Por Joaquín Araujo, escritor, periodista y Premio Global 500 de la ONU (EL MUNDO, 24/10/07):
Pocas son las certezas, nada tan escaso en este mundo como las certidumbres; pero una de las más contundentes es que estamos multiplicando la incertidumbre. La incesante agresión a los procesos esenciales para la continuidad de lo natural; la demolición de la complejidad; y, sobre todo, la siembra de desconciertos en los ciclos ecológicos rompen las reglas del juego de la vida. Los beneficios del progreso se tambalean, fundamentalmente porque los elementos que sostienen a todo y a todos han sido saqueados. Esa imponente, y única verdadera riqueza, que son los aires, las aguas, las tierras y la vivacidad zozobran tras dos siglos de mal uso y peor consumo. Todo ello nos está haciendo más dependientes del azar. Lo más agredido, en consecuencia, es la seguridad, ésa por la que hemos querido hacernos ricos, poderosos, veloces y cómodos. El culatazo -gracias Miguel Delibes- puede superar la fuerza del disparo. Como por ósmosis directa todo ese falso esplendor deja tras de si la herida abierta de la inestabilidad en las fuentes de aprovisionamiento, en los fluidos de la renovación incesante y en la productividad de lo renovable, la única que no se agotaría de ser otras vuestras prioridades.
Ese es el cambio. El cambio es que esto funciona mal. Aquí y ahora, lo más grave tiene en los cielos su escenario más activo, global y peligroso. Descontrolado, en efecto, vuela el aliento del planeta hasta nuestros pulmones. Enferma está la esencia de lo vital. No hay refugio porque la absoluta totalidad de lo palpitante tiene vínculos con los climas. Nada nos compete tanto como el funcionamiento de la atmósfera. Nada hay tan crucial porque el aire es el primer alimento de la vida, transporta en su seno todas las renovaciones y además es un sistema defensivo frente a la fracción asesina de las radiaciones cósmicas. La atmósfera es la placenta de la totalidad de las criaturas vivientes. El aire funda todos los futuros.
Aunque lo afirme y demuestre no hace falta encelarse con la estadística que, por desgracia, hasta dentro de los límites de lo científico a menudo es manipulada. Basta mirar las cuentas de resultados de las compañías de seguros o asomarse a las tiendas de ropa, es decir a las gráficas de venta de prendas de abrigo. Basta recordar que la totalidad de los máximos y de los mínimos de los registros de la física del clima se han acumulado en los dos últimos decenios, o recordar que también se han agolpado los nueve años más calurosos de la historia en los últimos 18.
Como podemos mentir a menudo nos permitimos el lujo de equivocarnos impunemente, escondidos en la falta de memoria, en las arrogancias del poder y en ese delirio humano de que los fines justifican los medios. Por eso, tantas veces no rectificamos. Pero los otros seres vivos no pueden equivocarse y por eso no mienten. No han mentido las aves que cantan su fervor hasta un mes antes de la media de los últimos siglos. No mienten las encinas y quejigos que florecen en octubre o las violetas que lo hacen en enero. No mienten los crecientemente anémicos hielos del Artico. No miente la voracidad del desierto. No mienten los millones de refugiados ambientales.
Sí miente el señor Rajoy. Sí miente el PIB. Sí mienten la velocidad y, por supuesto, el estilo de vida que quema el doble de lo necesario en el altar de la comodidad y el despilfarro. Incluso mienten los demasiados que sabían lo que estaba pasando y han perdido 10, 20, 30 años para empezar a decir que nosotros, los transparentes defensores de la transparencia, no mentíamos. Nuestro modelo energético resulta demasiado caro y todavía más peligroso. Hay que cambiarlo. No queda la menor duda.
Otra de las pocas certezas que nos asisten es la de que, incluso si el CO2 no fuera como el colesterol para un cardiaco, poco sería más sensato que ahorrar; ir barriendo la suciedad; no depender de lo que tiene fecha de caducidad y propaga incertidumbre. Para lo que debemos comenzar por ese principio que somos todos y cada uno de nosotros. Sin esperar a nadie. Y mucho menos a que la burocracia decida firmar un acuerdo de mínimos que además tendrá calendario perezoso, como ya ha pasado con Kioto.
Hay varias decenas de miles de millones de enchufes, bombillas, ascensores bajando y farolas que no alumbran a nadie clamando por su propia inactividad. Hay 450 millones de automóviles que ahora mismo, mientras esto se puede estar leyendo, avanzan más lentamente que un humano a pie…
Pero sobre todo, sabemos que casi la mitad de la contaminación que generamos para tal derroche podría ser evitada sin merma alguna en los resultados de las sociedades opulentas. Nada de imposible tiene generalizar el otro modelo energético o duplicar la superficie forestal, que siempre actuará como devoradora de nuestro fétido aliento.
Para cambiar al cambio climático con unos mínimos de coherencia hay que reducir a la mitad el gasto energético y subir al doble el número de las plantas que crecen en nuestros suelos, sobre todo de árboles, esos inestimables garantes de la seguridad para la vida en el planeta.
