Por Pedro Larrea (EL CORREO DIGITAL, 16/10/07):
La Posmodernidad goza de una pésima reputación. Tras un anodino y confuso prefijo se oculta no se sabe si una mera referencia cronológica o una negación. Esta falta inicial de identidad y transparencia vulnera, ya de entrada, una de las tesis básicas del pensamiento moderno: la realidad está ahí, esperando dócilmente ser capturada por la mente a condición de utilizar ideas claras y distintas. Pero la Posmodernidad no niega la objetividad, sino que destaca la necesaria dimensión interpretativa de todo conocer; tampoco niega el sujeto, pero alerta acerca de su fragmentación. No es un rechazo de la razón ilustrada y sus conquistas, sino un esfuerzo crítico para superar sus límites y contradicciones. No se abandona a un cómodo relativismo filosófico, cultural o moral, tan sólo pide que se legitimen las pretensiones dogmáticas de cualquier verdad. Y, desde luego, acepta la universalidad de la condición humana, pero deja al descubierto los particularismos que se esconden detrás de las supuestas verdades universales.
El nacionalismo es hijo de la Modernidad, tanto en la versión republicana o francesa como en la romántica o alemana. En el nacionalismo cívico que emerge de la Revolución de 1789, el individuo es el fundamento de la vida social. Emancipándose de otras fuentes de conocimiento como la tradición o la revelación, la razón se autonomiza y se manifiesta encarnada en el individuo, que el pacto social transforma en ciudadano, nuevo referente de valores políticos con vocación de universalidad: la libertad que proponen los liberales, la igualdad ante la ley que sostienen los demócratas y la participación de todos que defiende el republicanismo. Pero individuo, libertad, igualdad, democracia, universalidad no dejan de ser abstracciones metafísicas cuya concreción política se lleva a cabo a partir de un eurocentrismo indisimulado.
«Toda nación tiene derecho a constituir un Estado independiente». Esta formulación del nacionalismo romántico, debida a Mancini y anticipada en los escritos políticos de Fichte, impulsó en el siglo XIX la creación de los Estados de Italia y Alemania y ha sido invocada después como pieza de legitimación en innumerables operaciones reivindicativas de un Estado nacional propio. Dos son los principios básicos contenidos en esta tesis, el principio identitario y el principio soberanista. Existen naciones, es decir, pueblos cuyos miembros comparten unos mismos rasgos étnicos (lengua, cultura, religión, derecho, historia…) y, conscientes de su común pertenencia, desean disponer de instituciones de poder propias. Y, segundo, toda nación, por el hecho de ser tal, es sujeto de soberanía, esto es, se halla legitimada para dotarse de la estructura política que libremente decida (independencia, federación con otras naciones con derecho a secesión, estatuto especial dentro de un Estado plurinacional, etcétera).
Esta versión canónica del nacionalismo cultural, o versión fuerte, como corresponde a los tiempos de la Modernidad que la vio nacer, pretende basarse en evidencias empíricas o filosóficas incuestionables. En contra se sitúan oposiciones igualmente fuertes, que afirman, primero, que las identidades étnicas no existen, son una pura invención, y, segundo, que los únicos sujetos de soberanía legitimados por el derecho son los Estados-nación actuales más las colonias más los territorios ocupados. ¿Cabe un tercer espacio en este frente dialéctico para un nacionalismo dispuesto a repensar sus conceptos fuertes de identidad y soberanía?
Explican los psicólogos que la identidad personal es la resultante de una elaboración compleja en la que intervienen dialécticamente tanto las representaciones que un sujeto tiene acerca de sí y de su proyecto de vida, como las representaciones que luego transmite a los demás y las que éstos a su vez le rebotan. La identidad es, por tanto, una autodefinición, un autoconcepto, la máscara-persona (como intuyeron los griegos), cuya significación compartida posibilita la vida social. Algo similar sucede en el plano colectivo. La identidad nacional no es una esencia objetiva que fluye a lo largo de la historia manifestando el espíritu de cada pueblo, como afirma el romántico. Tampoco es una invención carente de realidad y fabulada por las elites locales para mantener sus privilegios ante la amenaza universalista. Es una autorrepresentación, pero construida a partir de hechos diferenciales constatables y generadora de intensos sentimientos de pertenencia. Es una autoimagen que opera como memoria histórica, fuerza movilizadora y proyección de los deseos colectivos, eficacísima proveedora de sentido y capaz de explosionar, merced a su componente libidinoso, como un arma de opresión o como un grito de libertad.
Desde la convicción de que las identidades pertenecen al ámbito del acontecer y no del ser (por emplear la jerga heideggeriana), una praxis posmoderna no ha de estar a favor ni de las identidades étnicas, representaciones mutiladas de una homogeneidad ilusoria, ni de las identidades puramente civiles, que en vano ignoran la trama tozuda de la diversidad cultural. Una tercera vía es posible: la construcción de identidades plurales. Lo que significa propiciar identidades inclusivas y no excluyentes; identidades que reflejen la heterogeneidad cultural y no la pretensión impositiva de una parte; identidades abiertas y disipativas, no cerradas; identidades dinámicas, inestables, contaminadas, y no estereotipos referidos a un paraíso perdido; identidades afirmativas y relacionales, no las que se basan en la negación y execración del otro; identidades modestamente elaboradas con los materiales, diferenciales y comunes, que caracterizan una cultura particular, y no delirios alimentados por macrovisiones totalizadoras.
