Por Marcelo Figueras, periodista, escritor y guionista argentino (EL PAÍS, 16/11/07):
1. Ocurrió no hace mucho, durante mi última noche en Ramala. Mi amigo Pasqual Górriz me había invitado a comer en Jerusalén, pero salimos tarde. Eran más de las diez, los checkpoints -los controles militares israelíes- estaban abarrotados de gente que ya regresaba a casa. Transcurría el Ramadán, que conmemora el tiempo en que Mahoma sintió la presencia de Dios y recibió Sus palabras como transistor. Durante ese lapso los musulmanes ayunan el día entero. Mejor no encontrárselos a pleno sol, porque los lleva un humor de mil demonios. Pero de noche, una vez ahítos, pueden ser almas caritativas. De otro modo el camarero de Pronto, el restaurante de Ramala que frecuentábamos, nos habría rechazado cuando volvimos derrotados. Imagino que las tristes figuras del sudamericano y el catalán le habrán inspirado piedad. Si existe un sonido que sensibiliza a los palestinos durante el Ramadán, es el rugir de un estómago vacío.
Regresábamos a casa cuando nos topamos con unos chicos en pleno centro. (El centro de Ramala es más humilde que el más humilde de los pueblos españoles. Y aun así parece Las Vegas al lado de Gaza.) Nos preguntaron si habíamos visto a los soldados. No habíamos visto nada. Más temprano habíamos bromeado, diciendo que el lugar estaba tranquilo al punto de tornarse irreconocible. Ahora la broma volvía vestida de monstruo y dando tarascones.
A eso de las dos decidí acostarme. Todavía no me había dormido cuando escuché el ruido a roto de la metralla.
Seguía despierto a las cinco. La voz del muezzin sobrevolaba el pueblo llamando a la oración, nunca más oportuna.
2. ¿Por qué regresé a Israel y Palestina? Quería ultimar los detalles de un guión que pienso dirigir. Viajé allí por primera vez en septiembre del año 2000, a poco del estallido de la Intifada que detonó Ariel Sharon al exhibirse en la Explanada de las Mezquitas. Hoy Sharon está en coma, conectado a máquinas que respiran por él: un fantasma que sobrevuela el escenario de la tragedia.
Me habían pedido un artículo para una revista. Lo escribí al precio de la temporada más intensa de mi vida, también en compañía de Pasqual, a quien me asignaron como fotógrafo. Aquella vez nos corrieron a golpes, nos gasearon (conservo una de las cápsulas y el jirón de tela avinagrada con que una mujer salvó mis ojos) y nos usaron como blanco en dos ocasiones.
En la primera quedamos atrapados contra una casa derruida. Mi espalda recuerda la vibración de los disparos sobre el muro. Así dicho suena melodramático, pero cuando empieza el sonar el móvil del palestino sobre el que te zambulliste y el hombre responde como si nada, uno asume que esos percances son cosa diaria y flota con la corriente.
La segunda ocurrió cuando viajábamos rumbo a la entrevista con una abogada israelí, defensora de parejas mixtas. De un lado de la ruta había palestinos arrojando piedras. Del otro lado, soldados israelíes disparando M16. Los autos cruzaban igual.
Cuando nos convertimos en cabeza del convoy, me sentí en la montaña rusa. Gritamos como chicos y pasamos entre las balas como patos de feria.
3. Todo se ve más calmo hoy. Las murallas levantadas por Israel para acotar a los palestinos hacen del lugar un laberinto. Cuñas de cemento con aspecto de dientes, jalonadas por torres de control que contribuyen al aspecto atávico. A excepción de los monumentos europeos, nunca vi nada que me remitiese más a una experiencia medieval.
El muro está cruzado por pintadas: Stop the racist wall. Born free. Ghetto stop... Un artista decoró tramos con retratos de gente que hace morisquetas. Esta subversión resulta menos memorable que cierta pintura. Se trata de una Muerte con corona, esto es reinante, que alza una copa en brindis… y sonríe.
