Por Joschka Fischer, dirigente del Partido Verde durante casi 20 años, ex ministro de Exteriores y vicecanciller de Alemania de 1998 a 2005. © Project Syndicate / Institute for Human Sciences, 2007. Traducción de Mª Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 16/11/07):
Desde el final de la guerra fría, se han venido abajo barreras de todo tipo y la economía mundial ha cambiado de manera fundamental. Hasta 1989, el mercado mundial comprendía entre 800 y mil millones de personas. Hoy es tres veces mayor, y sigue creciendo. De hecho, estamos presenciando una de las revoluciones más radicales en la historia moderna. La “sociedad de consumo occidental” está pasando de ser un modelo válido para una minoría de la población mundial a ser el modelo económico dominante en el mundo. A mitad de este siglo, sus leyes podrían tal vez regir las vidas de 7.000 millones de personas.
Occidente se ha convertido en el modelo económico del siglo XXI y casi todos los países y regiones tratan de igualarlo a cualquier costa. Cuando el Club de Roma, en los años setenta, dio a conocer su famoso informe sobre Los límites del crecimiento, la reacción fue de inquietud. Sin embargo, a medida que la economía mundial ha seguido creciendo de forma ininterrumpida, las sombrías predicciones del Club de Roma se han convertido, cada vez más, en objeto de ridículo. Y, sin embargo, su análisis fundamental -que vivimos y trabajamos en un ecosistema mundial finito- ha vuelto a convertirse en un tema de actualidad.
Al mundo, hoy, no le preocupan los “límites del crecimiento”, pero cada vez somos conscientes de las consecuencias del crecimiento en el clima y el ecosistema. Por ejemplo, China necesita un crecimiento anual del 10% para mantener controlados sus inmensos problemas económicos, sociales y ecológicos. Eso no tendría nada de particular si China fuera un país como Luxemburgo o Singapur. Pero China tiene 1.300 millones de habitantes. La demanda mundial de energía, materias primas y alimentos depende, cada vez más, del crecimiento de la demanda en China e India, con una población total, entre los dos, de 2.500 millones de personas. La constante subida de los precios de las materias primas, los productos agrarios y la energía refleja ya los temores a que haya escasez en el futuro.
China va camino de sobrepasar a EE UU, este año o el que viene, como máximo emisor mundial de CO2, pese a que sus emisiones per cápita no son más que la quinta parte o menos de las estadounidenses. ¿Qué aspecto tendrá el mundo cuando China reduzca esa diferencia a la mitad? ¿Podrá el ecosistema global absorber todo ese volumen añadido de contaminantes sin que se produzcan cambios importantes en la ecosfera? Es evidente que no. Hace mucho tiempo que se conocen estos datos esenciales, y son muy pocos los que niegan que estamos experimentando un cambio climático cada vez más rápido, provocado por el hombre. Sin embargo, podría llegarse a la conclusión de que lo que necesita el mundo es un cambio de actitud política y psicológica, más que una profunda transformación social y económica. A pesar de toda la retórica grandilocuente, a la hora de la verdad se hace muy poca cosa. Los países emergentes crecen año tras año. EE UU se ha apartado casi por completo de la lucha mundial contra la contaminación y, con su crecimiento descontrolado, consolida su posición como primer contaminante mundial. Lo mismo ocurre con Europa y Japón, aunque a menor escala.
Ante este reto mundial, los países del G-8 han tomado una decisión heroica: los ocho países industrializados más ricos -que son los mayores contaminantes- han prometido “examinar seriamente” la posibilidad de reducir sus emisiones a la mitad antes de 2050. Este heroísmo retórico es como para quedarse sin habla. Está por ver si, para empezar, la UE podrá hacer realidad su promesa de reducir las emisiones de CO2 en un 20-30% antes de 2020.
Pero la solución al problema del cambio climático es muy sencilla. La única posibilidad de mejorar es separar el crecimiento económico del consumo de energía y las emisiones. Tienen que hacerlo los países emergentes y, todavía más, las viejas economías industriales. Dicha separación sólo será posible si abolimos la idea engañosa de que la contaminación es gratis. No podemos seguir subvencionando nuestro crecimiento económico a expensas del medio ambiente. Para acabar con esa idea es preciso crear un mercado de emisiones mundial, un objetivo aún muy lejano. También es necesaria una mayor eficacia energética, lo cual significa disminuir los residuos tanto en la producción como en el consumo de energía. La subida de los precios energéticos ya es un paso en esta dirección. Por último, es necesario un gran adelanto tecnológico y político-económico en favor de la energía renovable, que evite el regreso a la energía nuclear o el carbón. En resumen, tenemos ante nosotros el triple desafío de una nueva revolución industrial verde. La tarea de abordar este desafío global ofrece además una gran oportunidad futura de prosperidad y justicia social que debemos aprovechar.
Por supuesto, a medida que cambiemos las cosas, habrá muchos perdedores poderosos, que no aceptarán su “impotencia” sin presentar batalla. Por ahora, parecen estar saliéndose con la suya, puesto que todo se queda en palabrería, sin que se pase a la acción. Eso es precisamente lo que tiene que cambiar.
