Por Gabriel Tortella, catedrático emérito de la Universidad de Alcalá. Las opiniones aquí vertidas son suyas, pero la investigación que subyace se ha realizado conjuntamente con Teresa Tortella (EL PAÍS, 15/10/07):
Es bien sabido que la Guerra Civil española comenzó con el transbordo de tropas coloniales desde Marruecos hacia la Península tras el fracasado pronunciamiento del 18 de julio. Se trataba de tropas que estaban allí, en principio, para defender el orden y mantener la paz en el Protectorado español de Marruecos. Menos conocido es el origen de tal protectorado y las razones que llevaron a su constitución en 1912. No cabe duda de que las relaciones de España con Marruecos fueron determinantes para el transcurso de nuestra historia en la primera mitad del siglo XIX. No se trata sólo del origen militar de la Guerra Civil que acabo de mencionar; baste recordar dos episodios más: la Semana Trágica en 1909 y el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923, ambos originados en sendos conflictos militares en Marruecos.
Las razones que embrollaron a España en ese país son a la vez sencillas y complicadas; en primer lugar, la vecindad de un país africano subdesarrollado y un país europeo semidesarrollado entrañaba una asimetría que forzosamente había de generar problemas. Pero por encima de estas relaciones asimétricas bilaterales estaban las mucho más complejas relaciones internacionales entre unas potencias europeas en el apogeo de la era imperialista y un continente africano que era objeto de los designios y las rivalidades de esas potencias. Las relaciones de España y Marruecos se insertan dentro de este tablero del gran imperialismo, y en él el español desempeña un papel secundario y subordinado, lo que he llamado un “imperialismo de segunda”.
El Protectorado de Marruecos no se estableció por iniciativa española, sino en aras de los intereses de Francia, que fue la que decidió crearlo en 1912. A España le tocó la franja norte del país por una de esas paradojas tan frecuentes en la historia: Inglaterra no quería vecinos molestos cerca de Gibraltar. El tan denostado dominio inglés sobre el Peñón fue la causa de que España recibiera el protectorado, no como consolación, sino como parachoques.
Durante los inicios del siglo XX se dieron las más feroces rivalidades imperialistas, que abocaron a la Primera Guerra Mundial. En el norte de África eran Francia e Inglaterra las que se diputaban el dominio, con Alemania de tercera en discordia y España e Italia de comparsas. Desde su colonia argelina, Francia aspiraba a controlar todo el Magreb y el África noroccidental; al cabo, ella e Inglaterra se repartieron toda el África mediterránea salvo Libia: el oriente para Inglaterra, el occidente para Francia: establecido este principio, quedaban dos escollos. Apaciguar a Alemania, y Gibraltar. A Alemania se le garantizó respeto a sus intereses económicos y las colonias de Togo y Camerún. En cuanto a Gibraltar, el Protectorado español evitaba que Francia pudiera plantear problemas en el Estrecho. A España se la consideraba inofensiva, sobre todo después de la derrota en Cuba y Filipinas.
Esta carambola colmaba las aspiraciones españolas, que temió verse expulsada por Francia de Marruecos sin contemplaciones. Muy al contrario, se vio tratada con deferencia: actuó como anfitriona en la célebre Conferencia de Algeciras (1906), que fue como el prólogo al protectorado y que consagró el control monetario y económico de Francia, con España de fiel segunda. El Banco del Estado de Marruecos se fundó a iniciativa del banco Paribas francés, con apoyo del Banco de España y de otros bancos europeos, para poner en orden las finanzas marroquíes y para estabilizar la moneda. Ambas cosas sólo se lograron a medias. Marruecos distaba de ser una balsa de aceite y hubo rebeliones serias antes y después de establecerse el protectorado. La derrota en Annual (1921) provocó el golpe de Estado que dio lugar a la dictadura de Primo de Rivera.
El Banco de España actuó en Marruecos al dictado del Gobierno, defendiendo allí los intereses españoles públicos y privados. El Gobierno español, en cambio, con frecuencia abandonó al banco en momentos difíciles. Así, por ejemplo, en 1928, cuando las presiones francesas lograron que se arrebatara al banco la lucrativa tesorería del protectorado, y el gobernador pidió apoyo al Ejecutivo para defender sus derechos, se encontró con que el mismo dictador le respondía que era un pleito perdido y que “la vidriosa actitud extranjera ante nuestros actos de independización económica se exacerbaría con este nuevo ataque a convenios y compromisos internacionales”. Tal pusilanimidad se debía a que el establecimiento del Monopolio de Petróleos en 1927, con las confiscaciones y expropiaciones que conllevó, había provocado la indignación de los Gobiernos extranjeros, que Primo de Rivera estaba tratando de apaciguar.