El rediseño arquitectónico como arma data de los tiempos del emperador Adriano. Los poderes dominantes derriban edificios para cambiarle el rostro al paisaje y, de paso, negarle al otro entidad y existencia. (Recuerdo la declaración de Golda Meir: “Los palestinos no existen”. Me remite a aquella del dictador Videla, cuando dijo que los desaparecidos eran “simplemente eso: desaparecidos, no están, no son nada”.)
Desde las terrazas de la Ciudad Vieja de Jerusalén, a las que se sube por Habad Road, se accedía a una visión panorámica: la yeshiva, el Domo de la Roca y Al-Aqsa, el Monte de los Olivos en el fondo. Ahora esa visión está arruinada por una construcción casera. El dueño del lugar levantó una choza para vivir durante el mes de Sukkoth, conmemorando el tiempo que el pueblo judío pasó a la intemperie. Tiene su ironía: la devoción que bloquea la vista del resto impidiéndole el plano general, rompiendo su perspectiva.
4. Una tarde Pasqual me lleva a Lifta. Es un pueblo fantasma, colgado de un barranco como el de Serrat. Quedó desierto desde la invasión de 1948. Sólo lo frecuentan los moradores de los asentamientos, esas poblaciones que crecen a velocidad viral y son feas como el cáncer. Esta gente se refresca en la piscina que subsiste al pie del valle. El pozo está lleno de peces de colores. Me fascina el milagro de su supervivencia. Se habituaron a vivir encerrados y con poco, como los palestinos.
Nos quedamos viendo las ramas de un árbol que creció dentro de una casa. Asoman por las ventanas.
5. Esa noche cenamos con Muna. (Que no se llama así, como tampoco Nimrod, que está por aparecer. Los rebauticé porque hablaron como amigos de mi amigo, sin imaginar que acabarían en este diario.) Muna consulta a Pasqual sobre unas clases de fotografía que dicta en la prisión: quiere saber qué tareas encargar a sus estudiantes, busca proyectos que los entusiasmen. Se me ocurre sugerirle que retraten su vida cotidiana, para que la gente de afuera comprenda cómo transcurre su existencia. Por suerte me callo. La gente de afuera no comprendería nunca lo que los presos contarían de hacerme caso. No existe afuera en Palestina.
6. Nimrod nos guía al desierto del Negev. Nacido en Be’er Sheva, donde Abraham abrevó después de una travesía a garganta seca, es hijo de un polaco que escapó del Holocausto y terminó guerreando en Israel. Así como nuestros padres nos muestran los parques de su infancia, el padre de Nimrod lo llevaba al desierto y le decía: “Allí luchamos”.
También Nimrod prestó servicio militar. La cicatriz que le cruza la cara presta testimonio. Cumplía misión entre los palestinos cuando lo descubrieron. La sacó barata: apenas lo rajaron con un cuchillo.
Cansado de matar, se negó a seguir luchando. Fue preso. Al fin le dieron la baja, con la excusa de su inestabilidad mental. El hombre que ya no quiere matar está oficialmente loco para el Estado israelí.
Hoy siente miedo por su país. Discute con Pasqual, cree que cualquier cuestionamiento pone a Israel en peligro de muerte. Cuando se reúne con su familia la batalla se reanuda, porque entonces asume como propia la posición de Pasqual: sus hermanos -que alguna vez fueron de izquierdas- esgrimen hoy un discurso duro, dispuestos a aceptar cualquier cosa (y por cualquier cosa entiéndase soluciones finales) con tal de zanjar el problema.
Nimrod no obtiene paz ni en su casa de París. Su mujer es árabe. Les gustaría tener hijos pero el futuro los perturba: ¿qué será de esos niños descastados, tironeados de aquí y de allá?
Las murallas dividen los pueblos palestinos, pero también seccionan el alma de los israelíes.
7. Viajé allí para cotejar mi historia con la realidad. Trata del amor entre un argentino que busca a sus hijos y una israelí que perdió a su marido. El sentimiento es inoportuno y la relación insensata: él no habla hebreo, ella no habla español. ¿Qué mejor escenario para una relación que apuesta por el entendimiento a pesar de las diferencias?
Ya estoy de regreso en Buenos Aires cuando recibo mail de Pasqual. “¿Recuerdas la noche de los críos en Ramala? Mataron a uno de un disparo, una hora después de que pasamos”.