Desde el final de la guerra fría, se han venido abajo barreras de todo tipo y la economía mundial ha cambiado de manera fundamental. Hasta 1989, el mercado mundial comprendía entre 800 y mil millones de personas. Hoy es tres veces mayor, y sigue creciendo. De hecho, estamos presenciando una de las revoluciones más radicales en la historia moderna. La “sociedad de consumo occidental” está pasando de ser un modelo válido para una minoría de la población mundial a ser el modelo económico dominante en el mundo. A mitad de este siglo, sus leyes podrían tal vez regir las vidas de 7.000 millones de personas.
Occidente se ha convertido en el modelo económico del siglo XXI y casi todos los países y regiones tratan de igualarlo a cualquier costa. Cuando el Club de Roma, en los años setenta, dio a conocer su famoso informe sobre Los límites del crecimiento, la reacción fue de inquietud. Sin embargo, a medida que la economía mundial ha seguido creciendo de forma ininterrumpida, las sombrías predicciones del Club de Roma se han convertido, cada vez más, en objeto de ridículo. Y, sin embargo, su análisis fundamental -que vivimos y trabajamos en un ecosistema mundial finito- ha vuelto a convertirse en un tema de actualidad.
Al mundo, hoy, no le preocupan los “límites del crecimiento”, pero cada vez somos conscientes de las consecuencias del crecimiento en el clima y el ecosistema. Por ejemplo, China necesita un crecimiento anual del 10% para mantener controlados sus inmensos problemas económicos, sociales y ecológicos. Eso no tendría nada de particular si China fuera un país como Luxemburgo o Singapur. Pero China tiene 1.300 millones de habitantes. La demanda mundial de energía, materias primas y alimentos depende, cada vez más, del crecimiento de la demanda en China e India, con una población total, entre los dos, de 2.500 millones de personas. La constante subida de los precios de las materias primas, los productos agrarios y la energía refleja ya los temores a que haya escasez en el futuro.
China va camino de sobrepasar a EE UU, este año o el que viene, como máximo emisor mundial de CO2, pese a que sus emisiones per cápita no son más que la quinta parte o menos de las estadounidenses. ¿Qué aspecto tendrá el mundo cuando China reduzca esa diferencia a la mitad? ¿Podrá el ecosistema global absorber todo ese volumen añadido de contaminantes sin que se produzcan cambios importantes en la ecosfera? Es evidente que no. Hace mucho tiempo que se conocen estos datos esenciales, y son muy pocos los que niegan que estamos experimentando un cambio climático cada vez más rápido, provocado por el hombre. Sin embargo, podría llegarse a la conclusión de que lo que necesita el mundo es un cambio de actitud política y psicológica, más que una profunda transformación social y económica. A pesar de toda la retórica grandilocuente, a la hora de la verdad se hace muy poca cosa. Los países emergentes crecen año tras año. EE UU se ha apartado casi por completo de la lucha mundial contra la contaminación y, con su crecimiento descontrolado, consolida su posición como primer contaminante mundial. Lo mismo ocurre con Europa y Japón, aunque a menor escala.
Ante este reto mundial, los países del G-8 han tomado una decisión heroica: los ocho países industrializados más ricos -que son los mayores contaminantes- han prometido “examinar seriamente” la posibilidad de reducir sus emisiones a la mitad antes de 2050. Este heroísmo retórico es como para quedarse sin habla. Está por ver si, para empezar, la UE podrá hacer realidad su promesa de reducir las emisiones de CO2 en un 20-30% antes de 2020.
Pero la solución al problema del cambio climático es muy sencilla. La única posibilidad de mejorar es separar el crecimiento económico del consumo de energía y las emisiones. Tienen que hacerlo los países emergentes y, todavía más, las viejas economías industriales. Dicha separación sólo será posible si abolimos la idea engañosa de que la contaminación es gratis. No podemos seguir subvencionando nuestro crecimiento económico a expensas del medio ambiente. Para acabar con esa idea es preciso crear un mercado de emisiones mundial, un objetivo aún muy lejano. También es necesaria una mayor eficacia energética, lo cual significa disminuir los residuos tanto en la producción como en el consumo de energía. La subida de los precios energéticos ya es un paso en esta dirección. Por último, es necesario un gran adelanto tecnológico y político-económico en favor de la energía renovable, que evite el regreso a la energía nuclear o el carbón. En resumen, tenemos ante nosotros el triple desafío de una nueva revolución industrial verde. La tarea de abordar este desafío global ofrece además una gran oportunidad futura de prosperidad y justicia social que debemos aprovechar.
Por supuesto, a medida que cambiemos las cosas, habrá muchos perdedores poderosos, que no aceptarán su “impotencia” sin presentar batalla. Por ahora, parecen estar saliéndose con la suya, puesto que todo se queda en palabrería, sin que se pase a la acción. Eso es precisamente lo que tiene que cambiar.
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