Por Anthony Giddens, sociólogo británico. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 22/10/07):
La necesidad de cambiar nuestro estilo de vida y la manera de conseguirlo son las dos preocupaciones fundamentales de la política actual. Varios de los grandes problemas que hoy afrontamos serán imposibles de resolver mientras los políticos no puedan, de una u otra forma, convencer a la gente para que cambie sus hábitos de vida. Los temas que hay que abordar son muchos y muy variados: la obesidad y otros aspectos relacionados con la salud, el consumo de alcohol entre los adolescentes, la conducta antisocial, los bajos índices de natalidad, hasta llegar al más trascendental: el cambio climático.
En muchos sentidos, es un nuevo orden de prioridades. El Estado de bienestar tradicional consistía, en gran parte, en ocuparse de las consecuencias de los problemas cuando ya habían ocurrido: si alguien pierde su puesto de trabajo, el Estado le da unas prestaciones hasta que consiga otro; si tiene un hijo, le ayuda con lo necesario; si cae enfermo, el sistema de salud se encarga de él. Hoy tenemos que ser más intervencionistas. Los niveles de obesidad, en aumento constante -son ya casi una tendencia mundial, presente incluso en Japón-, podrían anegar el sistema de salud de aquí a diez o veinte años. La obesidad, o el mero hecho de tener un sobrepeso considerable, acarrea un riesgo mucho mayor de padecer problemas de corazón, diabetes, cáncer y otras enfermedades. En el caso del cambio climático, si no pasamos a la acción, el mundo en el que vivan nuestros hijos y nuestros nietos será verdaderamente miserable. La tecnología tiene su función, pero es obligatorio que modifiquemos nuestras costumbres.
La primera duda que surge está relacionada con la libertad. ¿Qué derecho tienen los gobiernos a inmiscuirse en la forma de vida de sus ciudadanos? ¿No debe tener todo el mundo libertad para destruirse como quiera? Desde luego, existen ciertas áreas poco claras. No obstante, se pueden establecer unos cuantos principios generales. En primer lugar, los niños están en distinta situación que los adultos. Por ejemplo, es completamente legítimo sugerir que los niños tengan la posibilidad de comer de forma sana en el colegio, que se prohíba instalar en las escuelas máquinas de golosinas o que la publicidad dirigida a los niños esté sometida a unas normas. En el caso de los adultos, los límites no están tan definidos, pero, como mínimo, podemos decir que la intervención puede estar justificada cuando las libertades de unos significan restringir las de los demás. Por ejemplo, si ahora derrochamos los recursos de la tierra, estamos afectando la forma de vida de las generaciones futuras. Además, podría decirse que algunos tipos de comportamiento autodestructivo, más que ser una manera de expresar la libertad, la limitan. Las personas adictas a una sustancia o una conducta específica no son libres, porque no controlan su hábito, sino que el hábito las controla a ellas.
Existen ya algunos ejemplos de intervenciones que han conseguido cambiar el modo de vida. Uno de los más célebres es el de Karelia del Norte, en Finlandia. Los habitantes de esta zona tenían un índice muy elevado de dolencias cardiacas y otras enfermedades relacionadas con el consumo de alimentos ricos en grasas. En los primeros años setenta se creó un programa para ayudarles a cambiar su dieta. Casi todas las acciones se llevaron a cabo en la propia comunidad. La industria alimentaria contribuyó con la fabricación de productos lácteos bajos en grasa y la reducción de la sal en los alimentos. Entre 1970 y 1992, los índices de mortalidad por dolencias cardiacas disminuyeron en un 57%.
En algunos países, la implantación del uso obligatorio de cinturones de seguridad en los coches chocó al principio con la oposición de los grupos defensores de las libertades civiles. Sin embargo, pronto se generalizó y, desde entonces, ha salvado muchas vidas en las carreteras. Otro ejemplo relacionado con el comportamiento al volante es el de la conducción tras haber consumido alcohol. La combinación de leyes sancionadoras y campañas que estigmatizan a quienes conducen bebidos ha producido cambios de comportamiento. Las campañas para reducir el consumo del tabaco son otro caso interesante. En la mayoría de los países que las llevan a cabo, el uso del tabaco se ha reducido, y, en varios países, la gente ha demostrado que está dispuesta a aceptar la prohibición absoluta del tabaco en los lugares públicos. California es un caso muy logrado. El consumo de tabaco entre los adultos ha bajado a menos del 15%, frente a más del 50% hace veinte años.