No es menos frágil el concepto de soberanía que el de identidad. La clase burguesa que accedió al poder tras la Revolución francesa, encontró en la idea de soberanía que Bodin había desarrollado para legitimar el absolutismo monárquico un eficacísimo mecanismo racionalizador. Transformada aquélla en soberanía popular, dio soporte a la implantación a sangre y fuego de las nuevas instituciones liberales. Pero cuando los defensores del Estado-nación intentan convertir lo que fue un principio operativo en principio metafísico de legitimación, el discurso soberanista aparece plagado de paradojas y contradicciones. Ni el principio es demostrable, como ya acusara Duguit, ni el concepto mismo de soberanía escapa a una vulgar tautología, donde un país soberano es sencillamente aquél que se autodefine y es reconocido como tal. O ¿qué decir de las fronteras? ¿Qué sentido tiene buscar algún vestigio de racionalidad en el actual ‘estatu quo’, resultado de guerras, conquistas, pactos de poder o encamamientos regios?
En la medida en que, según la observación ya tópica, la Modernidad es dogmática monoteísta cristiana secularizada, se comprende que sus tesis políticas estén impregnadas de sustancia metafísica y que el pensamiento fuerte que desarrollan abunde en dicotomías y conceptos cerrados. Así, no hay alternativa posible entre nacionalismo cívico o cultural, ciudadanía o identidad, universalismo o tribu, Humanidad o patria, Ilustración o barbarie, igualdad o diferencia, contrato social o sentido de pertenencia, individuo o pueblo, integración o multiculturalidad. O la soberanía compartida es una contradicción ‘in terminis’, lo mismo que nacionalismo democrático o, incluso para algunos, patriotismo constitucional.
Vivimos tiempos de mestizaje y des-soberanización. El concepto de una ciudadadanía compleja y de un nacionalismo capaz de integrar todas las dicotomías señaladas no es sólo epistemológicamente posible sino políticamente desafiante para todo partido que no se crea depositario de verdades metafísicas o legadas por la historia. Para disgusto de muchos, la posmodernidad enseña que la debilidad como actitud intelectual y la ambigüedad como praxis política pueden ser excelentes virtudes.
La Posmodernidad goza de una pésima reputación. Tras un anodino y confuso prefijo se oculta no se sabe si una mera referencia cronológica o una negación. Esta falta inicial de identidad y transparencia vulnera, ya de entrada, una de las tesis básicas del pensamiento moderno: la realidad está ahí, esperando dócilmente ser capturada por la mente a condición de utilizar ideas claras y distintas. Pero la Posmodernidad no niega la objetividad, sino que destaca la necesaria dimensión interpretativa de todo conocer; tampoco niega el sujeto, pero alerta acerca de su fragmentación. No es un rechazo de la razón ilustrada y sus conquistas, sino un esfuerzo crítico para superar sus límites y contradicciones. No se abandona a un cómodo relativismo filosófico, cultural o moral, tan sólo pide que se legitimen las pretensiones dogmáticas de cualquier verdad. Y, desde luego, acepta la universalidad de la condición humana, pero deja al descubierto los particularismos que se esconden detrás de las supuestas verdades universales.
El nacionalismo es hijo de la Modernidad, tanto en la versión republicana o francesa como en la romántica o alemana. En el nacionalismo cívico que emerge de la Revolución de 1789, el individuo es el fundamento de la vida social. Emancipándose de otras fuentes de conocimiento como la tradición o la revelación, la razón se autonomiza y se manifiesta encarnada en el individuo, que el pacto social transforma en ciudadano, nuevo referente de valores políticos con vocación de universalidad: la libertad que proponen los liberales, la igualdad ante la ley que sostienen los demócratas y la participación de todos que defiende el republicanismo. Pero individuo, libertad, igualdad, democracia, universalidad no dejan de ser abstracciones metafísicas cuya concreción política se lleva a cabo a partir de un eurocentrismo indisimulado.
«Toda nación tiene derecho a constituir un Estado independiente». Esta formulación del nacionalismo romántico, debida a Mancini y anticipada en los escritos políticos de Fichte, impulsó en el siglo XIX la creación de los Estados de Italia y Alemania y ha sido invocada después como pieza de legitimación en innumerables operaciones reivindicativas de un Estado nacional propio. Dos son los principios básicos contenidos en esta tesis, el principio identitario y el principio soberanista. Existen naciones, es decir, pueblos cuyos miembros comparten unos mismos rasgos étnicos (lengua, cultura, religión, derecho, historia…) y, conscientes de su común pertenencia, desean disponer de instituciones de poder propias. Y, segundo, toda nación, por el hecho de ser tal, es sujeto de soberanía, esto es, se halla legitimada para dotarse de la estructura política que libremente decida (independencia, federación con otras naciones con derecho a secesión, estatuto especial dentro de un Estado plurinacional, etcétera).
