Por Roberto Velasco (EL CORREO DIGITAL, 04/11/07):
La euforia mostrada por los líderes políticos europeos con motivo del acuerdo alcanzado en Lisboa para sustituir la fallida Constitución ha contrastado con la frialdad y el desinterés con los que ha sido recibido por la población de los 27 Estados miembros. Falta ahora la ratificación en los parlamentos nacionales (con la segura excepción de Irlanda, cuya legislación obliga a organizar un referéndum) del que se llamará Tratado de Lisboa, aunque no hay que ser muy perspicaz para estimar que su paso por las diferentes cámaras legislativas no arrastrará demasiada pena pero tampoco un ápice de gloria. El distanciamiento entre los líderes europeos y los ciudadanos es cada vez más notorio y tampoco el resultado de dos años de negociación y de apaños es para ilusionar a nadie, más bien lo contrario.
En efecto, el Tratado de Lisboa no es sino una salida pragmática y modesta del bloqueo psicológico en el que los noes de franceses y holandeses sumieron al proyecto constituyente europeo en 2005. Una escapatoria consistente en reducir las ambiciones europeístas, aceptando que algunos Estados impongan sus condiciones para el presente y establezcan sus particulares límites para el futuro de la integración. De esta guisa, algunas cesiones de mayor o menor importancia se han realizado para lograr a última hora el voto favorable de Polonia, Italia o Irlanda, pero el caso británico ha sido una vez más tan escandaloso que puede asegurarse que el Tratado de Lisboa tendrá otra hechura (’taylor made’), por no decir que será completamente distinto, para el Reino Unido.
En resumen, el Gobierno de Londres ha logrado que no se aplique en su país la Carta de Derechos Fundamentales, así como una serie de excepciones que le permitirán participar ‘a la carta’, cuando y como quiera, en las políticas de justicia e interior. El Tribunal de Justicia de la UE no tendrá jurisdicción durante al menos cinco años (y luego ya lo decidirá el Reino Unido) sobre la legislación británica en idénticas materias, garantizándose el Gobierno de su Graciosa Majestad la libertad de quedar fuera de las decisiones sobre control de fronteras del área Schengen y, al mismo tiempo, la posibilidad de participar cuando lo desee en la cooperación policial. En definitiva, los negociadores del Reino Unido han conseguido dar forma política a la famosa ley del embudo: estar dentro de la UE para las cuestiones financieras y comerciales que le interesen y evitar el predominio judicial y policial que el eje franco-alemán ejerce a través de la Comisión Europea. Todo ello sin participar en la zona euro y sin que nadie ose sugerir a los británicos el abandono de la Unión, una posibilidad que, ahora sí, queda perfectamente contemplada y explicada en el acuerdo lisboeta. En el colmo de su anglofilia, algunos parecen creer que la salida británica dejaría ‘aislado’ al continente y ya sólo falta que nos coloquen a Tony Blair como presidente ejecutivo de la Unión (cargo de nuevo cuño) para que salgamos todos a la calle dando vivas a la democracia interna y olés a la igualdad de oportunidades.
A los eurócratas les gusta decir que la construcción de la UE no queda otro remedio que hacerla ‘paso a paso’, y seguro que el dado hace unos días en Lisboa no es para ellos sino una etapa intermedia más, necesaria pero no suficiente. En el otro lado del péndulo están quienes piensan que Bruselas pretende ni más ni menos que despojar, ‘tratado a tratado’, de toda soberanía nacional a los Estados miembros. Pues bien, en este caso cabe decir que algunas innovaciones previstas en el enterrado texto constitucional se mantienen en el gran remiendo lisboeta, pero tanto el resultado final obtenido como el camino recorrido para alcanzarlo «muestra las carencias de una Europa políticamente anémica y la falta de voluntad de muchos dirigentes europeos, y también de sus pueblos, de continuar la integración imaginada por los fundadores de la Europa unida» (Josep Borrell). La opinión más compartida es que estamos a años luz de lograr una unión de Estados que conformen una sola entidad, más allá de la deriva económica. De hecho, para empezar, en Lisboa han desaparecido del texto final tanto la palabra Constitución como cualquier otra expresiva de símbolos (bandera, himno, etcétera) que puedan identificar a la UE como un ’super Estado’.
Cuando se estaba redactando, se nos aseguró que el objetivo principal que pretendía alcanzar la fallida Constitución Europea era una UE más eficaz, más democrática y más transparente. Y al final, la obsesión por encontrar soluciones capaces de evitar ser sometidas a referendos ha arrojado resultados que mejoran algo la operativa comunitaria pero no son ni mucho menos óptimos en democracia y son verdaderamente malos en transparencia. En este último sentido, muy pocos van a comprender algo de un Tratado de Lisboa contenido en un mamotreto de 260 páginas, lo mismo que pocos saben que es el tercero con el mismo nombre (uno de 1668, firmado por España y Portugal, que reconoce la independencia de ésta, y otro de 1864 que definió las frontera entre ambos países y que aún perdura).
En definitiva, pese a ciertos avances en la gestión del día a día (personalidad jurídica única, decisiones por mayoría cualificada, reducción a 18 del número de comisarios europeos, posibilidad de proponer leyes por iniciativa popular), el Tratado que se firmará el próximo 13 de diciembre supone una decepción para cuantos pensamos que la Unión es cada vez más necesaria para impulsar políticas que requieren de una dimensión europea para ser realmente eficaces, como las de inmigración, energía, cambio climático o defensa. Queda siempre el consuelo de pensar que el proceso de integración europea hay que verlo en perspectiva y que el Tratado de Lisboa es, naturalmente, mejor que nada. Pero el avance logrado en la bella capital portuguesa por los líderes políticos europeos es sólo un tímido y titubeante paso del que nadie puede enamorarse.
