Por Ramón Plandiura, abogado y profesor de la UPF (EL PERIÓDICO, 04/02/08):
Seguramente lo que le conviene a la escuela es que no se la remueva demasiado. Es claro que su margen de progreso es todavía bastante alto si hacemos caso de indicadores y resultados, pero no tanto que esa mejora tenga que venir de la mano de un saqueo demasiado fuerte. Lo que necesita la escuela es algo de sosiego, que sus actores puedan realizar con condiciones y tranquilidad su trabajo y que los poderes públicos aseguren que esto sea así. El buen funcionamiento del sistema, más allá de grandes proclamas y del simbolismo de las grandes leyes, depende del acierto de medidas menos solemnes, de las políticas de proximidad, también de actitudes y valores.
Bastante complicado es ya el trabajo de enseñar y aprender para que encima le carguemos todas las ocurrencias. Las escuelas son unas instituciones muy complejas, que tienen como eje central a niños y jóvenes en proceso de formación, que reúnen para ello a profesionales de perfiles y sensibilidades muy diversas, que intervienen además en esferas compartidas con familias generalmente todavía más diversas, con sus prioridades educativas y modos de entender el mundo y las cosas.
LAS ESCUELAS, a menudo en un mismo espacio y en un mismo tiempo y, en cualquier caso, en una misma acción de educar, tienen que saber armonizar todos estos colectivos y todas estas personas. De ahí la importancia –y mucho más cuanto más plural es la escuela– de construir referentes comunes, de fortalecer los derechos colectivos, de saber dar un plus de valor a lo que es de todos y que puede acabar siendo de nadie, de extremar el cuidado por aquellas pautas de comportamiento que aseguran el funcionamiento regular de la institución.
Para hacerlo posible, las escuelas necesitan la cooperación de sus diversos estamentos y el trabajo de todos sus órganos, pero también unos equipos directivos capaces y predispuestos que aseguren que la organización funciona, que los proyectos de los centros se ponen en marcha, que las perturbaciones inherentes a comunidades tan complejas son las razonables y no se enquistan, que los límites están para cumplirse. Es un lugar común que la dirección de los centros, especialmente los públicos, es una de las cuestiones peor resueltas del sistema. No es fácil conformar equipos directivos que quieran serlo y que conozcan el oficio, ni es fácil observar un estímulo y un apoyo de la Administración lo bastante eficaz y claro hacia los mismos. Un sistema no puede ir lo bastante bien si sus puestos de máxima responsabilidad, como son las direcciones de los centros, con tanta frecuencia no se encuentran candidatos para ocuparlos. ¿Con qué actitud las direcciones nombradas a dedo pueden dirigir así estos centros? ¿Qué otra organización soportaría sin parpadear una situación como esta?
Algún remedio habrá que encontrar para que dejen de ser un problema, aunque se tenga que batallar con la presión de los que quieren traspasar a la escuela fórmulas gerenciales de otros campos sin considerar las específicas dinámicas escolares, o aunque se tope con la tentación de entender que cualquier refuerzo de las direcciones es un acto de agresión incompatible con el funcionamiento democrático de los centros. Las escuelas y sus acciones educativas necesitan también directores con ganas, que dispongan de las suficientes competencias, con más capacidad de decisión y con más obligación de responder, que reciban toda la atención y apoyo posibles para la realización de su función.
Las escuelas deben poder construir un clima propicio para que la acción de educar fructifique, para que pueda asegurarse el máximo progreso a los más atrasados y levantar los techos para aquellos alumnos que pueden seguir unos ritmos más altos de formación y aprendizaje. Esto es fácil de decir, pero hacerlo resulta más difícil, especialmente en aquellas escuelas que reúnen alumnado más diverso y de entornos socioculturales más desfavorecidos, y también con plantillas de profesores más inestables. Con demasiada frecuencia se dice que la dificultad de progresar de unos alumnos acaba marcando el ritmo de progreso de los demás. Invertir esta situación, lograr el máximo desarrollo de unos y otros, hacer compatible inclusión y excelencia, quizá sea uno de los retos más importantes que tienen hoy las escuelas.
Las políticas simples, que prevén extensiones universales de recursos y personas como si el universo de las escuelas y del alumnado fuesen iguales, sirven de bien poco. Las escuelas, una vez dibujados los grandes rasgos del sistema, necesitan medidas que compensen y reequilibren desigualdades, trajes más a medida para cada grupo de alumnos y para la el caso individual de cada alumno.
QUIZÁ convenga no perder de vista que la bondad del sistema se acaba jugando en las distancias cortas, fundamentalmente en las escuelas, en cómo se sepa aprovechar y potenciar las aptitudes y actitudes de sus equipos docentes, en cómo se atine en encontrar el profesor adecuado para cada momento y para cada grupo de alumnos, en el grado de satisfacción con el que unos y otros realicen su labor. Es cierto que la escuela necesita algunos cambios, pero también, ante todo, que estos se propongan y se hagan con criterio y medida. Que de tanto mover la escuela no la acabemos mareando.