En general, parece que los mejores resultados se obtienen con una mezcla de palo y zanahoria. Y casi siempre interviene la influencia del grupo: una persona está dispuesta a cambiar de conducta si cambian otras por las que siente respeto. Conductas que antes eran aceptables se vuelven deshonrosas, como ha ocurrido con la conducción bajo los efectos del alcohol. Los impuestos pueden tener un papel importante, sobre todo cuando se utilizan como incentivo, aunque no tienen tanto efecto cuando se trata de modificar un comportamiento adictivo. En muchos países, el precio del tabaco se ha multiplicado, pero no parece que eso, por sí solo, haya empujado a mucha gente a dejar el hábito.
¿Existe algún factor de conducta que influya prácticamente en todos los aspectos de nuestro estilo de vida? Sí. Uno de los más importantes es el que los economistas llaman, con cierta tosquedad, el “descuento hiperbólico”. Si a una persona le dan a escoger entre 50 euros hoy o 100 euros mañana, lo normal es que prefiera esperar a los 100. Pero si el plazo de tiempo es de un año, casi todo el mundo prefiere quedarse con los 50 euros en mano. Las consecuencias futuras -buenas o malas- no suelen contar mucho en nuestras decisiones actuales. Cada año, en el Reino Unido, se someten a cirugía de bypass miles de personas, pero sólo el 10% de ellas introduce después en su vida los cambios necesarios para evitar nuevas complicaciones, entre las que puede estar una muerte prematura.
El “descuento hiperbólico” es uno de los principales factores que explican la actitud tan perezosa de la mayoría de la gente ante las amenazas del calentamiento global. Según los sondeos, la mayoría acepta que el cambio climático es una realidad y que la causa está en nuestro propio comportamiento. Sin embargo, la proporción de gente que está dispuesta a modificar ese comportamiento de forma significativa es muy baja. Lo que eso implica es inquietante. Las campañas de concienciación y los eco-impuestos, por muy meditados y organizados que estén, tienen una repercusión marginal. Tal vez sea necesaria una catástrofe -algo que ocurra en el presente- claramente atribuible al calentamiento global para que la gente empiece a prestar la debida atención.
La necesidad de cambiar nuestro estilo de vida y la manera de conseguirlo son las dos preocupaciones fundamentales de la política actual. Varios de los grandes problemas que hoy afrontamos serán imposibles de resolver mientras los políticos no puedan, de una u otra forma, convencer a la gente para que cambie sus hábitos de vida. Los temas que hay que abordar son muchos y muy variados: la obesidad y otros aspectos relacionados con la salud, el consumo de alcohol entre los adolescentes, la conducta antisocial, los bajos índices de natalidad, hasta llegar al más trascendental: el cambio climático.
En muchos sentidos, es un nuevo orden de prioridades. El Estado de bienestar tradicional consistía, en gran parte, en ocuparse de las consecuencias de los problemas cuando ya habían ocurrido: si alguien pierde su puesto de trabajo, el Estado le da unas prestaciones hasta que consiga otro; si tiene un hijo, le ayuda con lo necesario; si cae enfermo, el sistema de salud se encarga de él. Hoy tenemos que ser más intervencionistas. Los niveles de obesidad, en aumento constante -son ya casi una tendencia mundial, presente incluso en Japón-, podrían anegar el sistema de salud de aquí a diez o veinte años. La obesidad, o el mero hecho de tener un sobrepeso considerable, acarrea un riesgo mucho mayor de padecer problemas de corazón, diabetes, cáncer y otras enfermedades. En el caso del cambio climático, si no pasamos a la acción, el mundo en el que vivan nuestros hijos y nuestros nietos será verdaderamente miserable. La tecnología tiene su función, pero es obligatorio que modifiquemos nuestras costumbres.
