Por Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China (Casa Asia-IGADI) y autor de Mercado y control político en China, La Catarata, 2007 (EL PAÍS, 07/10/07):
Cuando poco falta ya para que se cumplan las tres primeras décadas del inicio de la política de reforma y apertura promovidas por Deng Xiaoping, la más estable en la historia contemporánea china, el Partido Comunista (PCCh) se dispone a afrontar un nuevo Congreso con una agenda repleta de no pocas tensiones.
La transformación sugerida por el abandono del maoísmo económico ha sido espectacular en muchos aspectos. En 2006, por ejemplo, el PIB de China sobrepasó los 21 billones de yuanes, suma que duplica la de 2002. Desde el año 2003 ha venido creciendo a un ritmo superior al 10%, más del doble del promedio mundial. No obstante esos indicadores, y muchos más de sobra conocidos, todos ellos ciertamente espectaculares, los desajustes generados por tan vertiginoso ascenso han derivado en una seria crisis de crecimiento que los dirigentes actuales pretenden resolver impulsando un nuevo modelo de desarrollo. ¿Será suficiente?
En la agenda actual de la reforma seis son las preocupaciones principales. En primer lugar, garantizar la estabilidad económica general, hoy en peligro por el aumento de la inflación, situada al nivel más alto desde 1997, y algunas sombras adicionales como el fuerte tirón inmobiliario, o la excesiva masa de capitales en circulación, entre otros. En segundo lugar, a dicho problema, coyuntural pero no por ello menor, se suman las dificultades para corregir las desigualdades sociales, especialmente entre el campo y la ciudad. En 2006, esa diferencia ha seguido aumentando, pese a las millonarias inversiones anunciadas en marzo del pasado año. En tercer lugar, los desequilibrios territoriales entre el conjunto de las regiones del oeste del país y la zona costera, que se reducen muy lentamente. En cuarto lugar, las tensiones ambientales, claramente obviadas en los últimos años y que han deparado efectos desastrosos y hábitos de consumo difícilmente sostenibles. En quinto lugar, la innovación tecnológica, esencial tanto para reducir la dependencia exterior como para dejar de ser considerado el taller del planeta. En último lugar, la estabilidad internacional y regional, cuando la influencia de China y su dependencia exterior van en aumento.
A diferencia de sus antecesores, el actual líder chino, Hu Jintao, ha situado estos problemas en el primer plano de la agenda política y ello le ha granjeado cierta simpatía popular, reforzada por su firme cruzada contra la corrupción. La suma de estas crisis, unida a la pérdida de credibilidad del Partido para afrontarlas, podría tener efectos desestabilizadores muy serios en la China actual. La “armonía” que propone Hu se fundamenta en la necesidad de reequilibrar el actual proceso con un impulso social que distribuya beneficios con el conjunto de la sociedad china, a cambio de que ésta brinde una nueva oportunidad al PCCh para seguir gestionando en exclusiva el proyecto de modernización del país.
Pero en lo político, las tensiones no son menores, especialmente en lo territorial, y no tanto en función del auge de las reivindicaciones nacionalistas (en Tíbet o en Xingjiang, particularmente) como por el reforzado poder de algunas provincias y regiones que en los últimos años han logrado erosionar una autoridad central que hoy carece del carisma y el poder de antaño. China puede mantener a raya, o en un nivel relativamente manejable, las reivindicaciones en materia de derechos humanos que formulan algunos sectores internos, pero no le resulta tan fácil cortar las alas a las nuevas estructuras territoriales de poder donde la alianza entre jerarcas locales y nuevos poderes económicos emergentes desafían su poder y directrices. Esa batalla, que se viene librando desde hace un par de años con inusitada meticulosidad y perseverancia, se salda, por el momento, con victorias parciales del poder central, simbolizadas con la reciente destitución del secretario del Partido en Shanghai, Chen Liangyu.
La capacidad del PCCh para afrontar al mismo tiempo tantos problemas deriva de la cohesión de su liderazgo, que hoy no parece en entredicho aunque puedan existir matices en los discursos, y la adhesión inquebrantable de su militancia, integrada por más de 70 millones de personas que se ocupan de ejercer todos los espacios de poder imaginables. No obstante, los cambios sociales originados por la reforma o la cada vez mayor presencia de empresarios privados en sus filas (cerca de un millón) han generado una gran confusión y desconcierto que se pretende corregir invocando modelos morales de comportamiento que encarnen las grandes virtudes confucianas y promoviendo nuevas campañas de reeducación ideológica.
El rumbo definitivo de la reforma china se decidirá en los próximos cinco o diez años. Más allá de recuperar la grandeza perdida, no existe unanimidad acerca de cuál debe ser el futuro. Nadie se cuestiona la actual política, pero sí existen diferentes perspectivas acerca de cuál debe ser el modelo final resultante. Mientras algunos sitúan el horizonte en una aproximación no sólo económica sino también política a los sistemas de pluralismo occidental (imitando la transición taiwanesa, por ejemplo), Hu parece apostar por el continuismo, afirmando una vía propia que garantice la preeminencia del Partido Comunista como actualización histórica de aquel viejo mandarinato que tiempo atrás fue capaz de situar a China en el centro del mundo.
Ello concede al XVII Congreso del PCCh una importancia singular, ya que nos indicará cuál es el nivel de control que Hu Jintao ejerce sobre las principales estructuras del país, y especialmente si se verá obligado o no a cohabitar de nuevo con su principal rival, el vicepresidente del Estado, Zen Qinghong, y también quién será el probable elegido para sustituirle en 2012 y asumir el liderazgo chino hasta 2022. Serán años decisivos y sus días están por escribir.
