Por Gaspar Llamazares, coordinador general de IU (EL PAÍS, 02/11/07):
El Che sigue levantando pasiones aún hoy. Repasando la prensa de las últimas fechas, con motivo de su aniversario, es evidente que no ha disminuido su capacidad de ser referente, icono, símbolo de un determinado modo de entender el compromiso político y de la adecuación de la vida personal a ese modo de entender la vida pública. Lo peor de estos días, no obstante, es ese empeño de tratar de evaluar una referencia simbólica como la del Che desde parámetros políticos y morales actuales. Y tratar de hacerlo, además, desde una distancia que se presume aséptica en términos políticos.
No es defendible esa presumible neutralidad y lo que se evalúa hoy es también lo que se medía entonces: su actividad revolucionaria. El Che fue ejemplo de integridad política y moral, de denuncia, de consecuencia con unos ideales de emancipación y libertad. Esto es lo sustancial y por eso su figura no se ha empequeñecido con el tiempo. También por eso, en un tiempo de cambio como el que actualmente vive América Latina, el icono del Che sigue siendo enarbolado como estandarte de la emancipación. ¿Por qué molesta esto tanto?
Molesta a los que consideran que las cosas deben seguir igual pese a las evidencias de que el continente latinoamericano sigue siendo el más desigual del mundo en la distribución de riqueza. Y molesta también, y parece que especialmente, a aquellos que han trazado una barrera entre lo permisible y lo no permisible. Para estos últimos, los procesos de cambio que vive América Latina diferencian a una izquierda buena de una izquierda mala, a una izquierda homologable a ciertos estándares europeos y a una izquierda decimonónica y retardataria. Buscan hacer creer que es la izquierda de la modernización frente a la izquierda de la transformación. No hay duda de que la figura del Che cae para estos neoinquisidores del lado de lo viejo, lo refractario y lo inclasificable.
Para entender lo que está pasando en América Latina hay que sacudirse la pereza intelectual y una buena parte de los viejos esquemas interpretativos respecto a los conflictos políticos y sociales. No es posible pensar el hoy sin el acumulado de resistencias de décadas frente a los experimentos económicos y políticos que han producido un verdadero “tsunami social” en esa (y, por cierto, otras) parte del mundo.
Primero fueron las dictaduras al amparo de las lógicas de la “seguridad nacional” que destruyeron la democracia, pisotearon las libertades y fracturaron moralmente las sociedades. Después -o al tiempo, depende de los países- vinieron las políticas del llamado “Consenso de Washington”, defendidas con entusiasmo por esos que ahora discriminan entre lo posible y lo impensable.
Aquí radica buena parte de la responsabilidad de las décadas perdidas en este continente herido. Esta pérdida se refiere siempre a lo mismo y afecta siempre a los mismos. Millones de personas instaladas en la pobreza y sin perspectivas, Gobiernos corruptos y/o neoautoritarios, invasión de empresas extranjeras más preocupadas por las ganancias rápidas que por la inversión productiva, y todo ello junto a un sistema político que, en el mejor de los casos, era incapaz de incorporar al contrato social a millones de sus propios ciudadanos. En países como Venezuela, Bolivia o Ecuador, más del 60% de la población han sido, en términos de ciudadanía política, parias para sus propios regímenes, gentes que sobraban.
El cruce conflictivo entre pobreza y exclusión identitaria, especialmente en la zona andina, ha hecho emerger nuevos actores políticos y sociales, nuevas agendas, nuevas perspectivas de reforma política e institucional. Llama la atención que los que con tanta ligereza interpretan contextos que no son los suyos no se hayan percatado de un detalle que no puede pasar inadvertido: los procesos de cambio tienen un innegable pedigrí democrático. ¿Cuántas elecciones más debe ganar Hugo Chávez para que se le trate con el respeto que merece un dirigente democrático? ¿Qué es lo que molesta tanto de procesos de refundación sobre la base de cambios constitucionales y reforma del sistema político? A nosotros nos parece que estos procesos revitalizan la democracia y sus perspectivas, además de mostrar la potencialidad de cambio que llevan implícita y explícitamente los procesos de representación política. Plantean en una nueva dimensión la lógica de la reforma y la transformación, sugieren nuevos modos de organización institucional, ponen en primer plano la fractura social de sus sociedades para primar la agenda de lucha contra la pobreza. Y en esta voluntad rebelde, de resistencia y de propuesta, reconocemos la figura del Che y su aportación. La principal, ser rebelde frente a la injusticia y vivir con coherencia personal el compromiso con los de abajo.
Ésa es, precisamente, la lectura que hoy nos seduce del Che. Es una invitación para observar estos procesos lejos de los viejos clichés y de los anatemas de los de siempre. América Latina nos dice -para los que desde la izquierda se molesten en escuchar- que hay oportunidades para la agenda de la transformación social, que es posible repensar la utopía socialista para el siglo XXI, que es posible reconstruir el contrato social con una agenda diferente y que no hay razones para plegarse a los designios totalitarios sin resistencia.