La independencia de Marruecos en 1956 también pilló por sorpresa al Gobierno español, ahora del general Franco. Fue Francia, la que acordó medio siglo antes crear el protectorado, la que decidió darle fin ahora, cuando la rebelión de Argelia, tras la derrota en Indochina, convenció a los Gobiernos galos de que era imposible mantener varias guerras a la vez. Francia optó por limitar las pérdidas, dar la independencia a Marruecos y concentrarse en Argelia. Franco, que había dado apoyo a los independentistas marroquíes, se encontró con que el tiro le había salido por la culata. Aparecían de nuevo las consecuencias de practicar el “imperialismo de segunda”.
¿Tienen estos episodios históricos aplicación al presente? En mi opinión, sí. La decisión del anterior Gobierno de apoyar la invasión de Irak por Estados Unidos e Inglaterra tiene mucho de “imperialismo de segunda”, de seguir, demasiado ciegamente, en la estela de los poderosos esperando obtener contrapartidas (como el apoyo precisamente frente a Marruecos) y compartir con ellos la gloria de la victoria. Hubiera sido mejor meditar por uno mismo los pros y los contras de tal respaldo (que no participación, como muchos afirman), y ello hubiera probablemente permitido advertir las debilidades y sofismas de la acción norteamericana.
No acaban aquí los errores. La decisión reactiva del presente Gobierno de retirarse de manera súbita y desconsiderada de la misión de paz en Irak ha debilitado muy sustancialmente la política exterior española. El intento de tomar una posición gallarda pero poco meditada de “independización” recuerda la instauración del Monopolio de Petróleos contra viento y marea, que tan palpablemente debilitó al régimen dictatorial y a la postre lo hundió. España no midió bien sus fuerzas en 1927, como no las midió en 2004; entonces se encontró incapaz hasta de defender un contrato de tesorería del Banco de España. Hoy se encuentra haciendo méritos en Afganistán y Líbano -y hasta mendigando un apretón de manos- para hacerse perdonar el gesto de dejar plantado a Estados Unidos en Irak. El “imperialismo de segunda” ocasiona serios problemas que exigen muy madura reflexión, más de lo que nuestros gobernantes parecen dispuestos a concederle.
Es bien sabido que la Guerra Civil española comenzó con el transbordo de tropas coloniales desde Marruecos hacia la Península tras el fracasado pronunciamiento del 18 de julio. Se trataba de tropas que estaban allí, en principio, para defender el orden y mantener la paz en el Protectorado español de Marruecos. Menos conocido es el origen de tal protectorado y las razones que llevaron a su constitución en 1912. No cabe duda de que las relaciones de España con Marruecos fueron determinantes para el transcurso de nuestra historia en la primera mitad del siglo XIX. No se trata sólo del origen militar de la Guerra Civil que acabo de mencionar; baste recordar dos episodios más: la Semana Trágica en 1909 y el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923, ambos originados en sendos conflictos militares en Marruecos.
Las razones que embrollaron a España en ese país son a la vez sencillas y complicadas; en primer lugar, la vecindad de un país africano subdesarrollado y un país europeo semidesarrollado entrañaba una asimetría que forzosamente había de generar problemas. Pero por encima de estas relaciones asimétricas bilaterales estaban las mucho más complejas relaciones internacionales entre unas potencias europeas en el apogeo de la era imperialista y un continente africano que era objeto de los designios y las rivalidades de esas potencias. Las relaciones de España y Marruecos se insertan dentro de este tablero del gran imperialismo, y en él el español desempeña un papel secundario y subordinado, lo que he llamado un “imperialismo de segunda”.
El Protectorado de Marruecos no se estableció por iniciativa española, sino en aras de los intereses de Francia, que fue la que decidió crearlo en 1912. A España le tocó la franja norte del país por una de esas paradojas tan frecuentes en la historia: Inglaterra no quería vecinos molestos cerca de Gibraltar. El tan denostado dominio inglés sobre el Peñón fue la causa de que España recibiera el protectorado, no como consolación, sino como parachoques.
