Por Sami Naïr, catedrático de Ciencias Políticas, profesor invitado de la Universidad Carlos III. Traducción de José Luis Sánchez-Silva (EL PAÍS, 26/01/08):
El 31 de diciembre de 2007, en su discurso a la nación francesa, el presidente Sarkozy recurrió a la noción de “política de civilización” para definir el sentido que pretende darle a su acción durante su mandato. Sus consejeros hicieron saber inmediatamente que esa idea provenía del libro que Edgar Morin y yo escribimos en 1997, y cuyo título, Política de civilización, era ya toda una declaración de intenciones. De lo que estoy seguro es de que el presidente Sarkozy no ha tenido el tiempo de dedicarle la atención necesaria a la primera versión del libro, que contenía, en efecto, una crítica muy dura a la globalización liberal y una reflexión sobre la renovación del vínculo social incompatible con la política que su Gobierno está llevando a cabo 10 años después. A no ser que el presidente se haya pasado, como yo desearía, al bando de los poskeynesianos de izquierda en los que se inspiraba el primer capítulo del libro, titulado: “Por una mundialización del bienestar social”, y que escribí yo mismo.
Pero confieso que incluso en ese caso seguiría siendo escéptico sobre la orientación que le va a dar y sobre la utilización que va a hacer de ese concepto. Y es que, no en vano, hay un precedente: el Gobierno también ha recuperado la idea de “codesarrollo”, que elaboré en 1997, y la utiliza hoy por mediación de su ministerio de Inmigración, Identidad francesa y Codesarrollo (!), para llevar a cabo una política migratoria en las antípodas de la que yo preconizaba. Por eso, antes de firmarle a Sarkozy un cheque en blanco, parece prudente recordar algunos principios básicos.
La cuestión de partida que presidía nuestra reflexión era: “¿adónde va nuestro mundo?”. Quien lea la primera versión del libro verá que la respuesta dependía de un análisis del sistema mundial realmente existente. Desde aquella época, la situación se ha agravado considerablemente: 11 de septiembre en Estados Unidos, invasión norteamericana de Iraq, 11 de marzo en Madrid, atentados de Londres, mundialización del terrorismo, interminable tragedia israelo-palestina… Todo eso con el trasfondo del avance de una globalización sin reglas en un contexto de degradación ecológica planetaria.
Tanto en Francia como en Europa, la privatización de los vínculos sociales ligada a esa globalización ha conducido a una crisis sin precedentes de las políticas sociales: la noción de interés general ha sido profundamente erosionada, y los servicios públicos, desmantelados. La idea, civilizada por excelencia, de unos “bienes universales” al margen del mercado, que abarca, entre otros, campos tan sensibles como la educación, la salud, la vivienda y la información libre, ha quedado deslegitimada por la imperiosa prioridad de la “mercantilización”. Todo debe someterse a la sacrosanta ley del dinero y la competencia ciega. El Estado encarna cada vez menos la voluntad general orientada hacia la profundización de la solidaridad, para ser, cada vez más, la imagen de una administración que no cesa de lamentarse de su propia impotencia.
Si la civilización significa, en la más hermosa tradición europea de las Luces, la instauración de un mundo en el que prevalezcan la igualdad de oportunidades y la solidaridad, entonces hay que reconocer que, devorada por un capitalismo sin alma, ésta está sufriendo una crisis profunda.
En su primera conferencia de prensa, el 8 de enero de 2008, el presidente Sarkozy la emprendía contra la deshumanización de las relaciones sociales, el individualismo salvaje y la pérdida de los sentimientos de solidaridad colectiva. Tenía razón. Pero, favoreciendo a ultranza, como ha hecho su Gobierno, la dinámica de privatización del vínculo social, ¿no contribuye a reforzar lo que censura? ¿No llama “reforma” al desmantelamiento de sectores enteros del Estado social? El regalo fiscal otorgado al comienzo de la legislatura (alrededor de 20.000 millones de euros) a ciertas categorías entre las más acomodadas de la población, ¿forma parte de la acción solidaria con los más necesitados?
He de recordar con humildad que una política de civilización digna de tal nombre ha de ser antes una política de ciudadanía justa. E implica grandes políticas públicas, un papel creciente del Estado como vector del bienestar colectivo, y una visión del desarrollo social y territorial basada en la redistribución selectiva de los recursos para instaurar la igualdad de oportunidades y crear las condiciones de una verdadera identidad común. Al dar a su Gobierno una imagen de diversidad a través del nombramiento de varios ministros surgidos de la inmigración (no me pronuncio aquí ni sobre sus cualidades ni sobre su representatividad), el presidente Sarkozy ha hecho avanzar considerablemente las representaciones de los franceses. Hay que reconocerle ese mérito y rendirle homenaje por ese golpe de mano simbólico. Pero la realidad no acompaña.
¿Cuándo verá Francia verdaderas y grandes políticas de integración para los suburbios estigmatizados, los barrios marginados de las ciudades, las zonas urbanas abandonadas del país? Francia es, en ese plano, el país de Europa en el que la situación es más preocupante.