La euforia mostrada por los líderes políticos europeos con motivo del acuerdo alcanzado en Lisboa para sustituir la fallida Constitución ha contrastado con la frialdad y el desinterés con los que ha sido recibido por la población de los 27 Estados miembros. Falta ahora la ratificación en los parlamentos nacionales (con la segura excepción de Irlanda, cuya legislación obliga a organizar un referéndum) del que se llamará Tratado de Lisboa, aunque no hay que ser muy perspicaz para estimar que su paso por las diferentes cámaras legislativas no arrastrará demasiada pena pero tampoco un ápice de gloria. El distanciamiento entre los líderes europeos y los ciudadanos es cada vez más notorio y tampoco el resultado de dos años de negociación y de apaños es para ilusionar a nadie, más bien lo contrario.
En efecto, el Tratado de Lisboa no es sino una salida pragmática y modesta del bloqueo psicológico en el que los noes de franceses y holandeses sumieron al proyecto constituyente europeo en 2005. Una escapatoria consistente en reducir las ambiciones europeístas, aceptando que algunos Estados impongan sus condiciones para el presente y establezcan sus particulares límites para el futuro de la integración. De esta guisa, algunas cesiones de mayor o menor importancia se han realizado para lograr a última hora el voto favorable de Polonia, Italia o Irlanda, pero el caso británico ha sido una vez más tan escandaloso que puede asegurarse que el Tratado de Lisboa tendrá otra hechura (’taylor made’), por no decir que será completamente distinto, para el Reino Unido.
En resumen, el Gobierno de Londres ha logrado que no se aplique en su país la Carta de Derechos Fundamentales, así como una serie de excepciones que le permitirán participar ‘a la carta’, cuando y como quiera, en las políticas de justicia e interior. El Tribunal de Justicia de la UE no tendrá jurisdicción durante al menos cinco años (y luego ya lo decidirá el Reino Unido) sobre la legislación británica en idénticas materias, garantizándose el Gobierno de su Graciosa Majestad la libertad de quedar fuera de las decisiones sobre control de fronteras del área Schengen y, al mismo tiempo, la posibilidad de participar cuando lo desee en la cooperación policial. En definitiva, los negociadores del Reino Unido han conseguido dar forma política a la famosa ley del embudo: estar dentro de la UE para las cuestiones financieras y comerciales que le interesen y evitar el predominio judicial y policial que el eje franco-alemán ejerce a través de la Comisión Europea. Todo ello sin participar en la zona euro y sin que nadie ose sugerir a los británicos el abandono de la Unión, una posibilidad que, ahora sí, queda perfectamente contemplada y explicada en el acuerdo lisboeta. En el colmo de su anglofilia, algunos parecen creer que la salida británica dejaría ‘aislado’ al continente y ya sólo falta que nos coloquen a Tony Blair como presidente ejecutivo de la Unión (cargo de nuevo cuño) para que salgamos todos a la calle dando vivas a la democracia interna y olés a la igualdad de oportunidades.
A los eurócratas les gusta decir que la construcción de la UE no queda otro remedio que hacerla ‘paso a paso’, y seguro que el dado hace unos días en Lisboa no es para ellos sino una etapa intermedia más, necesaria pero no suficiente. En el otro lado del péndulo están quienes piensan que Bruselas pretende ni más ni menos que despojar, ‘tratado a tratado’, de toda soberanía nacional a los Estados miembros. Pues bien, en este caso cabe decir que algunas innovaciones previstas en el enterrado texto constitucional se mantienen en el gran remiendo lisboeta, pero tanto el resultado final obtenido como el camino recorrido para alcanzarlo «muestra las carencias de una Europa políticamente anémica y la falta de voluntad de muchos dirigentes europeos, y también de sus pueblos, de continuar la integración imaginada por los fundadores de la Europa unida» (Josep Borrell). La opinión más compartida es que estamos a años luz de lograr una unión de Estados que conformen una sola entidad, más allá de la deriva económica. De hecho, para empezar, en Lisboa han desaparecido del texto final tanto la palabra Constitución como cualquier otra expresiva de símbolos (bandera, himno, etcétera) que puedan identificar a la UE como un ’super Estado’.
Cuando se estaba redactando, se nos aseguró que el objetivo principal que pretendía alcanzar la fallida Constitución Europea era una UE más eficaz, más democrática y más transparente. Y al final, la obsesión por encontrar soluciones capaces de evitar ser sometidas a referendos ha arrojado resultados que mejoran algo la operativa comunitaria pero no son ni mucho menos óptimos en democracia y son verdaderamente malos en transparencia. En este último sentido, muy pocos van a comprender algo de un Tratado de Lisboa contenido en un mamotreto de 260 páginas, lo mismo que pocos saben que es el tercero con el mismo nombre (uno de 1668, firmado por España y Portugal, que reconoce la independencia de ésta, y otro de 1864 que definió las frontera entre ambos países y que aún perdura).
En definitiva, pese a ciertos avances en la gestión del día a día (personalidad jurídica única, decisiones por mayoría cualificada, reducción a 18 del número de comisarios europeos, posibilidad de proponer leyes por iniciativa popular), el Tratado que se firmará el próximo 13 de diciembre supone una decepción para cuantos pensamos que la Unión es cada vez más necesaria para impulsar políticas que requieren de una dimensión europea para ser realmente eficaces, como las de inmigración, energía, cambio climático o defensa. Queda siempre el consuelo de pensar que el proceso de integración europea hay que verlo en perspectiva y que el Tratado de Lisboa es, naturalmente, mejor que nada. Pero el avance logrado en la bella capital portuguesa por los líderes políticos europeos es sólo un tímido y titubeante paso del que nadie puede enamorarse.
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