Por José Manuel Fajardo, escritor (EL PERIÓDICO, 15/010/07):
Todavía están por definir las reglas que rigen esta nueva época nacida con los atentados del 11-S y la guerra de Irak, pero ya se puede afirmar que la doblez es sin duda una de ellas. Que de manera sistemática se haga exactamente lo contrario de lo que se predica no es algo nuevo en la Historia, lo novedoso es que esa hipocresía se practique descaradamente mediante un lenguaje que niega la realidad al nombrarla. Un ejemplo es la idea de “bombardeos por razones humanitarias”, acuñada en su día por el actual ministro de Asuntos Exteriores francés, M. Kouchner. Un concepto propio del mundo de pesadilla imaginado por George Orwell, quien precisamente utilizaba en su novela 1984 una consigna totalitaria que neoconservadores como Norman Podhoretz defienden hoy con ardor: “la guerra es la paz”.
EN ESE doblepensar, en esa retórica que afirma defender aquello que se destruye, hay que encuadrar la contradicción de que en plena globalización, mientras se predica la marcha inexorable hacia un mundo sin fronteras, crezcan por doquier muros como el que el Gobierno de Israel levanta en torno a los territorios palestinos, el que Estados Unidos pretende extender a lo largo de su frontera con México o el que Arabia Saudí construye en su frontera con Irak.
Durante la guerra fría, buena parte de las críticas a los países del Este de Europa se centraba en la aberración de la existencia del muro de Berlín, que fue convertido en un símbolo de opresión. La caída del muro, en 1989, parecía presagiar un tiempo de reconciliación, un mundo más abierto. Lo cierto es que no ha sido así. Desaparecida la retórica anticomunista, el triunfante capitalismo se ha puesto a construir sus propios muros para impedir la entrada a la fortaleza privilegiada del primer mundo de aquellos que huyen de los infiernos del tercero.
Por supuesto que hay excusas y razones para levantarlos. También la República Democrática Alemana tenía las suyas. Pero el denominador común en todo caso es el de la seguridad nacional: hay que controlar el flujo de las migraciones para evitar el caos social y económico, hay que mantener aisladas a las poblaciones conflictivas para evitar que la violencia que surge en su seno llegue hasta nosotros. Poco a poco, la era de la globalización va mostrando su doble vara de medir. Un mundo global, sí, pero sobre todo para los capitales, esas criaturas vips que pueden ir por todas partes según su sacrosanta conveniencia, sea cual sea el precio a pagar en sufrimientos humanos. Para el resto del planeta la globalización es bien relativa.
LAS MERCANCÍAS de los países desarrollados o de las potencias emergentes como China saltan de país en país en el vértigo de las nuevas comunicaciones y las deslocalizaciones, pero las mercancías de la mayoría de los países del tercer mundo chocan, por ejemplo, con las murallas económicas del proteccionismo europeo y americano en materia de agricultura. Las empresas europeas abren fábricas en Asia buscando cómo abaratar los costes de producción gracias a sus bajos salarios (y de paso doblar la espalda de los sindicatos europeos), pero los trabajadores africanos o de América Latina tienen que jugarse la vida en el Mediterráneo o en las aguas del río Grande para entrar ilegalmente en las fortalezas del desarrollo. De ese modo, la abundancia económica y la mayor libertad de movimientos en el seno del primer mundo contrastan con ese otro mundo extramuros cuya desesperación, pobreza y violencia son invocadas para levantar nuevos muros. A fecha de hoy, bien se puede decir que lo único realmente globalizado en el planeta es el beneficio privado de una minoría poderosa que manipula en su provecho el sufrimiento de quienes viven extramuros.
EL FENOMENO de las pateras en España, que ha levantado también su muro de alambre en torno a Ceuta y Melilla, es un buen ejemplo de cómo se especula económicamente con la desesperación de los africanos, que son explotados por los traficantes en África y por los empresarios de la economía en negro, en Europa. La incentivación del fenómeno de los balseros de Cuba por parte del Gobierno de Estados Unidos (que otorga un muy limitado número de visados oficiales a cubanos, pero concede residencia a cualquier cubano que llegue a suelo estadounidense jugándose la vida en el mar), muestra cómo se especula políticamente con las dificultades económicas de un país. Y los robos y crímenes que las maras salvadoreñas y guatemaltecas cometen en la frontera sur de México, contra los inmigrantes clandestinos que recorren el continente tratando de llegar por tierra hasta Estados Unidos, como magistralmente retrató el escritor mexicano Rafael Ramírez Heredia en su novela La Mara, demuestran que los nuevos muros no hacen sino fomentar las mafias y la corrupción.
Un reciente estudio ha señalado el riesgo de que la Gran Muralla China termine derruida por los elementos. Seguramente, los nuevos muros acabarán convertidos en destinos turísticos, como esa absurda y gigantesca muralla que nunca pudo evitar que la vida la penetrara, o en souvenirs, como los pedazos del muro de Berlín. El tiempo siempre los quiebra. Lo trágico es el precio en dolor y vidas humanas que van a costar mientras tanto.