Durante los inicios del siglo XX se dieron las más feroces rivalidades imperialistas, que abocaron a la Primera Guerra Mundial. En el norte de África eran Francia e Inglaterra las que se diputaban el dominio, con Alemania de tercera en discordia y España e Italia de comparsas. Desde su colonia argelina, Francia aspiraba a controlar todo el Magreb y el África noroccidental; al cabo, ella e Inglaterra se repartieron toda el África mediterránea salvo Libia: el oriente para Inglaterra, el occidente para Francia: establecido este principio, quedaban dos escollos. Apaciguar a Alemania, y Gibraltar. A Alemania se le garantizó respeto a sus intereses económicos y las colonias de Togo y Camerún. En cuanto a Gibraltar, el Protectorado español evitaba que Francia pudiera plantear problemas en el Estrecho. A España se la consideraba inofensiva, sobre todo después de la derrota en Cuba y Filipinas.
Esta carambola colmaba las aspiraciones españolas, que temió verse expulsada por Francia de Marruecos sin contemplaciones. Muy al contrario, se vio tratada con deferencia: actuó como anfitriona en la célebre Conferencia de Algeciras (1906), que fue como el prólogo al protectorado y que consagró el control monetario y económico de Francia, con España de fiel segunda. El Banco del Estado de Marruecos se fundó a iniciativa del banco Paribas francés, con apoyo del Banco de España y de otros bancos europeos, para poner en orden las finanzas marroquíes y para estabilizar la moneda. Ambas cosas sólo se lograron a medias. Marruecos distaba de ser una balsa de aceite y hubo rebeliones serias antes y después de establecerse el protectorado. La derrota en Annual (1921) provocó el golpe de Estado que dio lugar a la dictadura de Primo de Rivera.
El Banco de España actuó en Marruecos al dictado del Gobierno, defendiendo allí los intereses españoles públicos y privados. El Gobierno español, en cambio, con frecuencia abandonó al banco en momentos difíciles. Así, por ejemplo, en 1928, cuando las presiones francesas lograron que se arrebatara al banco la lucrativa tesorería del protectorado, y el gobernador pidió apoyo al Ejecutivo para defender sus derechos, se encontró con que el mismo dictador le respondía que era un pleito perdido y que “la vidriosa actitud extranjera ante nuestros actos de independización económica se exacerbaría con este nuevo ataque a convenios y compromisos internacionales”. Tal pusilanimidad se debía a que el establecimiento del Monopolio de Petróleos en 1927, con las confiscaciones y expropiaciones que conllevó, había provocado la indignación de los Gobiernos extranjeros, que Primo de Rivera estaba tratando de apaciguar.
La independencia de Marruecos en 1956 también pilló por sorpresa al Gobierno español, ahora del general Franco. Fue Francia, la que acordó medio siglo antes crear el protectorado, la que decidió darle fin ahora, cuando la rebelión de Argelia, tras la derrota en Indochina, convenció a los Gobiernos galos de que era imposible mantener varias guerras a la vez. Francia optó por limitar las pérdidas, dar la independencia a Marruecos y concentrarse en Argelia. Franco, que había dado apoyo a los independentistas marroquíes, se encontró con que el tiro le había salido por la culata. Aparecían de nuevo las consecuencias de practicar el “imperialismo de segunda”.
¿Tienen estos episodios históricos aplicación al presente? En mi opinión, sí. La decisión del anterior Gobierno de apoyar la invasión de Irak por Estados Unidos e Inglaterra tiene mucho de “imperialismo de segunda”, de seguir, demasiado ciegamente, en la estela de los poderosos esperando obtener contrapartidas (como el apoyo precisamente frente a Marruecos) y compartir con ellos la gloria de la victoria. Hubiera sido mejor meditar por uno mismo los pros y los contras de tal respaldo (que no participación, como muchos afirman), y ello hubiera probablemente permitido advertir las debilidades y sofismas de la acción norteamericana.
No acaban aquí los errores. La decisión reactiva del presente Gobierno de retirarse de manera súbita y desconsiderada de la misión de paz en Irak ha debilitado muy sustancialmente la política exterior española. El intento de tomar una posición gallarda pero poco meditada de “independización” recuerda la instauración del Monopolio de Petróleos contra viento y marea, que tan palpablemente debilitó al régimen dictatorial y a la postre lo hundió. España no midió bien sus fuerzas en 1927, como no las midió en 2004; entonces se encontró incapaz hasta de defender un contrato de tesorería del Banco de España. Hoy se encuentra haciendo méritos en Afganistán y Líbano -y hasta mendigando un apretón de manos- para hacerse perdonar el gesto de dejar plantado a Estados Unidos en Irak. El “imperialismo de segunda” ocasiona serios problemas que exigen muy madura reflexión, más de lo que nuestros gobernantes parecen dispuestos a concederle.
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