Por Bernard-Henri Lévy, escritor y filósofo. Está considerado como uno de los intelectuales más influyentes de Francia (EL MUNDO, 22/10/07):
Se puede ser, como soy yo, un opositor a la política del nuevo Gobierno de Francia. Se puede considerar racista el discurso que Nicolas Sarkozy realizó en Dakar el pasado verano, indigna su idea de realizar tests de ADN a los inmigrantes para agrupar familias, insoportable la persecución a la que se somete en el país a los sin papales, y, al mismo tiempo, intentar sopesar este extraño acontecimiento que constituye el anunciado divorcio del presidente de la República.
Primero, cabe reflexionar sobre la reacción de los socialistas. Me parece especialmente llamativa la actitud de esos dirigentes que, una vez conocida la noticia, lo único que supieron hacer fue poner el grito en el cielo, con la actitud malévola del que ve complots en todos los acontecimientos. «¡Qué bribón¡ ¡Lo hizo aposta! Lo anuncia hoy para romper la huelga de transportistas».
Creo que deberían haberse callado esos socialistas. Y respetar el dolor privado. A lo sumo, podrían haber lamentado el escándalo político montado y decir, como se hizo en EEUU en la época del caso Lewinsky: «¡Move on! ¡Miremos adelante y volvamos a los auténticos problemas de la gente!». Pero no. Prefirieron optar por el conspiracionismo. Y, al hacerlo, dieron un nuevo signo (otro más) del auténtico estado de descomposición cadavérica en el que yace hoy la izquierda gala.
En segundo lugar, hay que analizar la reacción del presidente. Me parece, por qué no decirlo, extraordinariamente dolorosa la aventura de este hombre, que se creía dueño de sí mismo y del universo, que creía controlar todo el poder, todo, incluida la puesta en escena de sus afectos y de los afectos de sus allegados, y que se topa, aquí, con su propia medicina, con su propio escándalo. Un escándalo que tiene el rostro de la mujer a la que amaba, al mismo tiempo que el de su complicidad en el arte -que creía infalible- de la seducción de las muchedumbres y de la conquista del poder.
¿Cazador cazado? Lógicamente. Y maquinista maquinado. Y director dirigido. Y no por la tiranía de la intimidad al estilo del sociólogo estadounidense Richard Sennett, sino por su drama, por su tragedia, por su deriva irónica y fatal. Una deriva de un proyecto existencial desarreglado por ese otro yo, que puede parecer hasta emocionante, por poco que se quiera dejar en suspenso, aunque sólo sea por un instante, el fragor de la batalla política.
En tercer lugar, la atención se centra otra vez en el presidente. Es conocida la famosa teoría panóptica, elaborada en el siglo XVIII por Jeremy Bentham, según la cual el máximo poder lo detenta aquél que, situándose por encima de la sociedad, la tiene bajo su mirada. Pues bien, este divorcio de Estado es, una vez más, la inversión del dispositivo. La inversión panóptica. Se trata no ya de los gobernados bajo el ojo del gobernante, sino del gobernante bajo el ojo insaciable, voraz y ebrio de curiosidad de los gobernados.
Y, en contra de lo que suele decirse, es la prueba de que la democracia de la opinión pública le ha ganado definitivamente la batalla a la monarquía republicana. Sarkozy es quien es. Como todos los que lo precedieron, es una bestia de Estado dispuesta a todas las maniobras. Nadie me va a impedir pensar que, el otro día, en las imágenes de su llegada a la cumbre de Lisboa, bajo la atenta mirada de las cámaras del mundo entero persiguiendo la más mínima de sus miradas, de sus gestos y de sus signos de febrilidad o de serenidad engolada, la bestia de Estado se tornó, de pronto, en bestia acosada.
Y, por último, quiero tener un recuerdo para Kantorowitz y su doctrina del doble cuerpo del rey: humano por un lado, demasiado humano, y por el otro, sagrado, sacerdotal, cuerpo sublime del representante de Dios en la Tierra, casi inmortal de tanto desencarnarse. Ninguno de los anteriores presidentes de la República francesa había cuestionado seriamente este esquema. Desde De Gaulle a Mitterrand e, incluso, pasando por Jacques Chirac, todos siguieron siendo más o menos fieles a la ley según la cual el príncipe tiene que mostrarse distante, hierático en la escena, nada obsceno, liberado en la medida de lo posible de pasiones humanas. Sarkozy es el primero que rompe el código. Es el primero en mostrar su vulnerabilidad, su cuerpo, su sudor cuando hace jogging, sus estados de ánimo, sus impaciencias y, hoy, su desconcierto de individuo falible y mortal.
Se puede deplorar la situación. Se puede pensar, como los nostálgicos de la cultura del nacional republicanismo, que este presidente tiene demasiado cuerpo. Se puede echar de menos los tiempos de los señores de antaño. Pero el hecho está ahí. Y con él, un nuevo paso hacia la laicización -necesaria- del espacio público y político.
Una última palabra, para terminar, a propósito de la otra protagonista del caso: Cecilia Sarkozy. Pienso en las lecciones de saber estar de nuestras anteriores primeras damas. Pienso en todos los sapos y culebras que, según sus propias confesiones, tuvieron que tragarse. Por encima de la política, pienso en esa ortodoxia burguesa que postula que, desde hace tanto tiempo, tantas esposas hayan cedido ante sus propios deseos y capitulado. Y no puedo menos que pensar que, por lo tanto, hay algo de bellísimo en el caso de esta mujer que cargaba con el fardo de las componendas y de las simulaciones. Y que, curiosamente, decidió dejar su traje de marioneta y salir del escenario, en el momento en el que otras muchas sueñan con entrar en él. Ni Jackie. Ni Lady Di. Una mujer incomprensible. Mercuriana. Libre. Y eso es algo que hay que proclamar y agradecer.
