentalismo islámico. La lucha contra los infieles soviéticos en nombre de Allah congrega a miles de mujahidines de diversas partes del mundo. El final de la guerra les encuentra satisfechos y armados. La jihad de los tiempos modernos había comenzado.
Es este último aspecto el que mueve a reflexión, en sus complejidades y paradojas. El Afganistán que liberan los americanos se convertiría pocos meses después en el nido de radicales islamistas que, bajo el amparo de los talibanes locales, lanzaron contra los Estados Unidos una cruzada sin contemplaciones, ferozmente representada en los ataques terroristas contra Nueva York y Washington en septiembre de 2001. Crile recuerda que los mismos jefes tribales afganos con los que Charlie contó en la lucha contra los soviéticos fueron poco después subordinados de Bin Laden, en los mismos rincones de la frontera afgano-paquistaní que el político americano tan a menudo había visitado. La derrota de los soviéticos en Afganistán habría cobrado inesperadamente un imprevisto efecto boomerang. La desaparición del «imperio del mal», en expresión de Reagan parecía cobrarse un pesado precio en sangre, odio e inestabilidad.
No era la primera vez que los Estados Unidos debían enfrentarse a las consecuencias paradójicas y negativas de sus propias decisiones. En 1953, y con los británicos, habían favorecido el derrocamiento de Mossadeq en Irán para reforzar el poder de su aliado el Sha Reza Mohamed Pahlevi al que a su vez dejaron caer del trono en 1979 para dar paso a la llegada de Jomeini, inmediatamente convertido en portavoz del más radical de los antiamericanismos y protagonista del ignominioso secuestro de los miembros de la embajada americana en Teherán desde noviembre de aquel mismo año hasta comienzos del año 81.
La patente animosidad iraní llevo al alineamiento de Washington con el Irak de Saddam Hussein y contra el Irán de los ayatollah durante la sangrienta y nada concluyente guerra de las ciudades entre 1980 y 1988. No hace falta explicar cómo acabaron las relaciones entre Washington y su ocasional aliado.
Los ejemplos podrían multiplicarse, y referidos no sólo a los Estados Unidos o a la política internacional. Las decisiones políticas no suelen tomarse con el espíritu del buen jugador de ajedrez, capaz de prever con suficiente antelación las consecuencias de sus movimientos. Por el contrario, suelen obedecer a urgencias del momento, inspiradas por necesidades circunstanciales y calculadas para producir un efecto a muy corto plazo. Que es el que suele regir el ritmo de la vida pública.
Como tantas veces ocurre en la vida del común de los mortales, la inmediatez de los resultados no deja de tener su mérito.
Nadie que no sea Putin lamenta la desaparición de la Unión Soviética. Nadie, ni siquiera Chirac, lamenta la desaparición de Saddam Hussein. Pero, ¿fue prudente facilitar la implantación en Irán del fundamentalismo chiíta jomeneista? ¿Pudo prever la CIA que tras los soviéticos llegarían los talibanes? ¿Sabía Washington que su apoyo al Saddam Hussein anti irani le convencería de que podía ocupar Kuwait sin pagar precio alguno?
Son raros los humanos con capacidades proféticas y pocos -con la excepción de Kasparov- los jugadores de ajedrez que se dedican a la política. Macbeth mantenía que «la vida… es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, sin ningún significado»: Las diversas guerras de Charlie en las que podríamos pensar, con su absurda concatenación de resultados, son un buen ejemplo de ello.
Pero el cuento de Charlie Wilson, lleno de ruido y de furia y de otras cosas que en la película tienen su espléndida plasmación gráfica en Julia Roberts, ofrece algunas aplicaciones prácticas. Sepamos aplicar el coraje de las convicciones -como brillantemente hace el congresista americano- con la exigible lucidez a la hora de calcular las consecuencias de nuestros actos. Es bueno recordarlo en año electoral. Y aunque no lo fuera, practiquemos la exigencia de trasparencia y contabilidad en las decisiones de los responsables políticos. Charlie Wilson, el bueno de Charlie, es el acabado modelo de lo contrario: dicharachero, simpático, acomodaticio, guiado por buenas intenciones y dado a la práctica de cualquier chanchullo para conseguir sus objetivos y, bajo el paraguas de la clandestinidad, no tener que enfrentarse con el exigente tribunal de la opinión publica para dar cuenta de sus actos.
Somos muchos los que contemplamos con rabia e impotencia la invasión soviética de Afganistán y nos alegramos infinito de la derrota terminal de los soviéticos. Aunque entonces no supiéramos que Charlie Wilson habia contribuido decisivamente a ella.Pero ese aspecto de aprendiz de brujo que cobra la historia posterior al propiciar la multiplicación de la vesania terrorista por parte de los antiguos aliados no deja de producir desazón. Y hay todavía mucho aprendiz de brujo por ahí suelto. Que además no tienen la relativa ventaja de trabajar con Philip Seymour Hoffman como agente de los servicios de espionaje americanos.
Por cierto, no se pierdan la peli. Es estupenda.
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