Por Gianni Vattimo, filósofo y político italiano. Traducción de Teresa Oñate, catedrática de Filosofía de la UNED (EL MUNDO, 27/10/07):
Hace no mucho, tuvo lugar en mi Universidad, en la Facultad de Letras de Torino, un congreso sobre los retos del mundo actual y las ideas para cambiarlo. Entre las diversas conferencias me interesó vivamente una de un profesor estadounidense, en la que comparó, con imágenes espectaculares y cuadros estadísticos aplicados a los cuatro Evangelios, dos figuras: el Cristo de la Fe y el Jesús de Nazaret.
El Cristo de la fe era esa figura angelical rubia, blanca, idealizada, espiritual y artística que todos estamos acostumbrados a imaginar, y que pintan a menudo las estampas devotas, nimbada de luz. El histórico Jesús de Nazaret era, en cambio, moreno, barbado, tosco, sensual, pobre y bruto… tal y como correspondería probablemente al hijo de un carpintero palestino de hace 2007 años en la turbulenta comarca judía sometida por Roma. El contraste no podía ser mayor pero, según el conferenciante, no cabía elegir entre ambos personajes, pues los dos se entretejen tensionalmente en el Jesucristo de las Escrituras y la historia de sus interpretaciones, dotando a su figura de una particular fascinación. No parece ser eso, sin embargo, lo que sostiene el Papa Ratzinger en su último libro sobre Jesús de Nazaret, ya millonario en ventas.
Quizá parezca irreverente comparar el libro del Papa con un texto como el Código da Vinci y otros bestsellers que se han sucedido en los últimos meses. Pienso, por ejemplo, en un reciente libro italiano sobre el matrimonio de Jesús con María Magdalena, de David Donnini, que no es exactamente una novela, pues se presenta con un considerable aparato crítico y filológico. Pero volviendo al Papa, ¿por qué habría de resultar irrespetuosa la comparación?
El extraordinario interés en alza -también gracias a la obra del Papa (y a su título)- que vehiculan todos estos fenómenos se debe a la figura histórica de Jesús que, cada vez con mayor frecuencia, muchos teólogos (a excepción del Papa) nos invitan a distinguir de esa otra figura ideal: la de Cristo. Sin embargo, Benedicto XVI viene a defender que el Jesús histórico, el que realmente vivió, murió y resucitó, es el ideal, el Cristo-Dios de la fe, ese personaje sublime y divino que según Ratzinger realmente se paseó por la Palestina romana protagonizando el drama estremecedor que después habrían de relatarnos -fiel y literalmente- los autores de los cuatro Evangelios escritos en griego.
En el contexto explícito de esta rica controversia o de otros debates parecidos es donde me parece que debe situarse la intervención del libro del Papa, su lectura, y el análisis de sus posiciones de fondo, también relativas a la filosofía de la Historia y el estatuto de la racionalidad del Nuevo Testamento, que, en el caso del Papa, se tiene por fundamentalmente realista y literalista, en marcado contraste con la mayor parte de las posiciones hermenéuticas de nuestra época, que sí se saben interpretaciones dialogales de mensajes traducidos y contextuados históricamente. Ya lo señalaba Ortega y Gasset cuando denunciaba que, a menudo, la única perspectiva falsa era aquélla que no se sabía perspectiva y pasaba a tenerse a sí misma por la única verdad sobre «los hechos».
Es cierto que, como buenos católicos, la mayoría de nosotros no hemos prestado nunca demasiada atención al contraste que nos ocupa: Jesús era para nosotros sin más el Cristo, el ungido del señor, el rey de los judíos -como recordaba la leyenda INRI que estamos habituados a ver en lo alto del crucifijo-, el señor de la entera humanidad. Pero, ¿y si, al contrario, como insisten en sostener muchos historiadores, la leyenda INRI significase sólo que Jesús había sido condenado a muerte por motivos políticos, en cuanto agitador que se presentaba como el rey de un pueblo -el judío- a punto de hacer estallar una revolución contra el dominio romano? Y, sin embargo, acentuando tal aspecto, no del todo extraño a la crucifixión de Jesús, el entramado entre la historia de la salvación cristiana y la historia de un pueblo meridional particular en busca de su propia independencia, quizá hubiera de resultar demasiado estrecho.