Se puede ser, como soy yo, un opositor a la política del nuevo Gobierno de Francia. Se puede considerar racista el discurso que Nicolas Sarkozy realizó en Dakar el pasado verano, indigna su idea de realizar tests de ADN a los inmigrantes para agrupar familias, insoportable la persecución a la que se somete en el país a los sin papales, y, al mismo tiempo, intentar sopesar este extraño acontecimiento que constituye el anunciado divorcio del presidente de la República.
Primero, cabe reflexionar sobre la reacción de los socialistas. Me parece especialmente llamativa la actitud de esos dirigentes que, una vez conocida la noticia, lo único que supieron hacer fue poner el grito en el cielo, con la actitud malévola del que ve complots en todos los acontecimientos. «¡Qué bribón¡ ¡Lo hizo aposta! Lo anuncia hoy para romper la huelga de transportistas».
Creo que deberían haberse callado esos socialistas. Y respetar el dolor privado. A lo sumo, podrían haber lamentado el escándalo político montado y decir, como se hizo en EEUU en la época del caso Lewinsky: «¡Move on! ¡Miremos adelante y volvamos a los auténticos problemas de la gente!». Pero no. Prefirieron optar por el conspiracionismo. Y, al hacerlo, dieron un nuevo signo (otro más) del auténtico estado de descomposición cadavérica en el que yace hoy la izquierda gala.
En segundo lugar, hay que analizar la reacción del presidente. Me parece, por qué no decirlo, extraordinariamente dolorosa la aventura de este hombre, que se creía dueño de sí mismo y del universo, que creía controlar todo el poder, todo, incluida la puesta en escena de sus afectos y de los afectos de sus allegados, y que se topa, aquí, con su propia medicina, con su propio escándalo. Un escándalo que tiene el rostro de la mujer a la que amaba, al mismo tiempo que el de su complicidad en el arte -que creía infalible- de la seducción de las muchedumbres y de la conquista del poder.
¿Cazador cazado? Lógicamente. Y maquinista maquinado. Y director dirigido. Y no por la tiranía de la intimidad al estilo del sociólogo estadounidense Richard Sennett, sino por su drama, por su tragedia, por su deriva irónica y fatal. Una deriva de un proyecto existencial desarreglado por ese otro yo, que puede parecer hasta emocionante, por poco que se quiera dejar en suspenso, aunque sólo sea por un instante, el fragor de la batalla política.
En tercer lugar, la atención se centra otra vez en el presidente. Es conocida la famosa teoría panóptica, elaborada en el siglo XVIII por Jeremy Bentham, según la cual el máximo poder lo detenta aquél que, situándose por encima de la sociedad, la tiene bajo su mirada. Pues bien, este divorcio de Estado es, una vez más, la inversión del dispositivo. La inversión panóptica. Se trata no ya de los gobernados bajo el ojo del gobernante, sino del gobernante bajo el ojo insaciable, voraz y ebrio de curiosidad de los gobernados.
Y, en contra de lo que suele decirse, es la prueba de que la democracia de la opinión pública le ha ganado definitivamente la batalla a la monarquía republicana. Sarkozy es quien es. Como todos los que lo precedieron, es una bestia de Estado dispuesta a todas las maniobras. Nadie me va a impedir pensar que, el otro día, en las imágenes de su llegada a la cumbre de Lisboa, bajo la atenta mirada de las cámaras del mundo entero persiguiendo la más mínima de sus miradas, de sus gestos y de sus signos de febrilidad o de serenidad engolada, la bestia de Estado se tornó, de pronto, en bestia acosada.
Y, por último, quiero tener un recuerdo para Kantorowitz y su doctrina del doble cuerpo del rey: humano por un lado, demasiado humano, y por el otro, sagrado, sacerdotal, cuerpo sublime del representante de Dios en la Tierra, casi inmortal de tanto desencarnarse. Ninguno de los anteriores presidentes de la República francesa había cuestionado seriamente este esquema. Desde De Gaulle a Mitterrand e, incluso, pasando por Jacques Chirac, todos siguieron siendo más o menos fieles a la ley según la cual el príncipe tiene que mostrarse distante, hierático en la escena, nada obsceno, liberado en la medida de lo posible de pasiones humanas. Sarkozy es el primero que rompe el código. Es el primero en mostrar su vulnerabilidad, su cuerpo, su sudor cuando hace jogging, sus estados de ánimo, sus impaciencias y, hoy, su desconcierto de individuo falible y mortal.
Se puede deplorar la situación. Se puede pensar, como los nostálgicos de la cultura del nacional republicanismo, que este presidente tiene demasiado cuerpo. Se puede echar de menos los tiempos de los señores de antaño. Pero el hecho está ahí. Y con él, un nuevo paso hacia la laicización -necesaria- del espacio público y político.
Una última palabra, para terminar, a propósito de la otra protagonista del caso: Cecilia Sarkozy. Pienso en las lecciones de saber estar de nuestras anteriores primeras damas. Pienso en todos los sapos y culebras que, según sus propias confesiones, tuvieron que tragarse. Por encima de la política, pienso en esa ortodoxia burguesa que postula que, desde hace tanto tiempo, tantas esposas hayan cedido ante sus propios deseos y capitulado. Y no puedo menos que pensar que, por lo tanto, hay algo de bellísimo en el caso de esta mujer que cargaba con el fardo de las componendas y de las simulaciones. Y que, curiosamente, decidió dejar su traje de marioneta y salir del escenario, en el momento en el que otras muchas sueñan con entrar en él. Ni Jackie. Ni Lady Di. Una mujer incomprensible. Mercuriana. Libre. Y eso es algo que hay que proclamar y agradecer.
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