Por Jonathan Brown (ABC, 29/10/07):
Pisé el sagrado terreno del Museo del Prado por primera vez en el mes de septiembre de 1958, es decir cuando el billete de autobús valía dos pesetas. Aquel era un templo sin fieles. La tranquilidad era absoluta. Claro, la luz era pobre pero, siguiendo la carrera del sol, visitando las salas del este por la mañana y las del oeste por la tarde, se veía bastante bien. Otro factor: los cuadros no cambiaban de sitio. En las visitas que hice en los años siguientes, podía ir directamente a los cuadros que estudiaba sin despistarme ni un metro. Era como si visitara la casa de un coleccionista muy distinguido que había perdido su hacienda líquida.
Sin embargo, el Prado no sufría mucho en comparación con los otros grandes museos de Europa y los EE.UU., que también funcionaban como grandes almacenes de tesoros. Pero en los años setenta, todo empezó a cambiar. Para España, en primer lugar, llegó el fin de la dictadura. Pero en el mundo cerrado de los museos, se puso en marcha la conversión del museo desde un recinto para las elites cultas a un teatro para el gran público. Yo siempre he creído que el motor de este nuevo orden fue Thomas Hoving, entonces director del Metropolitan Museum de Nueva York, inventor de la exposición «blockbuster» y del museo «acogedor». Sea como fuere, Hoving llegó en el momento oportuno y su modelo se impuso en todo el universo museístico.
La evolución de este modelo tuvo consecuencias importantes para el Prado. Permaneciendo donde siempre había estado, el gran museo español fue perdiendo terreno; y lo que hasta entonces era pintoresco se convirtió en anticuado. Sin muchos visitantes, no hacía falta un guardarropa, pero con la llegada de la cultura de masas, sí era conveniente. Durante los años ochenta, en la época de Alfonso Pérez Sánchez, el museo se despertó de su largo sueño, pero la falta de apoyo político y de medios económicos dificultó las reformas. Y cuando el historiador salió precipidamente de su cargo, en 1991, empezó el famoso «baile de directores», una época durante la cual, como comenté en este periodico, hubo más directores del Prado en cinco años que los que tuvo la National Gallery of Art, de Washington, en cincuenta.
Un problema grave para el Prado fue siempre su vinculación con la política, que abrió las puertas de entrada a complicados factores, ajenos al bienestar del museo. Dicho esto, hay que recordar que sin la intervención poderosa y eficaz del presidente del Gobierno, José María Aznar, soy de la opinión de que la ampliación que hoy celebramos nunca hubiera llegado a término. También debemos agradecer a tres presidentes del Patronato, José Antonio Fernández Ordoñez, Rodrigo Uría y Eduardo Serra, y a dos directores, Fernando Checa y Miguel Zugaza, su entrega total a la creación del Nuevo Prado. Como decía el Sr. Aznar frecuentemente, el Museo del Prado es el «buque insignia de la cultura española», y así es. Pero es justo reconocer que había miembros de la tripulación que, paradójicamente, por lo visto, querían hundirlo. En este momento triunfal, es fácil y aún deseable que olvidemos la tremenda lucha contra los muchos obstáculos que hubo que superar. Pero creo que es justo e importante recordárnoslos.
Primero, topamos con la Iglesia, propietaria del terreno proyectado para gran parte de la ampliación y beneficiaria de los ingresos del aparcamiento que ocupaba cierto porcentaje del solar. Finalmente, fue adquirido por el Estado en los meses finales de 1997. La venganza de la Iglesia se encuentra en la nueva casa parroquial, que es perfectamente banal.
Otro apreciable sector enemigo eran los vecinos, entre ellos algunos muy influyentes, que interpusieron un pleito. El proceso precipitó una visita al sitio, en el otoño de 2000, por parte del Tribunal Supremo, que falló poco después en favor del museo.
Después vinieron las corporaciones, como la Real Academia Española. Uno de sus destacados miembros ofreció este veredicto lapidario sobre el proyecto de Rafael Moneo: «No parece nada más que un aparcamiento de coches» (quizá lo confundió con la casa parroquial). Y muy pintoresca e inocente resultó la intervención de la CEIM, que ofreció construir una réplica del Cubo para calcular su posible impacto, supongo. (¿Para qué servían entonces los dibujos y las maquetas del arquitecto?). La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando dio su visto bueno después de varios debates, pero los Amigos del Museo del Ejército dijeron que no iban a mostrarse en absoluto favorables a la idea de trasladar su querido museo a Toledo, que era la parte final del proyecto que iba a permitir la expansión del Museo del Prado.
