Por Juan José Tamayo, Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid (EL PERIÓDICO, 31/10/07)
Una ceremonia como la de la beatificación del 28 de octubre hubiera sido inconcebible hace 40 años, porque el clima religioso en España era menos beligerante y más dialogante que ahora. La Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes españoles celebrada en Madrid en 1971 sometió a votación una proposición que hoy parecería revolucionaria: “Si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su palabra ya no está con nosotros” (1 Jn 1,10). Así, pues, reconocemos humildemente y pedimos perdón porque nosotros no supimos a su tiempo ser verdaderos “ministros de reconciliación en el pueblo dividido por una guerra entre hermanos”. La propuesta contó con el apoyo de más del 60% de la asamblea.
En plena dictadura, obispos y sacerdotes se reconocían pecadores con un “nosotros” inclusivo, que iba más allá de los actores eclesiásticos durante la guerra civil, asumían su responsabilidad por no haber sido agentes de paz durante el conflicto y creían necesario pedir perdón por ello.
FUE EL MOMENTO de la ruptura de la Iglesia católica con la dictadura y con el rancio nacionalcatolicismo que hasta entonces la había sustentado, y del compromiso con la democracia. Los clérigos españoles hicieron un sincero ejercicio de autocrítica por las actitudes poco ejemplares adoptadas en el pasado. En la asamblea ni siquiera se tomaron en consideración algunas voces aisladas que pedían el reconocimiento del sacrificio de muchos miles de presbíteros y fieles muertos pacíficamente durante la guerra civil. Actitud que coincidía con la de los papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, contrarios a las beatificaciones, ya que se hubieran entendido como una nueva legitimación del franquismo y de la cruzada. Eran tiempos de reconciliación y diálogo, de perdonar y pedir perdón, actitudes auténticamente evangélicas.
Quince años después, la Iglesia católica española seguía oponiéndose a las beatificaciones. El Congreso de Evangelización celebrado en Madrid en 1985 volvía a reiterar su negativa en una declaración que no deja lugar a dudas. “Ante el 50 aniversario de la guerra civil, creemos que no es oportuno llevar adelante el proceso de beatificación de los mártires de la cruzada”.
Sin embargo, inesperadamente y contra todo pronóstico, la actitud de la jerarquía española y del Vaticano cambió. A partir de 1987, comenzaron a activarse de forma compulsiva los procesos de beatificación con discursos excluyentes y motivaciones frentistas. El último tuvo lugar el 28 de octubre con la beatificación de 498 mártires en la plaza del Vaticano en una ceremonia solemne ante decenas de miles de personas. Los obispos españoles habían invitado a los fieles a peregrinar a Roma para celebrar el martirio “de quienes dieron su vida por amor a Jesucristo, en España, durante la persecución religiosa de los años 30 del siglo pasado”. La jerarquía católica consideraba el acto “una hora de gracia para la Iglesia que peregrina en España y para toda la sociedad”, necesaria “en estos momentos en los que, al tiempo que se difunde la mentalidad laicista, la reconciliación aparece amenazada en nuestra sociedad”.
El cambio del clima eclesial en España y en Roma no puede ser más radical. Se aprecia en el mismo lenguaje, político más que religioso, de confrontación y no de reconciliación, de autoafirmación en vez de autocrítica; un lenguaje desafiante más que penitencial, de condena de los otros y de autoexculpación más que de asunción de responsabilidades compartidas. En la asamblea de 1971 se hablaba de un pueblo dividido por una guerra entre hermanos, ahora se habla de “persecución religiosa”.
Entonces se valoraba positivamente la secularización como espacio propicio para vivir la fe libremente y sin coacciones ambientales, ahora se habla de mentalidad laicista. En 1971 se evitó intencionadamente el lenguaje sacrificial y martirial porque no reflejaba adecuadamente lo vivido en la guerra civil, ahora se utiliza sin reparo alguno: “Dieron su vida por Jesucristo”. Si en aquella asamblea se hizo un proceso al franquismo en toda regla, ahora los dardos episcopales se dirigen a menudo contra la democracia. Si entonces se tendían puentes de diálogo con la sociedad y con la cultura, ahora se las anatematiza.
LA NEGATIVA de la jerarquía española a pedir perdón por haber apoyado al bando de los sublevados y a la dictadura, la oposición frontal a la ley de la memoria histórica, acusándola de parcial y revanchista, cuando es un acto de justicia y de rehabilitación de todas las víctimas, y, ahora, la beatificación de los mártires son pruebas fehacientes de que la memoria de la Iglesia católica es frágil, quebradiza: más aún, interesadamente selectiva y excluyente. Solo reconoce y rehabilita a las víctimas de un bando, mientras se olvida de las víctimas del otro bando, a quienes quizá ni siquiera reconozca como tales. Y lo ha hecho a través de una ceremonia multitudinaria y triunfal en el centro de la cristiandad, con representación política oficial, con la cruz como estandarte y con un boato que humilló todavía más a las víctimas asesinadas por el franquismo durante la guerra y la dictadura. Para ellas no hubo un recuerdo el 28 de octubre en la plaza del Vaticano, como tampoco un acto público de rehabilitación, ni religioso ni político. ¡Todo un ejemplo de memoria amnésica, de arrogancia poco evangélica y de falta de misericordia!
Los obispos españoles, con el apoyo del Vaticano, aprovechan cualquier manifestación religiosa por sagrada que sea, como esta de la beatificación, para hacer política partidista, en este caso contra una ley que cuenta con la mayoría parlamentaria. La Iglesia católica ha perdido una nueva oportunidad de ser testigo de reconciliación y ha vuelto a ser signo de división.