Con tal enfoque se correría, sin duda, el riesgo de exponer la fe de muchos creyentes a una dura prueba que les obligaría a terminar por preguntarse legítimamente qué tendrá que ver el destino de su propia alma con la historia -todavía turbulenta a día de hoy- de un pueblo y de una región particular, la cual no deja de ser para algunos -por ejemplo, los cristiano de la Polinesia- demasiado remota.
Parece que cuestiones de este mismo género -que se dibujan también en el horizonte y en el fondo del interés despertado por libros como el Código da Vinci- devienen actuales justo en conexión con una cierta situación histórica de la Iglesia católica, que afecta a uno de sus dogmas centrales: el de las fuentes.
El Catecismo nos ha enseñado siempre que las fuentes de la revelación son dos: La Escritura y la Tradición. Esto es: el texto bíblico y el magisterio de la Iglesia transmitido por los apóstoles a sus sucesores: el Papa y los obispos. Ahora bien, la investigación histórica se ha ido haciendo cada vez más consciente de que también la Escritura -y no solo la Biblia hebrea, sino también los Evangelios- es fruto de la Tradición, es decir de la puesta en obra por escrito de historias y creencias de la primera comunidad cristiana. Obviamente, ninguno de los evangelistas ha escrito bajo dictado los discursos de Jesús.
Para mí esta convicción ha sido siempre la razón principal para no convertirme al protestantismo: no me puedo imaginar tomando la vía de la «Sola Escritura» según el lema de Lutero, como base para juzgar a la misma Iglesia, que es la única garantía de verdad de la Escritura. Lo que hay de nuevo y original en mi reflexión sobre la fe -y creo que en la de otros muchos- en este punto, reside justamente en detectar la flagrante contradicción que se manifiesta entre las pretensiones de «literalidad» del magisterio de la Iglesia y la efectiva historicidad de la doctrina cristiana. Me explico: para sostener, por ejemplo, que el matrimonio es un sacramento instituido por Jesús, la Iglesia insiste en su participación en las Bodas de Caná o en cualquier otro dicho atribuido a Jesús por los Evangelios. Pero, ¿estuvo verdaderamente Jesús en Caná? ¿Convirtió el agua en vino? Y si este milagro tuviera solo carácter simbólico, ¿por qué insistir entonces en que verdaderamente dijo aquello de que no se dividiera lo que Dios había unido?
Así nos lo ha transmitido la comunidad cristiana de los orígenes, cuyas supuestas convicciones han logrado fijarse en las fórmulas del Credo sólo a través de luchas, concilios, excomuniones de esta o aquella herejía y condenas de éste a aquél anatema. Es como decir que cuando rezamos el Credo profesamos principalmente -si no exclusivamente- nuestra fe en la Iglesia. Pero si debemos creer en la Iglesia, ¿por qué hemos de hacerlo yendo incluso contra las creencias dominantes del cristianismo de hoy? ¿Por qué debemos acatar la autoridad de ciertos textos históricos -muchas veces secundarios- que nos obligan a considerar como inmutable palabra de Dios? La comunidad de creyentes de hoy, ¿no debería tener la misma autoridad, asistida por Dios, que la comunidad primitiva? ¿Debemos continuar no admitiendo el sacerdocio femenino porque «históricamente» no hubo apóstoles que fueran mujeres en los orígenes? ¿También debemos creer que el uso del preservativo es pecaminoso sobre la base de cualquier obscura página bíblica?
El interés por el Jesús histórico, con todos los componentes de curiosidad más o menos profanos que comporta, podría estar dando lugar, entre sus varias consecuencias, a un replanteamiento actual de la relación entre la jerarquía eclesiástica y la comunidad de los fieles. Porque, ¿no será esta última, en contraste con la jerarquía, la verdadera «tradición» viviente en la que aún puede hablarnos la Revelación?