Por fin, no debemos olvidar «La Batalla del Claustro Viejo». Adjunto a la Iglesia de San Jerónimo había un viejo claustro arruinado que fue transformado de un día para otro en el monumento histórico más importante de España. El truco, más o menos, era parar las obras para salvarguardar unos de los pocos vestigios arquitectonicos del s. XVII en Madrid. La realidad era otra -el claustro es del s. XVIII, una época de la cual se conservan, por ejemplo, el Palacio de Oriente o las Salesas Reales (por no citar el propio Museo del Prado). La respuesta fue convincente: conservar el claustro, piedra por piedra, e instalarlo como «la joya de la Corona» del nuevo edificio.
Durante todo este Vía Crucis, el arquitecto, Rafael Moneo, que había ganado el concurso en 1998, se defendía, aguantaba, pero también aceptó la crítica racional, añadiendo en mayo de 2000 las columnas a la fachada principal, que ahora armoniza mejor con el neoclásico edificio de Juan de Villanueva.
Así llegamos a la inauguración de un proyecto concebido en 1998 (aprobado por el Consejo de Ministros en octubre de aquel año). Según una declaración de Miguel Angel Cortés, otra figura clave de esta historia, del 24 de febrero de 1999: «El nuevo Prado estará acabado en 2004». Se ha tardado algo más, pero valía la pena: Moneo nos ha dado un edificio que armoniza perfectamente con el complicado entorno urbanístico. Donde Moneo luce, sobre todo, es en la creación de los espacios interiores, y allí nos brinda la luminosidad y el equilibrio elocuentes, fruto de su larga experiencia como arquitecto de museos.
Así, esta complicada historia tiene un happy ending. Pues sí y pues no. La última pieza del puzle del Museo del Prado nos llama desde unos metros al norte, la conversión del antiguo Museo del Ejército y con ella la restauración del Salón de Reinos del Buen Retiro y la instalación allí de los otros muchos cuadros de calidad que se quedan ocultos en el depósito. Pero éste es tema para otro día. Hoy celebremos, bebamos, aplaudamos la conclusión de este extraordinario proyecto de ampliación y la inauguración de un nuevo capítulo en la historia de nuestro querido Prado.
Pisé el sagrado terreno del Museo del Prado por primera vez en el mes de septiembre de 1958, es decir cuando el billete de autobús valía dos pesetas. Aquel era un templo sin fieles. La tranquilidad era absoluta. Claro, la luz era pobre pero, siguiendo la carrera del sol, visitando las salas del este por la mañana y las del oeste por la tarde, se veía bastante bien. Otro factor: los cuadros no cambiaban de sitio. En las visitas que hice en los años siguientes, podía ir directamente a los cuadros que estudiaba sin despistarme ni un metro. Era como si visitara la casa de un coleccionista muy distinguido que había perdido su hacienda líquida.
Sin embargo, el Prado no sufría mucho en comparación con los otros grandes museos de Europa y los EE.UU., que también funcionaban como grandes almacenes de tesoros. Pero en los años setenta, todo empezó a cambiar. Para España, en primer lugar, llegó el fin de la dictadura. Pero en el mundo cerrado de los museos, se puso en marcha la conversión del museo desde un recinto para las elites cultas a un teatro para el gran público. Yo siempre he creído que el motor de este nuevo orden fue Thomas Hoving, entonces director del Metropolitan Museum de Nueva York, inventor de la exposición «blockbuster» y del museo «acogedor». Sea como fuere, Hoving llegó en el momento oportuno y su modelo se impuso en todo el universo museístico.
La evolución de este modelo tuvo consecuencias importantes para el Prado. Permaneciendo donde siempre había estado, el gran museo español fue perdiendo terreno; y lo que hasta entonces era pintoresco se convirtió en anticuado. Sin muchos visitantes, no hacía falta un guardarropa, pero con la llegada de la cultura de masas, sí era conveniente. Durante los años ochenta, en la época de Alfonso Pérez Sánchez, el museo se despertó de su largo sueño, pero la falta de apoyo político y de medios económicos dificultó las reformas. Y cuando el historiador salió precipidamente de su cargo, en 1991, empezó el famoso «baile de directores», una época durante la cual, como comenté en este periodico, hubo más directores del Prado en cinco años que los que tuvo la National Gallery of Art, de Washington, en cincuenta.
