Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 14/10/07):
Pronosticaba Ortega y Gasset en 1937 que Europa se sentiría unida el día en que un chino asomara la coleta por los Urales o se produjera una sacudida en el magma islámico. Ahora se nos agolpan los dos fenómenos y Europa dista mucho de la unidad, pero la conexión islámico-confuciana temida por el profesor Samuel P. Huntington en el marco del choque de civilizaciones no se ha producido. Las prioridades de China, promotora del Grupo de Shanghái (con Rusia y las repúblicas asiáticas exsoviéticas), radican en la estabilidad, la contención de la hegemonía norteamericana y la cooperación económica en Siberia.
China despertó con estrépito y nos ofrece el espectáculo fascinante de su febril desarrollo económico, su consumo desenfrenado de materias primas, sus desastres ecológicos, su asombroso proceso de urbanización y su estabilidad política bajo la dirección férrea del Partido Comunista de China (PPCh), cuyo 17° congreso se celebra en Pekín para situar al presidente Hu Jintao y su pensamiento en el panteón de los líderes históricos, tras Mao, Deng y Jiang.
LOS CHINOS traspasan todas las fronteras y acampan entre nosotros mientras se multiplican las lucubraciones sobre la influencia de su capitalismo autoritario en la superación de las crisis cíclicas y en la ambivalente financiación del desorbitado déficit de EEUU. “La escala de lo que ocurre en China resulta inimaginable”, asegura un profesor norteamericano tras estudiar el desarrollo urbano, sin parangón en la historia del mundo. Millones de chinos aguardan a las puertas del espacio quimérico que se extiende del mar Caspio a Vladivostok, tan rico en recursos como escaso de población.
El control de tan inmenso país y tan apabullantes perspectivas está en manos de un grupo reducido (no más de 12 personas) integrado por Hu y sus compañeros del comité permanente y de la comisión militar del comité central del PCCh, organismos que concentran todos los poderes y que previsiblemente serán rejuvenecidos por el congreso. Desde que tomó el relevo en 2002, de manos de Jiang Zemin, el presidente Hu, líder máximo del partido, ha procurado rodearse de fieles y consolidar su poder, de manera que puede ofrecer a los delegados un nuevo código de conducta que promueva los reajustes necesarios para que nada sustancial cambie.
Abandonado el maoísmo en el basurero de la historia, reducido el socialismo a un adorno del nacionalismo, el pensamiento de Hu sigue la línea pragmática de Deng y se centra en las cuestiones morales convenientes para construir “una sociedad armoniosa” y, por ende, jerarquizada. Un viejo sueño confuciano, con más de 2.000 años de antigüedad, ahora convertido en parapeto ideológico de una dictadura implacable sobre las necesidades, apenas mitigada por la presión demográfica, el orgullo nacional, la urgencia de preservar pulcro el escaparate de los Juegos Olímpicos de 2008 y las ansias colectivas de prosperidad.
La doctrina presidencial incluye un curioso, ingenuo y doble catecismo de “ocho virtudes y ocho pecados” (por ejemplo, “ama a tu país, no le hagas daño”), que será incluido en la constitución del PCCh y que subraya el peso excesivo de la tradición. El desarrollo acelerado del país, su apertura al mundo y la habilidad y competencia de sus dirigentes contrastan con la simbología arcaica y personalista que envuelve a su timonel. El intenso debate entre los octogenarios intelectuales marxistas y las tímidas propuestas para abandonar “el socialismo por la violencia” en aras de un socialismo democrático, aunque difundidos en internet, han sido sofocados en aras de la unidad, el empuje de las nuevas generaciones prestas a enriquecerse y la consagración de Hu. El fantasma soviético desaconseja cualquier experimento.
En contraste con sus predecesores, que tenían prestigio revolucionario o encarnaban la ruptura con el maoísmo cataclismático de las comunas o la revolución cultural, Hu es un hombre enigmático y precavido que ha escalado pacientemente todos los peldaños y que está persuadido de que sólo el PCCh es capaz de mantener el avance económico, la unidad y la independencia de un país con peligrosas inclinaciones centrífugas, convulsionado socialmente por el abismo entre el dinamismo trepidante de sus fachadas marítimas y el atraso rural, lo que provoca un permanente éxodo bíblico.
PESE AL tiempo transcurrido desde la matanza de Tiananmen (1989), la disidencia sigue bajo la férula de un poder intolerante que airea su objetivo de un Estado de derecho, pero que mantiene el monopolio político del PCCh, al que se subordinan las ambiciones de la burguesía mercantil en estrecha connivencia con la burocracia. No solo los pingües negocios frenan los ímpetus democratizadores de Occidente. Los peligros inherentes a una genuina apertura política abruman a los realistas que siguen el camino inaugurado por Nixon y Kissinger en 1972 en su entrevista con Mao, porque un estallido de China abriría las puertas de todos los infiernos.
Los problemas que acucian a la dirección del PCCh derivan de la marcha incontenible del país. Durante sus cinco años como timonel, Hu y sus epígonos han combatido la rampante corrupción más allá de la retórica, han reconocido el oprobio de que China sea el país más contaminante y la necesidad de frenar las disparidades sociales, pero no han hecho nada por cambiar una cultura política que sigue anclada en el despotismo desarrollista.