Esta versión canónica del nacionalismo cultural, o versión fuerte, como corresponde a los tiempos de la Modernidad que la vio nacer, pretende basarse en evidencias empíricas o filosóficas incuestionables. En contra se sitúan oposiciones igualmente fuertes, que afirman, primero, que las identidades étnicas no existen, son una pura invención, y, segundo, que los únicos sujetos de soberanía legitimados por el derecho son los Estados-nación actuales más las colonias más los territorios ocupados. ¿Cabe un tercer espacio en este frente dialéctico para un nacionalismo dispuesto a repensar sus conceptos fuertes de identidad y soberanía?
Explican los psicólogos que la identidad personal es la resultante de una elaboración compleja en la que intervienen dialécticamente tanto las representaciones que un sujeto tiene acerca de sí y de su proyecto de vida, como las representaciones que luego transmite a los demás y las que éstos a su vez le rebotan. La identidad es, por tanto, una autodefinición, un autoconcepto, la máscara-persona (como intuyeron los griegos), cuya significación compartida posibilita la vida social. Algo similar sucede en el plano colectivo. La identidad nacional no es una esencia objetiva que fluye a lo largo de la historia manifestando el espíritu de cada pueblo, como afirma el romántico. Tampoco es una invención carente de realidad y fabulada por las elites locales para mantener sus privilegios ante la amenaza universalista. Es una autorrepresentación, pero construida a partir de hechos diferenciales constatables y generadora de intensos sentimientos de pertenencia. Es una autoimagen que opera como memoria histórica, fuerza movilizadora y proyección de los deseos colectivos, eficacísima proveedora de sentido y capaz de explosionar, merced a su componente libidinoso, como un arma de opresión o como un grito de libertad.
Desde la convicción de que las identidades pertenecen al ámbito del acontecer y no del ser (por emplear la jerga heideggeriana), una praxis posmoderna no ha de estar a favor ni de las identidades étnicas, representaciones mutiladas de una homogeneidad ilusoria, ni de las identidades puramente civiles, que en vano ignoran la trama tozuda de la diversidad cultural. Una tercera vía es posible: la construcción de identidades plurales. Lo que significa propiciar identidades inclusivas y no excluyentes; identidades que reflejen la heterogeneidad cultural y no la pretensión impositiva de una parte; identidades abiertas y disipativas, no cerradas; identidades dinámicas, inestables, contaminadas, y no estereotipos referidos a un paraíso perdido; identidades afirmativas y relacionales, no las que se basan en la negación y execración del otro; identidades modestamente elaboradas con los materiales, diferenciales y comunes, que caracterizan una cultura particular, y no delirios alimentados por macrovisiones totalizadoras.
No es menos frágil el concepto de soberanía que el de identidad. La clase burguesa que accedió al poder tras la Revolución francesa, encontró en la idea de soberanía que Bodin había desarrollado para legitimar el absolutismo monárquico un eficacísimo mecanismo racionalizador. Transformada aquélla en soberanía popular, dio soporte a la implantación a sangre y fuego de las nuevas instituciones liberales. Pero cuando los defensores del Estado-nación intentan convertir lo que fue un principio operativo en principio metafísico de legitimación, el discurso soberanista aparece plagado de paradojas y contradicciones. Ni el principio es demostrable, como ya acusara Duguit, ni el concepto mismo de soberanía escapa a una vulgar tautología, donde un país soberano es sencillamente aquél que se autodefine y es reconocido como tal. O ¿qué decir de las fronteras? ¿Qué sentido tiene buscar algún vestigio de racionalidad en el actual ‘estatu quo’, resultado de guerras, conquistas, pactos de poder o encamamientos regios?
En la medida en que, según la observación ya tópica, la Modernidad es dogmática monoteísta cristiana secularizada, se comprende que sus tesis políticas estén impregnadas de sustancia metafísica y que el pensamiento fuerte que desarrollan abunde en dicotomías y conceptos cerrados. Así, no hay alternativa posible entre nacionalismo cívico o cultural, ciudadanía o identidad, universalismo o tribu, Humanidad o patria, Ilustración o barbarie, igualdad o diferencia, contrato social o sentido de pertenencia, individuo o pueblo, integración o multiculturalidad. O la soberanía compartida es una contradicción ‘in terminis’, lo mismo que nacionalismo democrático o, incluso para algunos, patriotismo constitucional.
Vivimos tiempos de mestizaje y des-soberanización. El concepto de una ciudadadanía compleja y de un nacionalismo capaz de integrar todas las dicotomías señaladas no es sólo epistemológicamente posible sino políticamente desafiante para todo partido que no se crea depositario de verdades metafísicas o legadas por la historia. Para disgusto de muchos, la posmodernidad enseña que la debilidad como actitud intelectual y la ambigüedad como praxis política pueden ser excelentes virtudes.
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