Todavía están por definir las reglas que rigen esta nueva época nacida con los atentados del 11-S y la guerra de Irak, pero ya se puede afirmar que la doblez es sin duda una de ellas. Que de manera sistemática se haga exactamente lo contrario de lo que se predica no es algo nuevo en la Historia, lo novedoso es que esa hipocresía se practique descaradamente mediante un lenguaje que niega la realidad al nombrarla. Un ejemplo es la idea de “bombardeos por razones humanitarias”, acuñada en su día por el actual ministro de Asuntos Exteriores francés, M. Kouchner. Un concepto propio del mundo de pesadilla imaginado por George Orwell, quien precisamente utilizaba en su novela 1984 una consigna totalitaria que neoconservadores como Norman Podhoretz defienden hoy con ardor: “la guerra es la paz”.
EN ESE doblepensar, en esa retórica que afirma defender aquello que se destruye, hay que encuadrar la contradicción de que en plena globalización, mientras se predica la marcha inexorable hacia un mundo sin fronteras, crezcan por doquier muros como el que el Gobierno de Israel levanta en torno a los territorios palestinos, el que Estados Unidos pretende extender a lo largo de su frontera con México o el que Arabia Saudí construye en su frontera con Irak.
Durante la guerra fría, buena parte de las críticas a los países del Este de Europa se centraba en la aberración de la existencia del muro de Berlín, que fue convertido en un símbolo de opresión. La caída del muro, en 1989, parecía presagiar un tiempo de reconciliación, un mundo más abierto. Lo cierto es que no ha sido así. Desaparecida la retórica anticomunista, el triunfante capitalismo se ha puesto a construir sus propios muros para impedir la entrada a la fortaleza privilegiada del primer mundo de aquellos que huyen de los infiernos del tercero.
Por supuesto que hay excusas y razones para levantarlos. También la República Democrática Alemana tenía las suyas. Pero el denominador común en todo caso es el de la seguridad nacional: hay que controlar el flujo de las migraciones para evitar el caos social y económico, hay que mantener aisladas a las poblaciones conflictivas para evitar que la violencia que surge en su seno llegue hasta nosotros. Poco a poco, la era de la globalización va mostrando su doble vara de medir. Un mundo global, sí, pero sobre todo para los capitales, esas criaturas vips que pueden ir por todas partes según su sacrosanta conveniencia, sea cual sea el precio a pagar en sufrimientos humanos. Para el resto del planeta la globalización es bien relativa.
LAS MERCANCÍAS de los países desarrollados o de las potencias emergentes como China saltan de país en país en el vértigo de las nuevas comunicaciones y las deslocalizaciones, pero las mercancías de la mayoría de los países del tercer mundo chocan, por ejemplo, con las murallas económicas del proteccionismo europeo y americano en materia de agricultura. Las empresas europeas abren fábricas en Asia buscando cómo abaratar los costes de producción gracias a sus bajos salarios (y de paso doblar la espalda de los sindicatos europeos), pero los trabajadores africanos o de América Latina tienen que jugarse la vida en el Mediterráneo o en las aguas del río Grande para entrar ilegalmente en las fortalezas del desarrollo. De ese modo, la abundancia económica y la mayor libertad de movimientos en el seno del primer mundo contrastan con ese otro mundo extramuros cuya desesperación, pobreza y violencia son invocadas para levantar nuevos muros. A fecha de hoy, bien se puede decir que lo único realmente globalizado en el planeta es el beneficio privado de una minoría poderosa que manipula en su provecho el sufrimiento de quienes viven extramuros.
EL FENOMENO de las pateras en España, que ha levantado también su muro de alambre en torno a Ceuta y Melilla, es un buen ejemplo de cómo se especula económicamente con la desesperación de los africanos, que son explotados por los traficantes en África y por los empresarios de la economía en negro, en Europa. La incentivación del fenómeno de los balseros de Cuba por parte del Gobierno de Estados Unidos (que otorga un muy limitado número de visados oficiales a cubanos, pero concede residencia a cualquier cubano que llegue a suelo estadounidense jugándose la vida en el mar), muestra cómo se especula políticamente con las dificultades económicas de un país. Y los robos y crímenes que las maras salvadoreñas y guatemaltecas cometen en la frontera sur de México, contra los inmigrantes clandestinos que recorren el continente tratando de llegar por tierra hasta Estados Unidos, como magistralmente retrató el escritor mexicano Rafael Ramírez Heredia en su novela La Mara, demuestran que los nuevos muros no hacen sino fomentar las mafias y la corrupción.
Un reciente estudio ha señalado el riesgo de que la Gran Muralla China termine derruida por los elementos. Seguramente, los nuevos muros acabarán convertidos en destinos turísticos, como esa absurda y gigantesca muralla que nunca pudo evitar que la vida la penetrara, o en souvenirs, como los pedazos del muro de Berlín. El tiempo siempre los quiebra. Lo trágico es el precio en dolor y vidas humanas que van a costar mientras tanto.
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