Por Miguel Herrero de Miñón, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (EL PAÍS, 24/10/07):
La Ley de Memoria Histórica, que, al parecer, las Cortes van a aprobar de inmediato, ha planteado ya problemas y es más que probable que su aplicación los plantee en el futuro. Puede que, en su día, los estrategas de los partidos lamenten haber emprendido tales caminos, los políticos y dirigentes sociales de cualquier signo tengan que hacer costosos esfuerzos de prudencia, y los juristas, alardes de imaginación ante una norma harto extraña. Porque no pretende regular conductas ni organizar instituciones, como es propio de las normas jurídicas, sino expresar la catarsis de afectos. ¿Qué otro alcance puede tener derogar un bando de guerra caducado hace más de medio siglo, desconocer lo ya hecho por la Constitución en su derogatoria 3 o plantear cuestiones de legitimidad histórica? Esto es, más o menos, lo que Ortega entendía por improperio, algo de difícil cabida en lo que viene entendiéndose como Estado de derecho y constitución racional-normativa.
Pero, con ser ello grave, la verdadera cuestión que la ley plantea es otra mucho más profunda. Nada menos que el cómo tratar políticamente la historia. Hay una historia irreversiblemente ocurrida y que es el pasado de los hombres. Y una historia vivida que es nuestro pasado; el pasado, decía Dilthey, como “forma de edad”. Y los pueblos, como los hombres, muestran su madurez a la hora de asumir la vida ya vivida y planear la que tienen por delante. Tal asunción puede hacerse desde un mínimo hasta un máximo. Lo primero, archivando sus episodios con la misma distante frialdad con que el entomólogo colecciona insectos; tal es la historia que Nietzsche denominaba “historia anticuaria”. Lo segundo, mediante lo que el mismo Nietzsche consideraba como “historia monumental”.
¿Cuál ha de ser la posición de la política ante la historia, cuestión central suscitada por la Ley de Memoria? A mi modesto entender, creo que cabe formular tres tesis al respecto.
Primero, el político no puede desconocer la historia ocurrida y hará bien en conocerla de primera mano y con cuanta mayor precisión mejor. Cánovas del Castillo, Thiers o Churchill son buenos ejemplos de lo fecunda que resulta la alternancia del escaño y el despacho con el archivo. Y el verdadero conocimiento de los archivos, el respeto verdaderamente reverencial hacia la verdad histórica, es lo que mejor inhibe la tentación de sacarla al mercado.
Segundo, el político ha de asumir la historia de su pueblo, saberse fruto de ella y optar por continuarla, sin duda no para repetirla, pero tampoco para olvidarla, o lo que es lo mismo, invertirla. Sólo goza bien de la herencia recibida quien, en expresiónde Hegel, es capaz de heredar dos veces. Quien no hace exclusión ni la acepta a beneficio de inventario, sino que se siente y sabe heredero universal. Un talante verdaderamente democrático ha de renunciar a la tentación “adánica” de inaugurar el mundo y poner nombres a las cosas como si nadie hasta entonces las hubiera conocido. Porque la verdadera democracia exige ser tanto responsable ante la última y la próxima elección como ante las generaciones futuras y pasadas. Hay que asumirla entera, decía De Gaulle de la historia de Francia, desde Clodoveo al Comité de Salvación Pública presidido por Robespierre.
Tercero, el político que pretenda ser hombre de Estado ha de saber que el Estado y el orden por comunión básico que lo legitima es un proceso permanente de integración del cuerpo político. Contribuir a la integración es la tarea capital del político y para ello sirve la historia monumental, porque la integración es un monumento de historia viva y, por viva, asumida y proyectada.
De hecho, toda política, al enfrentarse con el pasado, algo inevitable en todo pueblo que no sea una horda de salvajes acampada por azar en la ribera de un río sin nombre, intenta construir una historia monumental y también aquí cabe distinguir entre tres posibilidades.
La historia monumental sectaria, que negando, demoliendo, incluso físicamente, o falsificando el pasado o, lo que es lo mismo, tratando de invertirlo, pretende imponer una pauta de integración que excluye a media comunidad. Y en tal actitud caen tanto quienes reivindican una memoria histórica que, aun refiriéndose a hechos ciertos, los falsea, porque no atiende al contexto global dramático en el que ocurrieron, como quienes cultivan una retórica que descalifica al adversario, erosiona las instituciones, excluye la reconciliación e impide esa concordia ciudadana, que Cicerón consideraba el más apretado vinculo del Estado. Cuando eso ocurre, tales posiciones se alimentan recíprocamente en un juego especular y la comunidad política se taja por la mitad, hasta hacer realidad el trágico epitafio del poeta romántico: “Aquí yace media España, murió de la otra media”. Lo demuestra la sarta de esquelas mortuorias, más acusatorias que elegiacas, de los asesinados de uno y otro bando durante la Guerra Civil y la incivil posguerra, a que ha dado lugar la preparación de la Ley de Memoria en cuestión.