El Che sigue levantando pasiones aún hoy. Repasando la prensa de las últimas fechas, con motivo de su aniversario, es evidente que no ha disminuido su capacidad de ser referente, icono, símbolo de un determinado modo de entender el compromiso político y de la adecuación de la vida personal a ese modo de entender la vida pública. Lo peor de estos días, no obstante, es ese empeño de tratar de evaluar una referencia simbólica como la del Che desde parámetros políticos y morales actuales. Y tratar de hacerlo, además, desde una distancia que se presume aséptica en términos políticos.
No es defendible esa presumible neutralidad y lo que se evalúa hoy es también lo que se medía entonces: su actividad revolucionaria. El Che fue ejemplo de integridad política y moral, de denuncia, de consecuencia con unos ideales de emancipación y libertad. Esto es lo sustancial y por eso su figura no se ha empequeñecido con el tiempo. También por eso, en un tiempo de cambio como el que actualmente vive América Latina, el icono del Che sigue siendo enarbolado como estandarte de la emancipación. ¿Por qué molesta esto tanto?
Molesta a los que consideran que las cosas deben seguir igual pese a las evidencias de que el continente latinoamericano sigue siendo el más desigual del mundo en la distribución de riqueza. Y molesta también, y parece que especialmente, a aquellos que han trazado una barrera entre lo permisible y lo no permisible. Para estos últimos, los procesos de cambio que vive América Latina diferencian a una izquierda buena de una izquierda mala, a una izquierda homologable a ciertos estándares europeos y a una izquierda decimonónica y retardataria. Buscan hacer creer que es la izquierda de la modernización frente a la izquierda de la transformación. No hay duda de que la figura del Che cae para estos neoinquisidores del lado de lo viejo, lo refractario y lo inclasificable.
Para entender lo que está pasando en América Latina hay que sacudirse la pereza intelectual y una buena parte de los viejos esquemas interpretativos respecto a los conflictos políticos y sociales. No es posible pensar el hoy sin el acumulado de resistencias de décadas frente a los experimentos económicos y políticos que han producido un verdadero “tsunami social” en esa (y, por cierto, otras) parte del mundo.
Primero fueron las dictaduras al amparo de las lógicas de la “seguridad nacional” que destruyeron la democracia, pisotearon las libertades y fracturaron moralmente las sociedades. Después -o al tiempo, depende de los países- vinieron las políticas del llamado “Consenso de Washington”, defendidas con entusiasmo por esos que ahora discriminan entre lo posible y lo impensable.
Aquí radica buena parte de la responsabilidad de las décadas perdidas en este continente herido. Esta pérdida se refiere siempre a lo mismo y afecta siempre a los mismos. Millones de personas instaladas en la pobreza y sin perspectivas, Gobiernos corruptos y/o neoautoritarios, invasión de empresas extranjeras más preocupadas por las ganancias rápidas que por la inversión productiva, y todo ello junto a un sistema político que, en el mejor de los casos, era incapaz de incorporar al contrato social a millones de sus propios ciudadanos. En países como Venezuela, Bolivia o Ecuador, más del 60% de la población han sido, en términos de ciudadanía política, parias para sus propios regímenes, gentes que sobraban.
El cruce conflictivo entre pobreza y exclusión identitaria, especialmente en la zona andina, ha hecho emerger nuevos actores políticos y sociales, nuevas agendas, nuevas perspectivas de reforma política e institucional. Llama la atención que los que con tanta ligereza interpretan contextos que no son los suyos no se hayan percatado de un detalle que no puede pasar inadvertido: los procesos de cambio tienen un innegable pedigrí democrático. ¿Cuántas elecciones más debe ganar Hugo Chávez para que se le trate con el respeto que merece un dirigente democrático? ¿Qué es lo que molesta tanto de procesos de refundación sobre la base de cambios constitucionales y reforma del sistema político? A nosotros nos parece que estos procesos revitalizan la democracia y sus perspectivas, además de mostrar la potencialidad de cambio que llevan implícita y explícitamente los procesos de representación política. Plantean en una nueva dimensión la lógica de la reforma y la transformación, sugieren nuevos modos de organización institucional, ponen en primer plano la fractura social de sus sociedades para primar la agenda de lucha contra la pobreza. Y en esta voluntad rebelde, de resistencia y de propuesta, reconocemos la figura del Che y su aportación. La principal, ser rebelde frente a la injusticia y vivir con coherencia personal el compromiso con los de abajo.
Ésa es, precisamente, la lectura que hoy nos seduce del Che. Es una invitación para observar estos procesos lejos de los viejos clichés y de los anatemas de los de siempre. América Latina nos dice -para los que desde la izquierda se molesten en escuchar- que hay oportunidades para la agenda de la transformación social, que es posible repensar la utopía socialista para el siglo XXI, que es posible reconstruir el contrato social con una agenda diferente y que no hay razones para plegarse a los designios totalitarios sin resistencia.
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