Más aún: ¿una política de civilización no debería afrontar franca y rigurosamente la cuestión del pluralismo confesional? En el discurso que el presidente Sarkozy pronunció ante el Papa en Letrán, el 20 de diciembre de 2007, dio a entender que el laicismo francés constituye actualmente un obstáculo para lo que llamó, sin duda apresuradamente, necesidad de “trascendencia”. Ésta es una senda peligrosa que podría llevarnos, tras más de un siglo de relaciones pacíficas, a una nueva guerra entre el Estado republicano y la Iglesia.
Por supuesto, tanto el fondo religioso cristiano, que afloró en el contexto de los interrogantes sobre la identidad europea, como la nueva presencia del islam por toda Europa ponen a prueba la estabilidad del modelo laico francés. Pero ¿acaso es un motivo para renunciar a él? ¿Y si, por el contrario, ese modelo fuese, más que nunca, la mejor manera de responder a los desafíos que se plantean en nuestros días? ¿O se trata de inventar una nueva “trascendencia” por decreto? En realidad, la idea de un espacio público laico, respetuoso con los creyentes y con los no creyentes, constituye el horizonte infranqueable de la libertad de conciencia en el Estado democrático de derecho y está en el corazón de una política de civilización basada en el respeto a la diversidad y al libre apego a unos valores comunes.
En el plano internacional, resulta por el momento difícil ver lo que significa ese acercamiento a Estados Unidos que ha impulsado Nicolas Sarkozy. Pero ¿abogamos por la paz y la solidaridad cuando nos alineamos con un presidente Bush que no ha dudado en mentir, en derramar sangre, en destruir la nación iraquí atizando una guerra civil atroz y, finalmente, en alimentar la “guerra de civilizaciones” que el terrorismo integrista quiere propagar por todas partes?
Y, por otra parte, si bien es legítimo condenar a un presidente iraní peligrosamente provocativo y rechazar la carrera hacia la energía nuclear de uso militar, ¿contribuimos a favorecer la paz cuando Francia proclama, adelantándose incluso a Washington, una “lógica de guerra” frente a Irán?
¿Dónde está la “política de civilización” en esa visión conflictiva de las relaciones internacionales? Las ideas, no nos cansaremos de repetirlo, no son abstracciones: a menudo se transforman en fuerzas materiales, y por eso su utilización implica un elevado sentido de responsabilidad moral. La reflexión sobre la “política de civilización” no debe ser tergiversada para justificar lo que combate.
El 31 de diciembre de 2007, en su discurso a la nación francesa, el presidente Sarkozy recurrió a la noción de “política de civilización” para definir el sentido que pretende darle a su acción durante su mandato. Sus consejeros hicieron saber inmediatamente que esa idea provenía del libro que Edgar Morin y yo escribimos en 1997, y cuyo título, Política de civilización, era ya toda una declaración de intenciones. De lo que estoy seguro es de que el presidente Sarkozy no ha tenido el tiempo de dedicarle la atención necesaria a la primera versión del libro, que contenía, en efecto, una crítica muy dura a la globalización liberal y una reflexión sobre la renovación del vínculo social incompatible con la política que su Gobierno está llevando a cabo 10 años después. A no ser que el presidente se haya pasado, como yo desearía, al bando de los poskeynesianos de izquierda en los que se inspiraba el primer capítulo del libro, titulado: “Por una mundialización del bienestar social”, y que escribí yo mismo.
Pero confieso que incluso en ese caso seguiría siendo escéptico sobre la orientación que le va a dar y sobre la utilización que va a hacer de ese concepto. Y es que, no en vano, hay un precedente: el Gobierno también ha recuperado la idea de “codesarrollo”, que elaboré en 1997, y la utiliza hoy por mediación de su ministerio de Inmigración, Identidad francesa y Codesarrollo (!), para llevar a cabo una política migratoria en las antípodas de la que yo preconizaba. Por eso, antes de firmarle a Sarkozy un cheque en blanco, parece prudente recordar algunos principios básicos.
La cuestión de partida que presidía nuestra reflexión era: “¿adónde va nuestro mundo?”. Quien lea la primera versión del libro verá que la respuesta dependía de un análisis del sistema mundial realmente existente. Desde aquella época, la situación se ha agravado considerablemente: 11 de septiembre en Estados Unidos, invasión norteamericana de Iraq, 11 de marzo en Madrid, atentados de Londres, mundialización del terrorismo, interminable tragedia israelo-palestina… Todo eso con el trasfondo del avance de una globalización sin reglas en un contexto de degradación ecológica planetaria.