Hace no mucho, tuvo lugar en mi Universidad, en la Facultad de Letras de Torino, un congreso sobre los retos del mundo actual y las ideas para cambiarlo. Entre las diversas conferencias me interesó vivamente una de un profesor estadounidense, en la que comparó, con imágenes espectaculares y cuadros estadísticos aplicados a los cuatro Evangelios, dos figuras: el Cristo de la Fe y el Jesús de Nazaret.
El Cristo de la fe era esa figura angelical rubia, blanca, idealizada, espiritual y artística que todos estamos acostumbrados a imaginar, y que pintan a menudo las estampas devotas, nimbada de luz. El histórico Jesús de Nazaret era, en cambio, moreno, barbado, tosco, sensual, pobre y bruto… tal y como correspondería probablemente al hijo de un carpintero palestino de hace 2007 años en la turbulenta comarca judía sometida por Roma. El contraste no podía ser mayor pero, según el conferenciante, no cabía elegir entre ambos personajes, pues los dos se entretejen tensionalmente en el Jesucristo de las Escrituras y la historia de sus interpretaciones, dotando a su figura de una particular fascinación. No parece ser eso, sin embargo, lo que sostiene el Papa Ratzinger en su último libro sobre Jesús de Nazaret, ya millonario en ventas.
Quizá parezca irreverente comparar el libro del Papa con un texto como el Código da Vinci y otros bestsellers que se han sucedido en los últimos meses. Pienso, por ejemplo, en un reciente libro italiano sobre el matrimonio de Jesús con María Magdalena, de David Donnini, que no es exactamente una novela, pues se presenta con un considerable aparato crítico y filológico. Pero volviendo al Papa, ¿por qué habría de resultar irrespetuosa la comparación?
El extraordinario interés en alza -también gracias a la obra del Papa (y a su título)- que vehiculan todos estos fenómenos se debe a la figura histórica de Jesús que, cada vez con mayor frecuencia, muchos teólogos (a excepción del Papa) nos invitan a distinguir de esa otra figura ideal: la de Cristo. Sin embargo, Benedicto XVI viene a defender que el Jesús histórico, el que realmente vivió, murió y resucitó, es el ideal, el Cristo-Dios de la fe, ese personaje sublime y divino que según Ratzinger realmente se paseó por la Palestina romana protagonizando el drama estremecedor que después habrían de relatarnos -fiel y literalmente- los autores de los cuatro Evangelios escritos en griego.
En el contexto explícito de esta rica controversia o de otros debates parecidos es donde me parece que debe situarse la intervención del libro del Papa, su lectura, y el análisis de sus posiciones de fondo, también relativas a la filosofía de la Historia y el estatuto de la racionalidad del Nuevo Testamento, que, en el caso del Papa, se tiene por fundamentalmente realista y literalista, en marcado contraste con la mayor parte de las posiciones hermenéuticas de nuestra época, que sí se saben interpretaciones dialogales de mensajes traducidos y contextuados históricamente. Ya lo señalaba Ortega y Gasset cuando denunciaba que, a menudo, la única perspectiva falsa era aquélla que no se sabía perspectiva y pasaba a tenerse a sí misma por la única verdad sobre «los hechos».
Es cierto que, como buenos católicos, la mayoría de nosotros no hemos prestado nunca demasiada atención al contraste que nos ocupa: Jesús era para nosotros sin más el Cristo, el ungido del señor, el rey de los judíos -como recordaba la leyenda INRI que estamos habituados a ver en lo alto del crucifijo-, el señor de la entera humanidad. Pero, ¿y si, al contrario, como insisten en sostener muchos historiadores, la leyenda INRI significase sólo que Jesús había sido condenado a muerte por motivos políticos, en cuanto agitador que se presentaba como el rey de un pueblo -el judío- a punto de hacer estallar una revolución contra el dominio romano? Y, sin embargo, acentuando tal aspecto, no del todo extraño a la crucifixión de Jesús, el entramado entre la historia de la salvación cristiana y la historia de un pueblo meridional particular en busca de su propia independencia, quizá hubiera de resultar demasiado estrecho.