Seguramente lo que le conviene a la escuela es que no se la remueva demasiado. Es claro que su margen de progreso es todavía bastante alto si hacemos caso de indicadores y resultados, pero no tanto que esa mejora tenga que venir de la mano de un saqueo demasiado fuerte. Lo que necesita la escuela es algo de sosiego, que sus actores puedan realizar con condiciones y tranquilidad su trabajo y que los poderes públicos aseguren que esto sea así. El buen funcionamiento del sistema, más allá de grandes proclamas y del simbolismo de las grandes leyes, depende del acierto de medidas menos solemnes, de las políticas de proximidad, también de actitudes y valores.
Bastante complicado es ya el trabajo de enseñar y aprender para que encima le carguemos todas las ocurrencias. Las escuelas son unas instituciones muy complejas, que tienen como eje central a niños y jóvenes en proceso de formación, que reúnen para ello a profesionales de perfiles y sensibilidades muy diversas, que intervienen además en esferas compartidas con familias generalmente todavía más diversas, con sus prioridades educativas y modos de entender el mundo y las cosas.
LAS ESCUELAS, a menudo en un mismo espacio y en un mismo tiempo y, en cualquier caso, en una misma acción de educar, tienen que saber armonizar todos estos colectivos y todas estas personas. De ahí la importancia –y mucho más cuanto más plural es la escuela– de construir referentes comunes, de fortalecer los derechos colectivos, de saber dar un plus de valor a lo que es de todos y que puede acabar siendo de nadie, de extremar el cuidado por aquellas pautas de comportamiento que aseguran el funcionamiento regular de la institución.
Para hacerlo posible, las escuelas necesitan la cooperación de sus diversos estamentos y el trabajo de todos sus órganos, pero también unos equipos directivos capaces y predispuestos que aseguren que la organización funciona, que los proyectos de los centros se ponen en marcha, que las perturbaciones inherentes a comunidades tan complejas son las razonables y no se enquistan, que los límites están para cumplirse. Es un lugar común que la dirección de los centros, especialmente los públicos, es una de las cuestiones peor resueltas del sistema. No es fácil conformar equipos directivos que quieran serlo y que conozcan el oficio, ni es fácil observar un estímulo y un apoyo de la Administración lo bastante eficaz y claro hacia los mismos. Un sistema no puede ir lo bastante bien si sus puestos de máxima responsabilidad, como son las direcciones de los centros, con tanta frecuencia no se encuentran candidatos para ocuparlos. ¿Con qué actitud las direcciones nombradas a dedo pueden dirigir así estos centros? ¿Qué otra organización soportaría sin parpadear una situación como esta?
Algún remedio habrá que encontrar para que dejen de ser un problema, aunque se tenga que batallar con la presión de los que quieren traspasar a la escuela fórmulas gerenciales de otros campos sin considerar las específicas dinámicas escolares, o aunque se tope con la tentación de entender que cualquier refuerzo de las direcciones es un acto de agresión incompatible con el funcionamiento democrático de los centros. Las escuelas y sus acciones educativas necesitan también directores con ganas, que dispongan de las suficientes competencias, con más capacidad de decisión y con más obligación de responder, que reciban toda la atención y apoyo posibles para la realización de su función.
Las escuelas deben poder construir un clima propicio para que la acción de educar fructifique, para que pueda asegurarse el máximo progreso a los más atrasados y levantar los techos para aquellos alumnos que pueden seguir unos ritmos más altos de formación y aprendizaje. Esto es fácil de decir, pero hacerlo resulta más difícil, especialmente en aquellas escuelas que reúnen alumnado más diverso y de entornos socioculturales más desfavorecidos, y también con plantillas de profesores más inestables. Con demasiada frecuencia se dice que la dificultad de progresar de unos alumnos acaba marcando el ritmo de progreso de los demás. Invertir esta situación, lograr el máximo desarrollo de unos y otros, hacer compatible inclusión y excelencia, quizá sea uno de los retos más importantes que tienen hoy las escuelas.
Las políticas simples, que prevén extensiones universales de recursos y personas como si el universo de las escuelas y del alumnado fuesen iguales, sirven de bien poco. Las escuelas, una vez dibujados los grandes rasgos del sistema, necesitan medidas que compensen y reequilibren desigualdades, trajes más a medida para cada grupo de alumnos y para la el caso individual de cada alumno.
QUIZÁ convenga no perder de vista que la bondad del sistema se acaba jugando en las distancias cortas, fundamentalmente en las escuelas, en cómo se sepa aprovechar y potenciar las aptitudes y actitudes de sus equipos docentes, en cómo se atine en encontrar el profesor adecuado para cada momento y para cada grupo de alumnos, en el grado de satisfacción con el que unos y otros realicen su labor. Es cierto que la escuela necesita algunos cambios, pero también, ante todo, que estos se propongan y se hagan con criterio y medida. Que de tanto mover la escuela no la acabemos mareando.
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