Cuando poco falta ya para que se cumplan las tres primeras décadas del inicio de la política de reforma y apertura promovidas por Deng Xiaoping, la más estable en la historia contemporánea china, el Partido Comunista (PCCh) se dispone a afrontar un nuevo Congreso con una agenda repleta de no pocas tensiones.
La transformación sugerida por el abandono del maoísmo económico ha sido espectacular en muchos aspectos. En 2006, por ejemplo, el PIB de China sobrepasó los 21 billones de yuanes, suma que duplica la de 2002. Desde el año 2003 ha venido creciendo a un ritmo superior al 10%, más del doble del promedio mundial. No obstante esos indicadores, y muchos más de sobra conocidos, todos ellos ciertamente espectaculares, los desajustes generados por tan vertiginoso ascenso han derivado en una seria crisis de crecimiento que los dirigentes actuales pretenden resolver impulsando un nuevo modelo de desarrollo. ¿Será suficiente?
En la agenda actual de la reforma seis son las preocupaciones principales. En primer lugar, garantizar la estabilidad económica general, hoy en peligro por el aumento de la inflación, situada al nivel más alto desde 1997, y algunas sombras adicionales como el fuerte tirón inmobiliario, o la excesiva masa de capitales en circulación, entre otros. En segundo lugar, a dicho problema, coyuntural pero no por ello menor, se suman las dificultades para corregir las desigualdades sociales, especialmente entre el campo y la ciudad. En 2006, esa diferencia ha seguido aumentando, pese a las millonarias inversiones anunciadas en marzo del pasado año. En tercer lugar, los desequilibrios territoriales entre el conjunto de las regiones del oeste del país y la zona costera, que se reducen muy lentamente. En cuarto lugar, las tensiones ambientales, claramente obviadas en los últimos años y que han deparado efectos desastrosos y hábitos de consumo difícilmente sostenibles. En quinto lugar, la innovación tecnológica, esencial tanto para reducir la dependencia exterior como para dejar de ser considerado el taller del planeta. En último lugar, la estabilidad internacional y regional, cuando la influencia de China y su dependencia exterior van en aumento.
A diferencia de sus antecesores, el actual líder chino, Hu Jintao, ha situado estos problemas en el primer plano de la agenda política y ello le ha granjeado cierta simpatía popular, reforzada por su firme cruzada contra la corrupción. La suma de estas crisis, unida a la pérdida de credibilidad del Partido para afrontarlas, podría tener efectos desestabilizadores muy serios en la China actual. La “armonía” que propone Hu se fundamenta en la necesidad de reequilibrar el actual proceso con un impulso social que distribuya beneficios con el conjunto de la sociedad china, a cambio de que ésta brinde una nueva oportunidad al PCCh para seguir gestionando en exclusiva el proyecto de modernización del país.
Pero en lo político, las tensiones no son menores, especialmente en lo territorial, y no tanto en función del auge de las reivindicaciones nacionalistas (en Tíbet o en Xingjiang, particularmente) como por el reforzado poder de algunas provincias y regiones que en los últimos años han logrado erosionar una autoridad central que hoy carece del carisma y el poder de antaño. China puede mantener a raya, o en un nivel relativamente manejable, las reivindicaciones en materia de derechos humanos que formulan algunos sectores internos, pero no le resulta tan fácil cortar las alas a las nuevas estructuras territoriales de poder donde la alianza entre jerarcas locales y nuevos poderes económicos emergentes desafían su poder y directrices. Esa batalla, que se viene librando desde hace un par de años con inusitada meticulosidad y perseverancia, se salda, por el momento, con victorias parciales del poder central, simbolizadas con la reciente destitución del secretario del Partido en Shanghai, Chen Liangyu.
La capacidad del PCCh para afrontar al mismo tiempo tantos problemas deriva de la cohesión de su liderazgo, que hoy no parece en entredicho aunque puedan existir matices en los discursos, y la adhesión inquebrantable de su militancia, integrada por más de 70 millones de personas que se ocupan de ejercer todos los espacios de poder imaginables. No obstante, los cambios sociales originados por la reforma o la cada vez mayor presencia de empresarios privados en sus filas (cerca de un millón) han generado una gran confusión y desconcierto que se pretende corregir invocando modelos morales de comportamiento que encarnen las grandes virtudes confucianas y promoviendo nuevas campañas de reeducación ideológica.
El rumbo definitivo de la reforma china se decidirá en los próximos cinco o diez años. Más allá de recuperar la grandeza perdida, no existe unanimidad acerca de cuál debe ser el futuro. Nadie se cuestiona la actual política, pero sí existen diferentes perspectivas acerca de cuál debe ser el modelo final resultante. Mientras algunos sitúan el horizonte en una aproximación no sólo económica sino también política a los sistemas de pluralismo occidental (imitando la transición taiwanesa, por ejemplo), Hu parece apostar por el continuismo, afirmando una vía propia que garantice la preeminencia del Partido Comunista como actualización histórica de aquel viejo mandarinato que tiempo atrás fue capaz de situar a China en el centro del mundo.
Ello concede al XVII Congreso del PCCh una importancia singular, ya que nos indicará cuál es el nivel de control que Hu Jintao ejerce sobre las principales estructuras del país, y especialmente si se verá obligado o no a cohabitar de nuevo con su principal rival, el vicepresidente del Estado, Zen Qinghong, y también quién será el probable elegido para sustituirle en 2012 y asumir el liderazgo chino hasta 2022. Serán años decisivos y sus días están por escribir.
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