Pronosticaba Ortega y Gasset en 1937 que Europa se sentiría unida el día en que un chino asomara la coleta por los Urales o se produjera una sacudida en el magma islámico. Ahora se nos agolpan los dos fenómenos y Europa dista mucho de la unidad, pero la conexión islámico-confuciana temida por el profesor Samuel P. Huntington en el marco del choque de civilizaciones no se ha producido. Las prioridades de China, promotora del Grupo de Shanghái (con Rusia y las repúblicas asiáticas exsoviéticas), radican en la estabilidad, la contención de la hegemonía norteamericana y la cooperación económica en Siberia.
China despertó con estrépito y nos ofrece el espectáculo fascinante de su febril desarrollo económico, su consumo desenfrenado de materias primas, sus desastres ecológicos, su asombroso proceso de urbanización y su estabilidad política bajo la dirección férrea del Partido Comunista de China (PPCh), cuyo 17° congreso se celebra en Pekín para situar al presidente Hu Jintao y su pensamiento en el panteón de los líderes históricos, tras Mao, Deng y Jiang.
LOS CHINOS traspasan todas las fronteras y acampan entre nosotros mientras se multiplican las lucubraciones sobre la influencia de su capitalismo autoritario en la superación de las crisis cíclicas y en la ambivalente financiación del desorbitado déficit de EEUU. “La escala de lo que ocurre en China resulta inimaginable”, asegura un profesor norteamericano tras estudiar el desarrollo urbano, sin parangón en la historia del mundo. Millones de chinos aguardan a las puertas del espacio quimérico que se extiende del mar Caspio a Vladivostok, tan rico en recursos como escaso de población.
El control de tan inmenso país y tan apabullantes perspectivas está en manos de un grupo reducido (no más de 12 personas) integrado por Hu y sus compañeros del comité permanente y de la comisión militar del comité central del PCCh, organismos que concentran todos los poderes y que previsiblemente serán rejuvenecidos por el congreso. Desde que tomó el relevo en 2002, de manos de Jiang Zemin, el presidente Hu, líder máximo del partido, ha procurado rodearse de fieles y consolidar su poder, de manera que puede ofrecer a los delegados un nuevo código de conducta que promueva los reajustes necesarios para que nada sustancial cambie.
Abandonado el maoísmo en el basurero de la historia, reducido el socialismo a un adorno del nacionalismo, el pensamiento de Hu sigue la línea pragmática de Deng y se centra en las cuestiones morales convenientes para construir “una sociedad armoniosa” y, por ende, jerarquizada. Un viejo sueño confuciano, con más de 2.000 años de antigüedad, ahora convertido en parapeto ideológico de una dictadura implacable sobre las necesidades, apenas mitigada por la presión demográfica, el orgullo nacional, la urgencia de preservar pulcro el escaparate de los Juegos Olímpicos de 2008 y las ansias colectivas de prosperidad.
La doctrina presidencial incluye un curioso, ingenuo y doble catecismo de “ocho virtudes y ocho pecados” (por ejemplo, “ama a tu país, no le hagas daño”), que será incluido en la constitución del PCCh y que subraya el peso excesivo de la tradición. El desarrollo acelerado del país, su apertura al mundo y la habilidad y competencia de sus dirigentes contrastan con la simbología arcaica y personalista que envuelve a su timonel. El intenso debate entre los octogenarios intelectuales marxistas y las tímidas propuestas para abandonar “el socialismo por la violencia” en aras de un socialismo democrático, aunque difundidos en internet, han sido sofocados en aras de la unidad, el empuje de las nuevas generaciones prestas a enriquecerse y la consagración de Hu. El fantasma soviético desaconseja cualquier experimento.
En contraste con sus predecesores, que tenían prestigio revolucionario o encarnaban la ruptura con el maoísmo cataclismático de las comunas o la revolución cultural, Hu es un hombre enigmático y precavido que ha escalado pacientemente todos los peldaños y que está persuadido de que sólo el PCCh es capaz de mantener el avance económico, la unidad y la independencia de un país con peligrosas inclinaciones centrífugas, convulsionado socialmente por el abismo entre el dinamismo trepidante de sus fachadas marítimas y el atraso rural, lo que provoca un permanente éxodo bíblico.
PESE AL tiempo transcurrido desde la matanza de Tiananmen (1989), la disidencia sigue bajo la férula de un poder intolerante que airea su objetivo de un Estado de derecho, pero que mantiene el monopolio político del PCCh, al que se subordinan las ambiciones de la burguesía mercantil en estrecha connivencia con la burocracia. No solo los pingües negocios frenan los ímpetus democratizadores de Occidente. Los peligros inherentes a una genuina apertura política abruman a los realistas que siguen el camino inaugurado por Nixon y Kissinger en 1972 en su entrevista con Mao, porque un estallido de China abriría las puertas de todos los infiernos.
Los problemas que acucian a la dirección del PCCh derivan de la marcha incontenible del país. Durante sus cinco años como timonel, Hu y sus epígonos han combatido la rampante corrupción más allá de la retórica, han reconocido el oprobio de que China sea el país más contaminante y la necesidad de frenar las disparidades sociales, pero no han hecho nada por cambiar una cultura política que sigue anclada en el despotismo desarrollista.
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