Por Alfonso S. Palomares, periodista (EL PERIÓDICO, 16/10/07):
Ahora, con motivo del 40° aniversario del asesinato del Che en el altiplano boliviano, desde los diversos medios de comunicación nos han inundado con un diluvio de crónicas, reportajes y artículos diversos. El Che era un hombre exagerado, para quien la palabra revolución tenía el significado de redención. Y las redenciones se cobran desmesurados tributos de sangre. De ahí la carga pasional y apasionada que tienen las palabras que llueven sobre él. Pasiones encontradas y contradictorias. Unos le retratan como referente de la mitología de todas las rebeliones, y la encarnación de la pureza original de la revolución cubana y de muchas revoluciones sin destino. Otros, como un hombre frío, autoritario y brutal dispuesto a sacrificar en el altar absoluto de la revolución a quienes se oponían o planteaban dudas, aparte de los enemigos, por supuesto. Pero, en el caso del Che, una imagen ha valido más que millones de palabras. Al hablar de imagen me refiero a la famosa foto de Alberto Korda en la que aparece Ernesto Guevara, el Che, con la estrella de comandante en la boina, el pelo en un armónico desorden y mirada de visionario. Un rostro verdaderamente hermoso. Esa imagen ha sido la más reproducida del planeta en las cuatro últimas décadas.
A PRINCIPIOS de enero de 1966, un año y 10 meses antes de su muerte, se celebró en La Habana la Conferencia Tricontinental. La gran cita de los revolucionarios y guerrilleros de tres continentes: Asia, África y América. Así como de los intelectuales que creían que la revolución cubana era el camino para la liberación de los pueblos y de los pobres. La palabra revolución llevaba la carga de la esperanza. Revolución también significaba, sobre todas las cosas, la destrucción del imperialismo encarnado por Estados Unidos. Revolución e imperialismo eran más que dos palabras, eran un cargamento de ideologías encontradas y sobre esas dos palabras se balanceaban los entusiasmos y las repulsas de la mayoría de los asistentes.
De España fuimos dos periodistas: el redactor jefe de la revista Triunfo, Eduardo García Rico, y yo. No acudió ninguna representación de los partidos clandestinos, ni de otros estamentos culturales situados en el paisaje de la izquierda. En el largo viaje desde Barajas a Rancho Boyeros (había que hacer escala en Gander, Terranova) coincidimos con Mario Vargas Llosa, acompañado de su esposa, Patricia, embarazada de su primer hijo, Álvaro. El joven Mario acababa de tener un éxito muy vistoso y reconocido con la novela La ciudad y los perros, y alineaba sus entusiasmos políticos con el castrismo. En el avión iban también Josephine Baker, Alberto Moravia y otros escritores menos conocidos.
En los salones del hotel Habana Libre, antes Hilton, en donde se celebraban las sesiones de la conferencia, lucían los uniformes de las más variadas guerrillas y guerrilleros que luchaban por cambiar el mundo en los tres continentes. El Che ya no estaba, andaba buscando nuevos campos de batalla, pero su espíritu y sus planteamientos estratégicos flotaban sobre la conferencia, y sus mensajes se repetían como rosarios monótonos. Nadie conocía su paradero (a no ser Fidel y su cercanísimo entorno): unos decían que estaba en África; otros, que ya estaba en un lugar de América Latina. Ya había fracasado en su aventura congoleña, pero no se sabía ni se decía. Incluso Salvador Allende, que venía de perder unas elecciones, lo ignoraba. Me lo dijo con toda rotundidad.
Un día, a escritores, periodistas y observadores nos llevaron a visitar Pinar del Río y comimos en un restaurante de amplios ventanales que daban a una montaña cubierta literalmente por una gigantesca fotografía del Che, un montaje desmesurado. En mi mesa, a mi derecha, se sentaba Hildita Gadea, la hija mayor del Che, que entonces tenía 14 años y murió antes de cumplir 40. Le preguntaron por papá y respondió que estaba haciendo la revolución.
En la conferencia se aceptaba que había que hacer la guerra mundial contra Estados Unidos, y se proclamaba como dogma la consigna del Che de que había que crear uno, dos, tres Vietnam, muchos Vietnam, en el camino hacia la victoria… Hasta la victoria siempre. Era un error y un disparate, pero lo aplaudíamos, porque la revolución era una alucinación colectiva de cierta izquierda. La URSS estaba en otra cosa: la coexistencia pacífica con Estados Unidos.
TODOS aquellos planteamientos delirantes fracasaron estrepitosamente: unos, ahogados en sangre; otros, por abandono. Sin embargo, el Che sigue siendo un mito. Hay varias razones para ello, entre otras la de que murió joven y de forma violenta, pero la principal es la de que los marginados de la tierra lo ven como un símbolo de la esperanza y quienes sueñan con cambiar el mundo, lo toman como ejemplo; los inconformistas y soñadores, como el icono de las apuestas por lo imposible. Encarna el arquetipo del hombre dispuesto a dar la vida por sus ideas, y la dio. Lo peor de los hombres dispuestos a dar la vida por sus ideas es que también lo están a matar por ellas. Esa es la cara oscura del Che.
