Por Hugh Thomas, historiador (ABC, 15/10/07):
Durante todo este año se han celebrado en Inglaterra gran cantidad de exposiciones y encuentros dedicados a la conmemoración del segundo centenario de la abolición del comercio de esclavos africanos, que tuvo lugar en 1807. La biblioteca de la Universidad de Cambridge, el nuevo Museo del Esclavo en Liverpool, el Gran Salón del Palacio de Westminster en las cámaras del Parlamento y el Museo del Imperio en Bristol han tenido su recuerdo. Supongo que ha habido muchos otros lugares que también han tenido el suyo. Yo mismo participé en un curioso encuentro en una versión moderna de un barco de esclavos amarrado, muy apropiadamente, en Sugar Quay, en la ciudad de Londres.
Algunas de las exposiciones sobre el tema incluían fotos conmovedoras, interesantes e incluso nuevas sobre algún aspecto u otro de la trata de esclavos. Es oportuno rememorar este acontecimiento de 1807, puesto que señala el fin triunfal de una campaña parlamentaria bien librada que dirigió un elocuente político conservador de la época dorada de la política parlamentaria en Inglaterra, William Wilberforce.
Wilberforce consagró todo su tiempo y esfuerzo a la causa entre 1788 y 1807, cerca de veinte años de dedicación. Además, el triunfo de Wilberforce no sólo señaló el final del comercio británico de esclavos, sino también el principio del fin del comercio en otros países europeos, entre ellos España, y, a la larga, incluso de la esclavitud, que había sido una institución en todas las sociedades desde el albor de los tiempos.
Estos aspectos de la necesidad de conmemorarlo no se han mencionado demasiado en Inglaterra este año, pero es deseable hacerlo. La trata en otros países ha sido olvidada, y ni los nombres de los abolicionistas españoles Cánovas del Castillo y Vizcarrando, ni de los franceses, como el brillante novelista Benjamin Constant, y ni siquiera el del destacado estadounidense Benezet, han figurado lo más mínimo en estas celebraciones.
Ha habido otras tres cuestiones que han sido pasadas por alto y el silencio respecto a ellas ha sido un error. Primero, la más compleja de todas. Se trata de la inmensa cantidad de esclavos transportados desde puertos africanos hasta el nuevo mundo a través del Atlántico entre, pongamos, 1500 y 1870. Un 90 por ciento, o tal vez más, fueron vendidos a capitanes y comerciantes europeos por reyes, mercaderes y nobles africanos. A este respecto, el gran Voltaire, en su Dictionnaire Philosophique, vertía uno de sus habituales comentarios secos y agudos: «La gente que trafica con sus propios hijos es más condenable que los compradores. Este tráfico de esclavos demuestra nuestra superioridad (es decir, la europea)».
A Voltaire tal vez le hubiera sorprendido que en las exposiciones dedicadas en 2007 a la abolición no se nos lleve a reconocer a vendedores africanos de esclavos de la talla de los reyes de Dahomey o Congo, o los comerciantes de la costa de Nigeria o de lo que ahora constituye el África Ecuatorial; Goree o el río Senegal permanecen ocultos para nosotros.
Luego hay que reconocer que mucho antes del comienzo de la trata atlántica de esclavos, y posteriormente, también los mercaderes árabes estaban atareados con la venta de esclavos procedentes de África Occidental, a los que trasladaban al norte de África a través del Sahara a una escala comparable al tráfico marítimo de esclavos por el Atlántico.
Algunos eruditos franceses en particular sostienen que el número de esclavos que fueron transportados por el Sahara entre los siglos VIII y XIX era similar al que cruzó el Atlántico. Lo que puede decirse es que esos esclavos negros elegidos para ser castrados en el norte de África con el fin de convertirlos en eunucos no lo pasaron demasiado bien en su periodo de recuperación.