Tanto en Francia como en Europa, la privatización de los vínculos sociales ligada a esa globalización ha conducido a una crisis sin precedentes de las políticas sociales: la noción de interés general ha sido profundamente erosionada, y los servicios públicos, desmantelados. La idea, civilizada por excelencia, de unos “bienes universales” al margen del mercado, que abarca, entre otros, campos tan sensibles como la educación, la salud, la vivienda y la información libre, ha quedado deslegitimada por la imperiosa prioridad de la “mercantilización”. Todo debe someterse a la sacrosanta ley del dinero y la competencia ciega. El Estado encarna cada vez menos la voluntad general orientada hacia la profundización de la solidaridad, para ser, cada vez más, la imagen de una administración que no cesa de lamentarse de su propia impotencia.
Si la civilización significa, en la más hermosa tradición europea de las Luces, la instauración de un mundo en el que prevalezcan la igualdad de oportunidades y la solidaridad, entonces hay que reconocer que, devorada por un capitalismo sin alma, ésta está sufriendo una crisis profunda.
En su primera conferencia de prensa, el 8 de enero de 2008, el presidente Sarkozy la emprendía contra la deshumanización de las relaciones sociales, el individualismo salvaje y la pérdida de los sentimientos de solidaridad colectiva. Tenía razón. Pero, favoreciendo a ultranza, como ha hecho su Gobierno, la dinámica de privatización del vínculo social, ¿no contribuye a reforzar lo que censura? ¿No llama “reforma” al desmantelamiento de sectores enteros del Estado social? El regalo fiscal otorgado al comienzo de la legislatura (alrededor de 20.000 millones de euros) a ciertas categorías entre las más acomodadas de la población, ¿forma parte de la acción solidaria con los más necesitados?
He de recordar con humildad que una política de civilización digna de tal nombre ha de ser antes una política de ciudadanía justa. E implica grandes políticas públicas, un papel creciente del Estado como vector del bienestar colectivo, y una visión del desarrollo social y territorial basada en la redistribución selectiva de los recursos para instaurar la igualdad de oportunidades y crear las condiciones de una verdadera identidad común. Al dar a su Gobierno una imagen de diversidad a través del nombramiento de varios ministros surgidos de la inmigración (no me pronuncio aquí ni sobre sus cualidades ni sobre su representatividad), el presidente Sarkozy ha hecho avanzar considerablemente las representaciones de los franceses. Hay que reconocerle ese mérito y rendirle homenaje por ese golpe de mano simbólico. Pero la realidad no acompaña.
¿Cuándo verá Francia verdaderas y grandes políticas de integración para los suburbios estigmatizados, los barrios marginados de las ciudades, las zonas urbanas abandonadas del país? Francia es, en ese plano, el país de Europa en el que la situación es más preocupante.
Más aún: ¿una política de civilización no debería afrontar franca y rigurosamente la cuestión del pluralismo confesional? En el discurso que el presidente Sarkozy pronunció ante el Papa en Letrán, el 20 de diciembre de 2007, dio a entender que el laicismo francés constituye actualmente un obstáculo para lo que llamó, sin duda apresuradamente, necesidad de “trascendencia”. Ésta es una senda peligrosa que podría llevarnos, tras más de un siglo de relaciones pacíficas, a una nueva guerra entre el Estado republicano y la Iglesia.
Por supuesto, tanto el fondo religioso cristiano, que afloró en el contexto de los interrogantes sobre la identidad europea, como la nueva presencia del islam por toda Europa ponen a prueba la estabilidad del modelo laico francés. Pero ¿acaso es un motivo para renunciar a él? ¿Y si, por el contrario, ese modelo fuese, más que nunca, la mejor manera de responder a los desafíos que se plantean en nuestros días? ¿O se trata de inventar una nueva “trascendencia” por decreto? En realidad, la idea de un espacio público laico, respetuoso con los creyentes y con los no creyentes, constituye el horizonte infranqueable de la libertad de conciencia en el Estado democrático de derecho y está en el corazón de una política de civilización basada en el respeto a la diversidad y al libre apego a unos valores comunes.
En el plano internacional, resulta por el momento difícil ver lo que significa ese acercamiento a Estados Unidos que ha impulsado Nicolas Sarkozy. Pero ¿abogamos por la paz y la solidaridad cuando nos alineamos con un presidente Bush que no ha dudado en mentir, en derramar sangre, en destruir la nación iraquí atizando una guerra civil atroz y, finalmente, en alimentar la “guerra de civilizaciones” que el terrorismo integrista quiere propagar por todas partes?
Y, por otra parte, si bien es legítimo condenar a un presidente iraní peligrosamente provocativo y rechazar la carrera hacia la energía nuclear de uso militar, ¿contribuimos a favorecer la paz cuando Francia proclama, adelantándose incluso a Washington, una “lógica de guerra” frente a Irán?
¿Dónde está la “política de civilización” en esa visión conflictiva de las relaciones internacionales? Las ideas, no nos cansaremos de repetirlo, no son abstracciones: a menudo se transforman en fuerzas materiales, y por eso su utilización implica un elevado sentido de responsabilidad moral. La reflexión sobre la “política de civilización” no debe ser tergiversada para justificar lo que combate.
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