La Muerte brinda otra vez. Su reinado se extiende a ambos lados del muro.
1. Ocurrió no hace mucho, durante mi última noche en Ramala. Mi amigo Pasqual Górriz me había invitado a comer en Jerusalén, pero salimos tarde. Eran más de las diez, los checkpoints -los controles militares israelíes- estaban abarrotados de gente que ya regresaba a casa. Transcurría el Ramadán, que conmemora el tiempo en que Mahoma sintió la presencia de Dios y recibió Sus palabras como transistor. Durante ese lapso los musulmanes ayunan el día entero. Mejor no encontrárselos a pleno sol, porque los lleva un humor de mil demonios. Pero de noche, una vez ahítos, pueden ser almas caritativas. De otro modo el camarero de Pronto, el restaurante de Ramala que frecuentábamos, nos habría rechazado cuando volvimos derrotados. Imagino que las tristes figuras del sudamericano y el catalán le habrán inspirado piedad. Si existe un sonido que sensibiliza a los palestinos durante el Ramadán, es el rugir de un estómago vacío.
Regresábamos a casa cuando nos topamos con unos chicos en pleno centro. (El centro de Ramala es más humilde que el más humilde de los pueblos españoles. Y aun así parece Las Vegas al lado de Gaza.) Nos preguntaron si habíamos visto a los soldados. No habíamos visto nada. Más temprano habíamos bromeado, diciendo que el lugar estaba tranquilo al punto de tornarse irreconocible. Ahora la broma volvía vestida de monstruo y dando tarascones.
A eso de las dos decidí acostarme. Todavía no me había dormido cuando escuché el ruido a roto de la metralla.
Seguía despierto a las cinco. La voz del muezzin sobrevolaba el pueblo llamando a la oración, nunca más oportuna.
2. ¿Por qué regresé a Israel y Palestina? Quería ultimar los detalles de un guión que pienso dirigir. Viajé allí por primera vez en septiembre del año 2000, a poco del estallido de la Intifada que detonó Ariel Sharon al exhibirse en la Explanada de las Mezquitas. Hoy Sharon está en coma, conectado a máquinas que respiran por él: un fantasma que sobrevuela el escenario de la tragedia.
Me habían pedido un artículo para una revista. Lo escribí al precio de la temporada más intensa de mi vida, también en compañía de Pasqual, a quien me asignaron como fotógrafo. Aquella vez nos corrieron a golpes, nos gasearon (conservo una de las cápsulas y el jirón de tela avinagrada con que una mujer salvó mis ojos) y nos usaron como blanco en dos ocasiones.
En la primera quedamos atrapados contra una casa derruida. Mi espalda recuerda la vibración de los disparos sobre el muro. Así dicho suena melodramático, pero cuando empieza el sonar el móvil del palestino sobre el que te zambulliste y el hombre responde como si nada, uno asume que esos percances son cosa diaria y flota con la corriente.
La segunda ocurrió cuando viajábamos rumbo a la entrevista con una abogada israelí, defensora de parejas mixtas. De un lado de la ruta había palestinos arrojando piedras. Del otro lado, soldados israelíes disparando M16. Los autos cruzaban igual.
Cuando nos convertimos en cabeza del convoy, me sentí en la montaña rusa. Gritamos como chicos y pasamos entre las balas como patos de feria.
3. Todo se ve más calmo hoy. Las murallas levantadas por Israel para acotar a los palestinos hacen del lugar un laberinto. Cuñas de cemento con aspecto de dientes, jalonadas por torres de control que contribuyen al aspecto atávico. A excepción de los monumentos europeos, nunca vi nada que me remitiese más a una experiencia medieval.
El muro está cruzado por pintadas: Stop the racist wall. Born free. Ghetto stop... Un artista decoró tramos con retratos de gente que hace morisquetas. Esta subversión resulta menos memorable que cierta pintura. Se trata de una Muerte con corona, esto es reinante, que alza una copa en brindis… y sonríe.
El rediseño arquitectónico como arma data de los tiempos del emperador Adriano. Los poderes dominantes derriban edificios para cambiarle el rostro al paisaje y, de paso, negarle al otro entidad y existencia. (Recuerdo la declaración de Golda Meir: “Los palestinos no existen”. Me remite a aquella del dictador Videla, cuando dijo que los desaparecidos eran “simplemente eso: desaparecidos, no están, no son nada”.)