La primera duda que surge está relacionada con la libertad. ¿Qué derecho tienen los gobiernos a inmiscuirse en la forma de vida de sus ciudadanos? ¿No debe tener todo el mundo libertad para destruirse como quiera? Desde luego, existen ciertas áreas poco claras. No obstante, se pueden establecer unos cuantos principios generales. En primer lugar, los niños están en distinta situación que los adultos. Por ejemplo, es completamente legítimo sugerir que los niños tengan la posibilidad de comer de forma sana en el colegio, que se prohíba instalar en las escuelas máquinas de golosinas o que la publicidad dirigida a los niños esté sometida a unas normas. En el caso de los adultos, los límites no están tan definidos, pero, como mínimo, podemos decir que la intervención puede estar justificada cuando las libertades de unos significan restringir las de los demás. Por ejemplo, si ahora derrochamos los recursos de la tierra, estamos afectando la forma de vida de las generaciones futuras. Además, podría decirse que algunos tipos de comportamiento autodestructivo, más que ser una manera de expresar la libertad, la limitan. Las personas adictas a una sustancia o una conducta específica no son libres, porque no controlan su hábito, sino que el hábito las controla a ellas.
Existen ya algunos ejemplos de intervenciones que han conseguido cambiar el modo de vida. Uno de los más célebres es el de Karelia del Norte, en Finlandia. Los habitantes de esta zona tenían un índice muy elevado de dolencias cardiacas y otras enfermedades relacionadas con el consumo de alimentos ricos en grasas. En los primeros años setenta se creó un programa para ayudarles a cambiar su dieta. Casi todas las acciones se llevaron a cabo en la propia comunidad. La industria alimentaria contribuyó con la fabricación de productos lácteos bajos en grasa y la reducción de la sal en los alimentos. Entre 1970 y 1992, los índices de mortalidad por dolencias cardiacas disminuyeron en un 57%.
En algunos países, la implantación del uso obligatorio de cinturones de seguridad en los coches chocó al principio con la oposición de los grupos defensores de las libertades civiles. Sin embargo, pronto se generalizó y, desde entonces, ha salvado muchas vidas en las carreteras. Otro ejemplo relacionado con el comportamiento al volante es el de la conducción tras haber consumido alcohol. La combinación de leyes sancionadoras y campañas que estigmatizan a quienes conducen bebidos ha producido cambios de comportamiento. Las campañas para reducir el consumo del tabaco son otro caso interesante. En la mayoría de los países que las llevan a cabo, el uso del tabaco se ha reducido, y, en varios países, la gente ha demostrado que está dispuesta a aceptar la prohibición absoluta del tabaco en los lugares públicos. California es un caso muy logrado. El consumo de tabaco entre los adultos ha bajado a menos del 15%, frente a más del 50% hace veinte años.
En general, parece que los mejores resultados se obtienen con una mezcla de palo y zanahoria. Y casi siempre interviene la influencia del grupo: una persona está dispuesta a cambiar de conducta si cambian otras por las que siente respeto. Conductas que antes eran aceptables se vuelven deshonrosas, como ha ocurrido con la conducción bajo los efectos del alcohol. Los impuestos pueden tener un papel importante, sobre todo cuando se utilizan como incentivo, aunque no tienen tanto efecto cuando se trata de modificar un comportamiento adictivo. En muchos países, el precio del tabaco se ha multiplicado, pero no parece que eso, por sí solo, haya empujado a mucha gente a dejar el hábito.
¿Existe algún factor de conducta que influya prácticamente en todos los aspectos de nuestro estilo de vida? Sí. Uno de los más importantes es el que los economistas llaman, con cierta tosquedad, el “descuento hiperbólico”. Si a una persona le dan a escoger entre 50 euros hoy o 100 euros mañana, lo normal es que prefiera esperar a los 100. Pero si el plazo de tiempo es de un año, casi todo el mundo prefiere quedarse con los 50 euros en mano. Las consecuencias futuras -buenas o malas- no suelen contar mucho en nuestras decisiones actuales. Cada año, en el Reino Unido, se someten a cirugía de bypass miles de personas, pero sólo el 10% de ellas introduce después en su vida los cambios necesarios para evitar nuevas complicaciones, entre las que puede estar una muerte prematura.
El “descuento hiperbólico” es uno de los principales factores que explican la actitud tan perezosa de la mayoría de la gente ante las amenazas del calentamiento global. Según los sondeos, la mayoría acepta que el cambio climático es una realidad y que la causa está en nuestro propio comportamiento. Sin embargo, la proporción de gente que está dispuesta a modificar ese comportamiento de forma significativa es muy baja. Lo que eso implica es inquietante. Las campañas de concienciación y los eco-impuestos, por muy meditados y organizados que estén, tienen una repercusión marginal. Tal vez sea necesaria una catástrofe -algo que ocurra en el presente- claramente atribuible al calentamiento global para que la gente empiece a prestar la debida atención.
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