En tercer lugar, se diga lo que se diga sobre la naturaleza del gran comercio inglés de esclavos efectuado a través del Atlántico antes de la abolición, cabe reconocer que las dos generaciones posteriores a 1808 sí presenciaron la actividad de la flota británica frente a las costas de África, Cuba y Brasil para intentar impedir que continuara el tráfico.
Nuestro bullicioso ministro de Asuntos Exteriores Lord Palmerston (conocido como «Cupido» entre sus amigos, y sobre todo entre sus numerosas amigas) dijo que su contribución a la destrucción del comercio de esclavos brasileño era el logro del que se sentía más orgulloso. Julián de Zulueta, el gran importador vasco de esclavos a Cuba, poseía buques de vapor que eran mucho más rápidos y potentes que los viejos barcos de la armada británica. Pese a ello, al final el tráfico de esclavos de Zulueta tocó a su fin en torno a 1870, y uno de los motivos fue la actividad naval de Gran Bretaña.
Los franceses y los estadounidenses se mostraban particularmente cínicos en esto. Creían que a los británicos les interesaba reafirmar su poder mundial mediante un altruismo marítimo superficial. Un planteamiento más equilibrado reconocería el debido mérito. Recordando que los mercaderes británicos traían algodón de plantaciones trabajadas por esclavos, los franceses comentaban con sorna que no éramos más filántropos que una bola de algodón.
Merece la pena estudiar parte de la historia por la luz que un conocimiento de la misma arroja sobre el presente. Ahora que el comercio de esclavos parece entrar en el temario de muchas escuelas inglesas, vale la pena intentar establecer un planteamiento justo que dé margen a un elemento de satisfacción patriota.
Naturalmente, hubo contradicciones en el movimiento abolicionista, como en todos los acontecimientos históricos. Pero el fin de la trata de esclavos en el Atlántico es algo de lo que los ingleses pueden sentirse bastante orgullosos. Sin embargo, en las exposiciones que se han presentado este año lo que cobra protagonismo es la brutalidad de los acontecimientos que tuvieron lugar antes de 1807. Esto nos dice mucho sobre nuestro tratamiento moderno de la historia, y no sólo en Inglaterra.
Durante todo este año se han celebrado en Inglaterra gran cantidad de exposiciones y encuentros dedicados a la conmemoración del segundo centenario de la abolición del comercio de esclavos africanos, que tuvo lugar en 1807. La biblioteca de la Universidad de Cambridge, el nuevo Museo del Esclavo en Liverpool, el Gran Salón del Palacio de Westminster en las cámaras del Parlamento y el Museo del Imperio en Bristol han tenido su recuerdo. Supongo que ha habido muchos otros lugares que también han tenido el suyo. Yo mismo participé en un curioso encuentro en una versión moderna de un barco de esclavos amarrado, muy apropiadamente, en Sugar Quay, en la ciudad de Londres.
Algunas de las exposiciones sobre el tema incluían fotos conmovedoras, interesantes e incluso nuevas sobre algún aspecto u otro de la trata de esclavos. Es oportuno rememorar este acontecimiento de 1807, puesto que señala el fin triunfal de una campaña parlamentaria bien librada que dirigió un elocuente político conservador de la época dorada de la política parlamentaria en Inglaterra, William Wilberforce.
Wilberforce consagró todo su tiempo y esfuerzo a la causa entre 1788 y 1807, cerca de veinte años de dedicación. Además, el triunfo de Wilberforce no sólo señaló el final del comercio británico de esclavos, sino también el principio del fin del comercio en otros países europeos, entre ellos España, y, a la larga, incluso de la esclavitud, que había sido una institución en todas las sociedades desde el albor de los tiempos.
Estos aspectos de la necesidad de conmemorarlo no se han mencionado demasiado en Inglaterra este año, pero es deseable hacerlo. La trata en otros países ha sido olvidada, y ni los nombres de los abolicionistas españoles Cánovas del Castillo y Vizcarrando, ni de los franceses, como el brillante novelista Benjamin Constant, y ni siquiera el del destacado estadounidense Benezet, han figurado lo más mínimo en estas celebraciones.