Un problema grave para el Prado fue siempre su vinculación con la política, que abrió las puertas de entrada a complicados factores, ajenos al bienestar del museo. Dicho esto, hay que recordar que sin la intervención poderosa y eficaz del presidente del Gobierno, José María Aznar, soy de la opinión de que la ampliación que hoy celebramos nunca hubiera llegado a término. También debemos agradecer a tres presidentes del Patronato, José Antonio Fernández Ordoñez, Rodrigo Uría y Eduardo Serra, y a dos directores, Fernando Checa y Miguel Zugaza, su entrega total a la creación del Nuevo Prado. Como decía el Sr. Aznar frecuentemente, el Museo del Prado es el «buque insignia de la cultura española», y así es. Pero es justo reconocer que había miembros de la tripulación que, paradójicamente, por lo visto, querían hundirlo. En este momento triunfal, es fácil y aún deseable que olvidemos la tremenda lucha contra los muchos obstáculos que hubo que superar. Pero creo que es justo e importante recordárnoslos.
Primero, topamos con la Iglesia, propietaria del terreno proyectado para gran parte de la ampliación y beneficiaria de los ingresos del aparcamiento que ocupaba cierto porcentaje del solar. Finalmente, fue adquirido por el Estado en los meses finales de 1997. La venganza de la Iglesia se encuentra en la nueva casa parroquial, que es perfectamente banal.
Otro apreciable sector enemigo eran los vecinos, entre ellos algunos muy influyentes, que interpusieron un pleito. El proceso precipitó una visita al sitio, en el otoño de 2000, por parte del Tribunal Supremo, que falló poco después en favor del museo.
Después vinieron las corporaciones, como la Real Academia Española. Uno de sus destacados miembros ofreció este veredicto lapidario sobre el proyecto de Rafael Moneo: «No parece nada más que un aparcamiento de coches» (quizá lo confundió con la casa parroquial). Y muy pintoresca e inocente resultó la intervención de la CEIM, que ofreció construir una réplica del Cubo para calcular su posible impacto, supongo. (¿Para qué servían entonces los dibujos y las maquetas del arquitecto?). La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando dio su visto bueno después de varios debates, pero los Amigos del Museo del Ejército dijeron que no iban a mostrarse en absoluto favorables a la idea de trasladar su querido museo a Toledo, que era la parte final del proyecto que iba a permitir la expansión del Museo del Prado.
Por fin, no debemos olvidar «La Batalla del Claustro Viejo». Adjunto a la Iglesia de San Jerónimo había un viejo claustro arruinado que fue transformado de un día para otro en el monumento histórico más importante de España. El truco, más o menos, era parar las obras para salvarguardar unos de los pocos vestigios arquitectonicos del s. XVII en Madrid. La realidad era otra -el claustro es del s. XVIII, una época de la cual se conservan, por ejemplo, el Palacio de Oriente o las Salesas Reales (por no citar el propio Museo del Prado). La respuesta fue convincente: conservar el claustro, piedra por piedra, e instalarlo como «la joya de la Corona» del nuevo edificio.
Durante todo este Vía Crucis, el arquitecto, Rafael Moneo, que había ganado el concurso en 1998, se defendía, aguantaba, pero también aceptó la crítica racional, añadiendo en mayo de 2000 las columnas a la fachada principal, que ahora armoniza mejor con el neoclásico edificio de Juan de Villanueva.
Así llegamos a la inauguración de un proyecto concebido en 1998 (aprobado por el Consejo de Ministros en octubre de aquel año). Según una declaración de Miguel Angel Cortés, otra figura clave de esta historia, del 24 de febrero de 1999: «El nuevo Prado estará acabado en 2004». Se ha tardado algo más, pero valía la pena: Moneo nos ha dado un edificio que armoniza perfectamente con el complicado entorno urbanístico. Donde Moneo luce, sobre todo, es en la creación de los espacios interiores, y allí nos brinda la luminosidad y el equilibrio elocuentes, fruto de su larga experiencia como arquitecto de museos.
Así, esta complicada historia tiene un happy ending. Pues sí y pues no. La última pieza del puzle del Museo del Prado nos llama desde unos metros al norte, la conversión del antiguo Museo del Ejército y con ella la restauración del Salón de Reinos del Buen Retiro y la instalación allí de los otros muchos cuadros de calidad que se quedan ocultos en el depósito. Pero éste es tema para otro día. Hoy celebremos, bebamos, aplaudamos la conclusión de este extraordinario proyecto de ampliación y la inauguración de un nuevo capítulo en la historia de nuestro querido Prado.
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