Con tal enfoque se correría, sin duda, el riesgo de exponer la fe de muchos creyentes a una dura prueba que les obligaría a terminar por preguntarse legítimamente qué tendrá que ver el destino de su propia alma con la historia -todavía turbulenta a día de hoy- de un pueblo y de una región particular, la cual no deja de ser para algunos -por ejemplo, los cristiano de la Polinesia- demasiado remota.
Parece que cuestiones de este mismo género -que se dibujan también en el horizonte y en el fondo del interés despertado por libros como el Código da Vinci- devienen actuales justo en conexión con una cierta situación histórica de la Iglesia católica, que afecta a uno de sus dogmas centrales: el de las fuentes.
El Catecismo nos ha enseñado siempre que las fuentes de la revelación son dos: La Escritura y la Tradición. Esto es: el texto bíblico y el magisterio de la Iglesia transmitido por los apóstoles a sus sucesores: el Papa y los obispos. Ahora bien, la investigación histórica se ha ido haciendo cada vez más consciente de que también la Escritura -y no solo la Biblia hebrea, sino también los Evangelios- es fruto de la Tradición, es decir de la puesta en obra por escrito de historias y creencias de la primera comunidad cristiana. Obviamente, ninguno de los evangelistas ha escrito bajo dictado los discursos de Jesús.
Para mí esta convicción ha sido siempre la razón principal para no convertirme al protestantismo: no me puedo imaginar tomando la vía de la «Sola Escritura» según el lema de Lutero, como base para juzgar a la misma Iglesia, que es la única garantía de verdad de la Escritura. Lo que hay de nuevo y original en mi reflexión sobre la fe -y creo que en la de otros muchos- en este punto, reside justamente en detectar la flagrante contradicción que se manifiesta entre las pretensiones de «literalidad» del magisterio de la Iglesia y la efectiva historicidad de la doctrina cristiana. Me explico: para sostener, por ejemplo, que el matrimonio es un sacramento instituido por Jesús, la Iglesia insiste en su participación en las Bodas de Caná o en cualquier otro dicho atribuido a Jesús por los Evangelios. Pero, ¿estuvo verdaderamente Jesús en Caná? ¿Convirtió el agua en vino? Y si este milagro tuviera solo carácter simbólico, ¿por qué insistir entonces en que verdaderamente dijo aquello de que no se dividiera lo que Dios había unido?
Así nos lo ha transmitido la comunidad cristiana de los orígenes, cuyas supuestas convicciones han logrado fijarse en las fórmulas del Credo sólo a través de luchas, concilios, excomuniones de esta o aquella herejía y condenas de éste a aquél anatema. Es como decir que cuando rezamos el Credo profesamos principalmente -si no exclusivamente- nuestra fe en la Iglesia. Pero si debemos creer en la Iglesia, ¿por qué hemos de hacerlo yendo incluso contra las creencias dominantes del cristianismo de hoy? ¿Por qué debemos acatar la autoridad de ciertos textos históricos -muchas veces secundarios- que nos obligan a considerar como inmutable palabra de Dios? La comunidad de creyentes de hoy, ¿no debería tener la misma autoridad, asistida por Dios, que la comunidad primitiva? ¿Debemos continuar no admitiendo el sacerdocio femenino porque «históricamente» no hubo apóstoles que fueran mujeres en los orígenes? ¿También debemos creer que el uso del preservativo es pecaminoso sobre la base de cualquier obscura página bíblica?
El interés por el Jesús histórico, con todos los componentes de curiosidad más o menos profanos que comporta, podría estar dando lugar, entre sus varias consecuencias, a un replanteamiento actual de la relación entre la jerarquía eclesiástica y la comunidad de los fieles. Porque, ¿no será esta última, en contraste con la jerarquía, la verdadera «tradición» viviente en la que aún puede hablarnos la Revelación?
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