Ha habido otras tres cuestiones que han sido pasadas por alto y el silencio respecto a ellas ha sido un error. Primero, la más compleja de todas. Se trata de la inmensa cantidad de esclavos transportados desde puertos africanos hasta el nuevo mundo a través del Atlántico entre, pongamos, 1500 y 1870. Un 90 por ciento, o tal vez más, fueron vendidos a capitanes y comerciantes europeos por reyes, mercaderes y nobles africanos. A este respecto, el gran Voltaire, en su Dictionnaire Philosophique, vertía uno de sus habituales comentarios secos y agudos: «La gente que trafica con sus propios hijos es más condenable que los compradores. Este tráfico de esclavos demuestra nuestra superioridad (es decir, la europea)».
A Voltaire tal vez le hubiera sorprendido que en las exposiciones dedicadas en 2007 a la abolición no se nos lleve a reconocer a vendedores africanos de esclavos de la talla de los reyes de Dahomey o Congo, o los comerciantes de la costa de Nigeria o de lo que ahora constituye el África Ecuatorial; Goree o el río Senegal permanecen ocultos para nosotros.
Luego hay que reconocer que mucho antes del comienzo de la trata atlántica de esclavos, y posteriormente, también los mercaderes árabes estaban atareados con la venta de esclavos procedentes de África Occidental, a los que trasladaban al norte de África a través del Sahara a una escala comparable al tráfico marítimo de esclavos por el Atlántico.
Algunos eruditos franceses en particular sostienen que el número de esclavos que fueron transportados por el Sahara entre los siglos VIII y XIX era similar al que cruzó el Atlántico. Lo que puede decirse es que esos esclavos negros elegidos para ser castrados en el norte de África con el fin de convertirlos en eunucos no lo pasaron demasiado bien en su periodo de recuperación.
En tercer lugar, se diga lo que se diga sobre la naturaleza del gran comercio inglés de esclavos efectuado a través del Atlántico antes de la abolición, cabe reconocer que las dos generaciones posteriores a 1808 sí presenciaron la actividad de la flota británica frente a las costas de África, Cuba y Brasil para intentar impedir que continuara el tráfico.
Nuestro bullicioso ministro de Asuntos Exteriores Lord Palmerston (conocido como «Cupido» entre sus amigos, y sobre todo entre sus numerosas amigas) dijo que su contribución a la destrucción del comercio de esclavos brasileño era el logro del que se sentía más orgulloso. Julián de Zulueta, el gran importador vasco de esclavos a Cuba, poseía buques de vapor que eran mucho más rápidos y potentes que los viejos barcos de la armada británica. Pese a ello, al final el tráfico de esclavos de Zulueta tocó a su fin en torno a 1870, y uno de los motivos fue la actividad naval de Gran Bretaña.
Los franceses y los estadounidenses se mostraban particularmente cínicos en esto. Creían que a los británicos les interesaba reafirmar su poder mundial mediante un altruismo marítimo superficial. Un planteamiento más equilibrado reconocería el debido mérito. Recordando que los mercaderes británicos traían algodón de plantaciones trabajadas por esclavos, los franceses comentaban con sorna que no éramos más filántropos que una bola de algodón.
Merece la pena estudiar parte de la historia por la luz que un conocimiento de la misma arroja sobre el presente. Ahora que el comercio de esclavos parece entrar en el temario de muchas escuelas inglesas, vale la pena intentar establecer un planteamiento justo que dé margen a un elemento de satisfacción patriota.
Naturalmente, hubo contradicciones en el movimiento abolicionista, como en todos los acontecimientos históricos. Pero el fin de la trata de esclavos en el Atlántico es algo de lo que los ingleses pueden sentirse bastante orgullosos. Sin embargo, en las exposiciones que se han presentado este año lo que cobra protagonismo es la brutalidad de los acontecimientos que tuvieron lugar antes de 1807. Esto nos dice mucho sobre nuestro tratamiento moderno de la historia, y no sólo en Inglaterra.
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