Por Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política (EL PAÍS, 23/10/07):
En su libro El nacimiento de Dios, Jean Bottéro advertía que en el estudio de las religiones era aconsejable un cierto grado de simpatía, sin por eso olvidar las reglas del análisis histórico. La lectura y la interpretación de la Biblia o del Corán requieren otros conocimientos que la comprensión del Leviatán de Hobbes o la Fenomenología del espíritu de Hegel, por citar dos obras particularmente complejas, pero en modo alguno cabe aceptar que pertenezcan a una esfera inaccesible a una razón humana que no sea la de los “hombres de religión”. Lógicamente, los portavoces de éste o aquel credo tenderán a rechazar esa propuesta, ofensiva para quienes se consideran a sí mismos los transmisores autorizados de la voz de Dios.
Los acontecimientos de los últimos años han intensificado esa orientación, favoreciendo de paso la convergencia de distintas religiones en un frente común defensivo contra todo enlace entre religión y violencia. Por eso es tanto más necesario someter los mensajes a la criba del análisis, como sucede con cualquier tipo de discurso social o político.
Más aún cuando son abordadas cuestiones esenciales, como es el caso de las biografías de los fundadores. Tenemos bien próximos dos ejemplos, con gran impacto sobre la opinión pública: la vida de Muhammad, publicada en varios idiomas por Tariq Ramadan, el más influyente de los pensadores musulmanes en Europa, y sobre todo el Jesús de Nazaret, redactado por Benedicto XVI / Joseph Ratzinger.
Ramadan y Ratzinger tienen un objetivo común: rescribir la vida de los protagonistas de sus respectivos credos, para profundizar en la visión que uno y otro teólogo tienen del contenido del mensaje fundacional, a efectos de proyectarlo sobre el mundo de hoy. Coinciden también en la pretensión de ofrecer un estudio riguroso, tanto en el método como en el respeto a las fuentes.
El primer inconveniente consiste en que Ramadan y Ratzinger no someten la sira y el Evangelio al filtro del método histórico, sino que les confieren una absoluta fiabilidad. “Sobre todo, confío en los Evangelios”, advierte Ratzinger, y de hecho en su exposición utiliza exégesis, pero nunca los somete, ni al Pentateuco, al contraste con los conocimientos históricos. Sale a escena hasta Adán, tributo a su creacionismo. Tariq Ramadan responde a análogo fideísmo, misiva del Profeta a Cosroes incluida, en una historia de buenos y malos. Estamos en el ámbito de la historia sagrada, que deja fuera la historia como tal.
Sólo que tanto los Evangelios como la vida de Mahoma son relatos complejos. En el caso de Ramadan, surge el obstáculo de los frecuentes episodios en que Mahoma ordena la práctica de la violencia. Consecuencia, los más espectaculares son omitidos. Por encima de todas las evidencias, los momentos más rudos de las campañas del Profeta armado son justificados acudiendo a una edulcoración o a la asignación a las víctimas de propósitos perversos. El Profeta no quería aniquilar a los clanes judíos de Medina, mas éstos le obligaron a ser implacable. La terrible historia de Safiya en Jaybar se vuelve un cuento de amor celestial. Se trata de presentar todos y cada uno de los actos del Profeta en su fase guerrera como respuestas necesarias de un hombre de paz al cerco hostil de su época, similar al sufrido hoy por el islam. Las enseñanzas de su biografía pueden parecer así plenamente actuales.
En Ratzinger, por fortuna, no tropezamos con un paisaje de conflictos y guerra encubierta, pero sí de permanente rechazo de catolicismo comprometido con los problemas reales del hombre. Las lecciones de su Jesús miran a las regiones celestiales, alejadas de las encíclicas de Juan XXIII. Ratzinger pone de relieve una y otra vez su concepción antropológica pesimista: “existencia pecaminosa”, “la suciedad del pasado que pesa sobre la vida”, “el poderoso que tiene prisionero al hombre”, la humanidad es “la oveja perdida”. De ahí que la interpretación científica de la Biblia pueda convertirse nada menos que en “un instrumento del Anticristo”. ¿Compensación? “El Reino de Dios está cerca”. Iglesia mediante, claro.
En más de un momento, Rat-zinger difumina las fronteras con el islam, una religión del dualismo Creador-criatura aceptado hasta el extremo, donde la segunda proclama su sumisión sin límites a Dios. No está lejos de ello el Papa al ver en el bautismo la “expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo”. El concepto ratzingeriano de “soberanía de Dios”, inspirado en el Antiguo Testamento, implica una absolutización de la voluntad divina comparable a otra soberanía de Dios, la hakimiyya definida por el teólogo islamista Sayyid Qutb, y contra mismo adversario: el pensamiento laico. Frente a “las falsas filosofías”, “la obediencia a la palabra de Dios”. El Jesús de Ratzinger “no es un rebelde, ni un liberal” (sic); retoma el núcleo de la Torá judaica. Desaparece la ley de Cristo como ley de libertad.