Desde las terrazas de la Ciudad Vieja de Jerusalén, a las que se sube por Habad Road, se accedía a una visión panorámica: la yeshiva, el Domo de la Roca y Al-Aqsa, el Monte de los Olivos en el fondo. Ahora esa visión está arruinada por una construcción casera. El dueño del lugar levantó una choza para vivir durante el mes de Sukkoth, conmemorando el tiempo que el pueblo judío pasó a la intemperie. Tiene su ironía: la devoción que bloquea la vista del resto impidiéndole el plano general, rompiendo su perspectiva.
4. Una tarde Pasqual me lleva a Lifta. Es un pueblo fantasma, colgado de un barranco como el de Serrat. Quedó desierto desde la invasión de 1948. Sólo lo frecuentan los moradores de los asentamientos, esas poblaciones que crecen a velocidad viral y son feas como el cáncer. Esta gente se refresca en la piscina que subsiste al pie del valle. El pozo está lleno de peces de colores. Me fascina el milagro de su supervivencia. Se habituaron a vivir encerrados y con poco, como los palestinos.
Nos quedamos viendo las ramas de un árbol que creció dentro de una casa. Asoman por las ventanas.
5. Esa noche cenamos con Muna. (Que no se llama así, como tampoco Nimrod, que está por aparecer. Los rebauticé porque hablaron como amigos de mi amigo, sin imaginar que acabarían en este diario.) Muna consulta a Pasqual sobre unas clases de fotografía que dicta en la prisión: quiere saber qué tareas encargar a sus estudiantes, busca proyectos que los entusiasmen. Se me ocurre sugerirle que retraten su vida cotidiana, para que la gente de afuera comprenda cómo transcurre su existencia. Por suerte me callo. La gente de afuera no comprendería nunca lo que los presos contarían de hacerme caso. No existe afuera en Palestina.
6. Nimrod nos guía al desierto del Negev. Nacido en Be’er Sheva, donde Abraham abrevó después de una travesía a garganta seca, es hijo de un polaco que escapó del Holocausto y terminó guerreando en Israel. Así como nuestros padres nos muestran los parques de su infancia, el padre de Nimrod lo llevaba al desierto y le decía: “Allí luchamos”.
También Nimrod prestó servicio militar. La cicatriz que le cruza la cara presta testimonio. Cumplía misión entre los palestinos cuando lo descubrieron. La sacó barata: apenas lo rajaron con un cuchillo.
Cansado de matar, se negó a seguir luchando. Fue preso. Al fin le dieron la baja, con la excusa de su inestabilidad mental. El hombre que ya no quiere matar está oficialmente loco para el Estado israelí.
Hoy siente miedo por su país. Discute con Pasqual, cree que cualquier cuestionamiento pone a Israel en peligro de muerte. Cuando se reúne con su familia la batalla se reanuda, porque entonces asume como propia la posición de Pasqual: sus hermanos -que alguna vez fueron de izquierdas- esgrimen hoy un discurso duro, dispuestos a aceptar cualquier cosa (y por cualquier cosa entiéndase soluciones finales) con tal de zanjar el problema.
Nimrod no obtiene paz ni en su casa de París. Su mujer es árabe. Les gustaría tener hijos pero el futuro los perturba: ¿qué será de esos niños descastados, tironeados de aquí y de allá?
Las murallas dividen los pueblos palestinos, pero también seccionan el alma de los israelíes.
7. Viajé allí para cotejar mi historia con la realidad. Trata del amor entre un argentino que busca a sus hijos y una israelí que perdió a su marido. El sentimiento es inoportuno y la relación insensata: él no habla hebreo, ella no habla español. ¿Qué mejor escenario para una relación que apuesta por el entendimiento a pesar de las diferencias?
Ya estoy de regreso en Buenos Aires cuando recibo mail de Pasqual. “¿Recuerdas la noche de los críos en Ramala? Mataron a uno de un disparo, una hora después de que pasamos”.
La Muerte brinda otra vez. Su reinado se extiende a ambos lados del muro.
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