Ahora, con motivo del 40° aniversario del asesinato del Che en el altiplano boliviano, desde los diversos medios de comunicación nos han inundado con un diluvio de crónicas, reportajes y artículos diversos. El Che era un hombre exagerado, para quien la palabra revolución tenía el significado de redención. Y las redenciones se cobran desmesurados tributos de sangre. De ahí la carga pasional y apasionada que tienen las palabras que llueven sobre él. Pasiones encontradas y contradictorias. Unos le retratan como referente de la mitología de todas las rebeliones, y la encarnación de la pureza original de la revolución cubana y de muchas revoluciones sin destino. Otros, como un hombre frío, autoritario y brutal dispuesto a sacrificar en el altar absoluto de la revolución a quienes se oponían o planteaban dudas, aparte de los enemigos, por supuesto. Pero, en el caso del Che, una imagen ha valido más que millones de palabras. Al hablar de imagen me refiero a la famosa foto de Alberto Korda en la que aparece Ernesto Guevara, el Che, con la estrella de comandante en la boina, el pelo en un armónico desorden y mirada de visionario. Un rostro verdaderamente hermoso. Esa imagen ha sido la más reproducida del planeta en las cuatro últimas décadas.
A PRINCIPIOS de enero de 1966, un año y 10 meses antes de su muerte, se celebró en La Habana la Conferencia Tricontinental. La gran cita de los revolucionarios y guerrilleros de tres continentes: Asia, África y América. Así como de los intelectuales que creían que la revolución cubana era el camino para la liberación de los pueblos y de los pobres. La palabra revolución llevaba la carga de la esperanza. Revolución también significaba, sobre todas las cosas, la destrucción del imperialismo encarnado por Estados Unidos. Revolución e imperialismo eran más que dos palabras, eran un cargamento de ideologías encontradas y sobre esas dos palabras se balanceaban los entusiasmos y las repulsas de la mayoría de los asistentes.
De España fuimos dos periodistas: el redactor jefe de la revista Triunfo, Eduardo García Rico, y yo. No acudió ninguna representación de los partidos clandestinos, ni de otros estamentos culturales situados en el paisaje de la izquierda. En el largo viaje desde Barajas a Rancho Boyeros (había que hacer escala en Gander, Terranova) coincidimos con Mario Vargas Llosa, acompañado de su esposa, Patricia, embarazada de su primer hijo, Álvaro. El joven Mario acababa de tener un éxito muy vistoso y reconocido con la novela La ciudad y los perros, y alineaba sus entusiasmos políticos con el castrismo. En el avión iban también Josephine Baker, Alberto Moravia y otros escritores menos conocidos.
En los salones del hotel Habana Libre, antes Hilton, en donde se celebraban las sesiones de la conferencia, lucían los uniformes de las más variadas guerrillas y guerrilleros que luchaban por cambiar el mundo en los tres continentes. El Che ya no estaba, andaba buscando nuevos campos de batalla, pero su espíritu y sus planteamientos estratégicos flotaban sobre la conferencia, y sus mensajes se repetían como rosarios monótonos. Nadie conocía su paradero (a no ser Fidel y su cercanísimo entorno): unos decían que estaba en África; otros, que ya estaba en un lugar de América Latina. Ya había fracasado en su aventura congoleña, pero no se sabía ni se decía. Incluso Salvador Allende, que venía de perder unas elecciones, lo ignoraba. Me lo dijo con toda rotundidad.
Un día, a escritores, periodistas y observadores nos llevaron a visitar Pinar del Río y comimos en un restaurante de amplios ventanales que daban a una montaña cubierta literalmente por una gigantesca fotografía del Che, un montaje desmesurado. En mi mesa, a mi derecha, se sentaba Hildita Gadea, la hija mayor del Che, que entonces tenía 14 años y murió antes de cumplir 40. Le preguntaron por papá y respondió que estaba haciendo la revolución.
En la conferencia se aceptaba que había que hacer la guerra mundial contra Estados Unidos, y se proclamaba como dogma la consigna del Che de que había que crear uno, dos, tres Vietnam, muchos Vietnam, en el camino hacia la victoria… Hasta la victoria siempre. Era un error y un disparate, pero lo aplaudíamos, porque la revolución era una alucinación colectiva de cierta izquierda. La URSS estaba en otra cosa: la coexistencia pacífica con Estados Unidos.
TODOS aquellos planteamientos delirantes fracasaron estrepitosamente: unos, ahogados en sangre; otros, por abandono. Sin embargo, el Che sigue siendo un mito. Hay varias razones para ello, entre otras la de que murió joven y de forma violenta, pero la principal es la de que los marginados de la tierra lo ven como un símbolo de la esperanza y quienes sueñan con cambiar el mundo, lo toman como ejemplo; los inconformistas y soñadores, como el icono de las apuestas por lo imposible. Encarna el arquetipo del hombre dispuesto a dar la vida por sus ideas, y la dio. Lo peor de los hombres dispuestos a dar la vida por sus ideas es que también lo están a matar por ellas. Esa es la cara oscura del Che.
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