El cristianismo es una religión donde la dualidad Creador-criatura resulta superada al asumir el Hijo de Dios la condición humana y sacrificarse por ella. De ahí una valoración del hombre que los Evangelios muestran una y otra vez y que Ratzinger soslaya o esconde recurrentemente. No soporta que un episodio evangélico tenga una implicación con la vida humana, ya que centrarse en ésta, en la siempre denostada aspiración al “bienestar”, es tanto como alejarse de Dios. Y no duda en mutilar o añadir textos de su cosecha. Lo de “Dios hizo el sábado para el hombre, y no el hombre para el sábado” no se limita como escribe Ratzinger a “una frase”, sino que integrándose en una narración breve donde la necesidad prima sobre el ritual. En la tercera tentación de Satán, que le gusta tanto, lo que ofrece el diablo a Jesús es el poder material y la gloria, algo que nada tiene que ver con la concesión de bienestar para los hombres que Ratzinger añade por su cuenta. En la historia del buen samaritano, exhibe además un sorprendente desconocimiento del significado de la secta samaritana, sobradamente documentada. Y para concluir, en el relato del hijo pródigo, no es que el tal hijo se extravíe por buscar “una vida en plenitud”, “aprovechar la vida al máximo”, lo cual implica la condena de la autonomía como principio rector de la acción humana, sino por ser un golfo que se lo gasta todo en vicios y en prostitutas. Comparar esto con “la rebelión moderna contra Dios”, como hace Ratzinger, nos acerca de nuevo a la visión islamista.
Tanto el Muhammad de Tariq Ramadan como el Jesús de Nazaret del papa Ratzinger muestran que quienes están revestidos de la autoridad no aciertan necesariamente a la hora de mostrar los valores positivos de una religión. Más vale la “revolución espiritual” de inspiración budista que sostiene soportando el sufrimiento y por su pueblo Auung San Suu Kyi en Birmania. Claro que su budismo tiene la característica de ser una religión sin Dios.
En su libro El nacimiento de Dios, Jean Bottéro advertía que en el estudio de las religiones era aconsejable un cierto grado de simpatía, sin por eso olvidar las reglas del análisis histórico. La lectura y la interpretación de la Biblia o del Corán requieren otros conocimientos que la comprensión del Leviatán de Hobbes o la Fenomenología del espíritu de Hegel, por citar dos obras particularmente complejas, pero en modo alguno cabe aceptar que pertenezcan a una esfera inaccesible a una razón humana que no sea la de los “hombres de religión”. Lógicamente, los portavoces de éste o aquel credo tenderán a rechazar esa propuesta, ofensiva para quienes se consideran a sí mismos los transmisores autorizados de la voz de Dios.
Los acontecimientos de los últimos años han intensificado esa orientación, favoreciendo de paso la convergencia de distintas religiones en un frente común defensivo contra todo enlace entre religión y violencia. Por eso es tanto más necesario someter los mensajes a la criba del análisis, como sucede con cualquier tipo de discurso social o político.
Más aún cuando son abordadas cuestiones esenciales, como es el caso de las biografías de los fundadores. Tenemos bien próximos dos ejemplos, con gran impacto sobre la opinión pública: la vida de Muhammad, publicada en varios idiomas por Tariq Ramadan, el más influyente de los pensadores musulmanes en Europa, y sobre todo el Jesús de Nazaret, redactado por Benedicto XVI / Joseph Ratzinger.
Ramadan y Ratzinger tienen un objetivo común: rescribir la vida de los protagonistas de sus respectivos credos, para profundizar en la visión que uno y otro teólogo tienen del contenido del mensaje fundacional, a efectos de proyectarlo sobre el mundo de hoy. Coinciden también en la pretensión de ofrecer un estudio riguroso, tanto en el método como en el respeto a las fuentes.
El primer inconveniente consiste en que Ramadan y Ratzinger no someten la sira y el Evangelio al filtro del método histórico, sino que les confieren una absoluta fiabilidad. “Sobre todo, confío en los Evangelios”, advierte Ratzinger, y de hecho en su exposición utiliza exégesis, pero nunca los somete, ni al Pentateuco, al contraste con los conocimientos históricos. Sale a escena hasta Adán, tributo a su creacionismo. Tariq Ramadan responde a análogo fideísmo, misiva del Profeta a Cosroes incluida, en una historia de buenos y malos. Estamos en el ámbito de la historia sagrada, que deja fuera la historia como tal.