Una ceremonia como la de la beatificación del 28 de octubre hubiera sido inconcebible hace 40 años, porque el clima religioso en España era menos beligerante y más dialogante que ahora. La Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes españoles celebrada en Madrid en 1971 sometió a votación una proposición que hoy parecería revolucionaria: “Si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su palabra ya no está con nosotros” (1 Jn 1,10). Así, pues, reconocemos humildemente y pedimos perdón porque nosotros no supimos a su tiempo ser verdaderos “ministros de reconciliación en el pueblo dividido por una guerra entre hermanos”. La propuesta contó con el apoyo de más del 60% de la asamblea.
En plena dictadura, obispos y sacerdotes se reconocían pecadores con un “nosotros” inclusivo, que iba más allá de los actores eclesiásticos durante la guerra civil, asumían su responsabilidad por no haber sido agentes de paz durante el conflicto y creían necesario pedir perdón por ello.
FUE EL MOMENTO de la ruptura de la Iglesia católica con la dictadura y con el rancio nacionalcatolicismo que hasta entonces la había sustentado, y del compromiso con la democracia. Los clérigos españoles hicieron un sincero ejercicio de autocrítica por las actitudes poco ejemplares adoptadas en el pasado. En la asamblea ni siquiera se tomaron en consideración algunas voces aisladas que pedían el reconocimiento del sacrificio de muchos miles de presbíteros y fieles muertos pacíficamente durante la guerra civil. Actitud que coincidía con la de los papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, contrarios a las beatificaciones, ya que se hubieran entendido como una nueva legitimación del franquismo y de la cruzada. Eran tiempos de reconciliación y diálogo, de perdonar y pedir perdón, actitudes auténticamente evangélicas.
Quince años después, la Iglesia católica española seguía oponiéndose a las beatificaciones. El Congreso de Evangelización celebrado en Madrid en 1985 volvía a reiterar su negativa en una declaración que no deja lugar a dudas. “Ante el 50 aniversario de la guerra civil, creemos que no es oportuno llevar adelante el proceso de beatificación de los mártires de la cruzada”.
Sin embargo, inesperadamente y contra todo pronóstico, la actitud de la jerarquía española y del Vaticano cambió. A partir de 1987, comenzaron a activarse de forma compulsiva los procesos de beatificación con discursos excluyentes y motivaciones frentistas. El último tuvo lugar el 28 de octubre con la beatificación de 498 mártires en la plaza del Vaticano en una ceremonia solemne ante decenas de miles de personas. Los obispos españoles habían invitado a los fieles a peregrinar a Roma para celebrar el martirio “de quienes dieron su vida por amor a Jesucristo, en España, durante la persecución religiosa de los años 30 del siglo pasado”. La jerarquía católica consideraba el acto “una hora de gracia para la Iglesia que peregrina en España y para toda la sociedad”, necesaria “en estos momentos en los que, al tiempo que se difunde la mentalidad laicista, la reconciliación aparece amenazada en nuestra sociedad”.
El cambio del clima eclesial en España y en Roma no puede ser más radical. Se aprecia en el mismo lenguaje, político más que religioso, de confrontación y no de reconciliación, de autoafirmación en vez de autocrítica; un lenguaje desafiante más que penitencial, de condena de los otros y de autoexculpación más que de asunción de responsabilidades compartidas. En la asamblea de 1971 se hablaba de un pueblo dividido por una guerra entre hermanos, ahora se habla de “persecución religiosa”.
Entonces se valoraba positivamente la secularización como espacio propicio para vivir la fe libremente y sin coacciones ambientales, ahora se habla de mentalidad laicista. En 1971 se evitó intencionadamente el lenguaje sacrificial y martirial porque no reflejaba adecuadamente lo vivido en la guerra civil, ahora se utiliza sin reparo alguno: “Dieron su vida por Jesucristo”. Si en aquella asamblea se hizo un proceso al franquismo en toda regla, ahora los dardos episcopales se dirigen a menudo contra la democracia. Si entonces se tendían puentes de diálogo con la sociedad y con la cultura, ahora se las anatematiza.
LA NEGATIVA de la jerarquía española a pedir perdón por haber apoyado al bando de los sublevados y a la dictadura, la oposición frontal a la ley de la memoria histórica, acusándola de parcial y revanchista, cuando es un acto de justicia y de rehabilitación de todas las víctimas, y, ahora, la beatificación de los mártires son pruebas fehacientes de que la memoria de la Iglesia católica es frágil, quebradiza: más aún, interesadamente selectiva y excluyente. Solo reconoce y rehabilita a las víctimas de un bando, mientras se olvida de las víctimas del otro bando, a quienes quizá ni siquiera reconozca como tales. Y lo ha hecho a través de una ceremonia multitudinaria y triunfal en el centro de la cristiandad, con representación política oficial, con la cruz como estandarte y con un boato que humilló todavía más a las víctimas asesinadas por el franquismo durante la guerra y la dictadura. Para ellas no hubo un recuerdo el 28 de octubre en la plaza del Vaticano, como tampoco un acto público de rehabilitación, ni religioso ni político. ¡Todo un ejemplo de memoria amnésica, de arrogancia poco evangélica y de falta de misericordia!
Los obispos españoles, con el apoyo del Vaticano, aprovechan cualquier manifestación religiosa por sagrada que sea, como esta de la beatificación, para hacer política partidista, en este caso contra una ley que cuenta con la mayoría parlamentaria. La Iglesia católica ha perdido una nueva oportunidad de ser testigo de reconciliación y ha vuelto a ser signo de división.
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