Pocas son las certezas, nada tan escaso en este mundo como las certidumbres; pero una de las más contundentes es que estamos multiplicando la incertidumbre. La incesante agresión a los procesos esenciales para la continuidad de lo natural; la demolición de la complejidad; y, sobre todo, la siembra de desconciertos en los ciclos ecológicos rompen las reglas del juego de la vida. Los beneficios del progreso se tambalean, fundamentalmente porque los elementos que sostienen a todo y a todos han sido saqueados. Esa imponente, y única verdadera riqueza, que son los aires, las aguas, las tierras y la vivacidad zozobran tras dos siglos de mal uso y peor consumo. Todo ello nos está haciendo más dependientes del azar. Lo más agredido, en consecuencia, es la seguridad, ésa por la que hemos querido hacernos ricos, poderosos, veloces y cómodos. El culatazo -gracias Miguel Delibes- puede superar la fuerza del disparo. Como por ósmosis directa todo ese falso esplendor deja tras de si la herida abierta de la inestabilidad en las fuentes de aprovisionamiento, en los fluidos de la renovación incesante y en la productividad de lo renovable, la única que no se agotaría de ser otras vuestras prioridades.
Ese es el cambio. El cambio es que esto funciona mal. Aquí y ahora, lo más grave tiene en los cielos su escenario más activo, global y peligroso. Descontrolado, en efecto, vuela el aliento del planeta hasta nuestros pulmones. Enferma está la esencia de lo vital. No hay refugio porque la absoluta totalidad de lo palpitante tiene vínculos con los climas. Nada nos compete tanto como el funcionamiento de la atmósfera. Nada hay tan crucial porque el aire es el primer alimento de la vida, transporta en su seno todas las renovaciones y además es un sistema defensivo frente a la fracción asesina de las radiaciones cósmicas. La atmósfera es la placenta de la totalidad de las criaturas vivientes. El aire funda todos los futuros.
Aunque lo afirme y demuestre no hace falta encelarse con la estadística que, por desgracia, hasta dentro de los límites de lo científico a menudo es manipulada. Basta mirar las cuentas de resultados de las compañías de seguros o asomarse a las tiendas de ropa, es decir a las gráficas de venta de prendas de abrigo. Basta recordar que la totalidad de los máximos y de los mínimos de los registros de la física del clima se han acumulado en los dos últimos decenios, o recordar que también se han agolpado los nueve años más calurosos de la historia en los últimos 18.
Como podemos mentir a menudo nos permitimos el lujo de equivocarnos impunemente, escondidos en la falta de memoria, en las arrogancias del poder y en ese delirio humano de que los fines justifican los medios. Por eso, tantas veces no rectificamos. Pero los otros seres vivos no pueden equivocarse y por eso no mienten. No han mentido las aves que cantan su fervor hasta un mes antes de la media de los últimos siglos. No mienten las encinas y quejigos que florecen en octubre o las violetas que lo hacen en enero. No mienten los crecientemente anémicos hielos del Artico. No miente la voracidad del desierto. No mienten los millones de refugiados ambientales.
Sí miente el señor Rajoy. Sí miente el PIB. Sí mienten la velocidad y, por supuesto, el estilo de vida que quema el doble de lo necesario en el altar de la comodidad y el despilfarro. Incluso mienten los demasiados que sabían lo que estaba pasando y han perdido 10, 20, 30 años para empezar a decir que nosotros, los transparentes defensores de la transparencia, no mentíamos. Nuestro modelo energético resulta demasiado caro y todavía más peligroso. Hay que cambiarlo. No queda la menor duda.
Otra de las pocas certezas que nos asisten es la de que, incluso si el CO2 no fuera como el colesterol para un cardiaco, poco sería más sensato que ahorrar; ir barriendo la suciedad; no depender de lo que tiene fecha de caducidad y propaga incertidumbre. Para lo que debemos comenzar por ese principio que somos todos y cada uno de nosotros. Sin esperar a nadie. Y mucho menos a que la burocracia decida firmar un acuerdo de mínimos que además tendrá calendario perezoso, como ya ha pasado con Kioto.
Hay varias decenas de miles de millones de enchufes, bombillas, ascensores bajando y farolas que no alumbran a nadie clamando por su propia inactividad. Hay 450 millones de automóviles que ahora mismo, mientras esto se puede estar leyendo, avanzan más lentamente que un humano a pie…
Pero sobre todo, sabemos que casi la mitad de la contaminación que generamos para tal derroche podría ser evitada sin merma alguna en los resultados de las sociedades opulentas. Nada de imposible tiene generalizar el otro modelo energético o duplicar la superficie forestal, que siempre actuará como devoradora de nuestro fétido aliento.
Para cambiar al cambio climático con unos mínimos de coherencia hay que reducir a la mitad el gasto energético y subir al doble el número de las plantas que crecen en nuestros suelos, sobre todo de árboles, esos inestimables garantes de la seguridad para la vida en el planeta.
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