Sólo que tanto los Evangelios como la vida de Mahoma son relatos complejos. En el caso de Ramadan, surge el obstáculo de los frecuentes episodios en que Mahoma ordena la práctica de la violencia. Consecuencia, los más espectaculares son omitidos. Por encima de todas las evidencias, los momentos más rudos de las campañas del Profeta armado son justificados acudiendo a una edulcoración o a la asignación a las víctimas de propósitos perversos. El Profeta no quería aniquilar a los clanes judíos de Medina, mas éstos le obligaron a ser implacable. La terrible historia de Safiya en Jaybar se vuelve un cuento de amor celestial. Se trata de presentar todos y cada uno de los actos del Profeta en su fase guerrera como respuestas necesarias de un hombre de paz al cerco hostil de su época, similar al sufrido hoy por el islam. Las enseñanzas de su biografía pueden parecer así plenamente actuales.
En Ratzinger, por fortuna, no tropezamos con un paisaje de conflictos y guerra encubierta, pero sí de permanente rechazo de catolicismo comprometido con los problemas reales del hombre. Las lecciones de su Jesús miran a las regiones celestiales, alejadas de las encíclicas de Juan XXIII. Ratzinger pone de relieve una y otra vez su concepción antropológica pesimista: “existencia pecaminosa”, “la suciedad del pasado que pesa sobre la vida”, “el poderoso que tiene prisionero al hombre”, la humanidad es “la oveja perdida”. De ahí que la interpretación científica de la Biblia pueda convertirse nada menos que en “un instrumento del Anticristo”. ¿Compensación? “El Reino de Dios está cerca”. Iglesia mediante, claro.
En más de un momento, Rat-zinger difumina las fronteras con el islam, una religión del dualismo Creador-criatura aceptado hasta el extremo, donde la segunda proclama su sumisión sin límites a Dios. No está lejos de ello el Papa al ver en el bautismo la “expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo”. El concepto ratzingeriano de “soberanía de Dios”, inspirado en el Antiguo Testamento, implica una absolutización de la voluntad divina comparable a otra soberanía de Dios, la hakimiyya definida por el teólogo islamista Sayyid Qutb, y contra mismo adversario: el pensamiento laico. Frente a “las falsas filosofías”, “la obediencia a la palabra de Dios”. El Jesús de Ratzinger “no es un rebelde, ni un liberal” (sic); retoma el núcleo de la Torá judaica. Desaparece la ley de Cristo como ley de libertad.
El cristianismo es una religión donde la dualidad Creador-criatura resulta superada al asumir el Hijo de Dios la condición humana y sacrificarse por ella. De ahí una valoración del hombre que los Evangelios muestran una y otra vez y que Ratzinger soslaya o esconde recurrentemente. No soporta que un episodio evangélico tenga una implicación con la vida humana, ya que centrarse en ésta, en la siempre denostada aspiración al “bienestar”, es tanto como alejarse de Dios. Y no duda en mutilar o añadir textos de su cosecha. Lo de “Dios hizo el sábado para el hombre, y no el hombre para el sábado” no se limita como escribe Ratzinger a “una frase”, sino que integrándose en una narración breve donde la necesidad prima sobre el ritual. En la tercera tentación de Satán, que le gusta tanto, lo que ofrece el diablo a Jesús es el poder material y la gloria, algo que nada tiene que ver con la concesión de bienestar para los hombres que Ratzinger añade por su cuenta. En la historia del buen samaritano, exhibe además un sorprendente desconocimiento del significado de la secta samaritana, sobradamente documentada. Y para concluir, en el relato del hijo pródigo, no es que el tal hijo se extravíe por buscar “una vida en plenitud”, “aprovechar la vida al máximo”, lo cual implica la condena de la autonomía como principio rector de la acción humana, sino por ser un golfo que se lo gasta todo en vicios y en prostitutas. Comparar esto con “la rebelión moderna contra Dios”, como hace Ratzinger, nos acerca de nuevo a la visión islamista.
Tanto el Muhammad de Tariq Ramadan como el Jesús de Nazaret del papa Ratzinger muestran que quienes están revestidos de la autoridad no aciertan necesariamente a la hora de mostrar los valores positivos de una religión. Más vale la “revolución espiritual” de inspiración budista que sostiene soportando el sufrimiento y por su pueblo Auung San Suu Kyi en Birmania. Claro que su budismo tiene la característica de ser una religión sin Dios.
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