Cabe una opción más feliz: la historia monumental por selección que utiliza estratégicamente los recuerdos y los olvidos en pro de una integración en la que todos encuentren cómoda cabida. Recordar, señalaba Xirau, se vincula etimológicamente, como ocurre con la palabra concordia, a corazón, y víscera tan noble es capaz de hacer memoria de los buenos ejemplos y sepultar en la amnesia los malos tragos. La amnistía, que fue arras y símbolo de la transición a la democracia, tiene la misma raíz que amnesia, y si es imprudente no seguir olvidando en común, lo es aún más recordar con parcialidad. Un político socialista, cuya actitud ética es tan de admirar como sus inclinaciones estéticas, el asturiano Pedro Silva, advertía hace días de los peligros que encierra pretender construir al amparo de la ley en ciernes una memoria que sea tan parcial como la que se pretende impugnar.
Y cabe una opción todavía más generosa: la historia monumental por acumulación, capaz de integrar mediante la suma de lo que otrora estuvo enfrentado. Así la III República Francesa, que tantos discípulos ha tenido y tiene aquende los Pirineos, respetó las águilas del II Imperio -verdadera “dictadura de obras” si las ha habido- que hoy, entre las viejas flores de lis, pueblan París sin que la Francia democrática del siglo XXI se sienta amenazada, sino, antes bien, consolidada. Los pueblos orgullosos y seguros de sí mismos suman, no restan, y menos todavía dividen.
La Ley de Memoria Histórica, que, al parecer, las Cortes van a aprobar de inmediato, ha planteado ya problemas y es más que probable que su aplicación los plantee en el futuro. Puede que, en su día, los estrategas de los partidos lamenten haber emprendido tales caminos, los políticos y dirigentes sociales de cualquier signo tengan que hacer costosos esfuerzos de prudencia, y los juristas, alardes de imaginación ante una norma harto extraña. Porque no pretende regular conductas ni organizar instituciones, como es propio de las normas jurídicas, sino expresar la catarsis de afectos. ¿Qué otro alcance puede tener derogar un bando de guerra caducado hace más de medio siglo, desconocer lo ya hecho por la Constitución en su derogatoria 3 o plantear cuestiones de legitimidad histórica? Esto es, más o menos, lo que Ortega entendía por improperio, algo de difícil cabida en lo que viene entendiéndose como Estado de derecho y constitución racional-normativa.
Pero, con ser ello grave, la verdadera cuestión que la ley plantea es otra mucho más profunda. Nada menos que el cómo tratar políticamente la historia. Hay una historia irreversiblemente ocurrida y que es el pasado de los hombres. Y una historia vivida que es nuestro pasado; el pasado, decía Dilthey, como “forma de edad”. Y los pueblos, como los hombres, muestran su madurez a la hora de asumir la vida ya vivida y planear la que tienen por delante. Tal asunción puede hacerse desde un mínimo hasta un máximo. Lo primero, archivando sus episodios con la misma distante frialdad con que el entomólogo colecciona insectos; tal es la historia que Nietzsche denominaba “historia anticuaria”. Lo segundo, mediante lo que el mismo Nietzsche consideraba como “historia monumental”.
¿Cuál ha de ser la posición de la política ante la historia, cuestión central suscitada por la Ley de Memoria? A mi modesto entender, creo que cabe formular tres tesis al respecto.
Primero, el político no puede desconocer la historia ocurrida y hará bien en conocerla de primera mano y con cuanta mayor precisión mejor. Cánovas del Castillo, Thiers o Churchill son buenos ejemplos de lo fecunda que resulta la alternancia del escaño y el despacho con el archivo. Y el verdadero conocimiento de los archivos, el respeto verdaderamente reverencial hacia la verdad histórica, es lo que mejor inhibe la tentación de sacarla al mercado.
Segundo, el político ha de asumir la historia de su pueblo, saberse fruto de ella y optar por continuarla, sin duda no para repetirla, pero tampoco para olvidarla, o lo que es lo mismo, invertirla. Sólo goza bien de la herencia recibida quien, en expresiónde Hegel, es capaz de heredar dos veces. Quien no hace exclusión ni la acepta a beneficio de inventario, sino que se siente y sabe heredero universal. Un talante verdaderamente democrático ha de renunciar a la tentación “adánica” de inaugurar el mundo y poner nombres a las cosas como si nadie hasta entonces las hubiera conocido. Porque la verdadera democracia exige ser tanto responsable ante la última y la próxima elección como ante las generaciones futuras y pasadas. Hay que asumirla entera, decía De Gaulle de la historia de Francia, desde Clodoveo al Comité de Salvación Pública presidido por Robespierre.
Tercero, el político que pretenda ser hombre de Estado ha de saber que el Estado y el orden por comunión básico que lo legitima es un proceso permanente de integración del cuerpo político. Contribuir a la integración es la tarea capital del político y para ello sirve la historia monumental, porque la integración es un monumento de historia viva y, por viva, asumida y proyectada.
De hecho, toda política, al enfrentarse con el pasado, algo inevitable en todo pueblo que no sea una horda de salvajes acampada por azar en la ribera de un río sin nombre, intenta construir una historia monumental y también aquí cabe distinguir entre tres posibilidades.
La historia monumental sectaria, que negando, demoliendo, incluso físicamente, o falsificando el pasado o, lo que es lo mismo, tratando de invertirlo, pretende imponer una pauta de integración que excluye a media comunidad. Y en tal actitud caen tanto quienes reivindican una memoria histórica que, aun refiriéndose a hechos ciertos, los falsea, porque no atiende al contexto global dramático en el que ocurrieron, como quienes cultivan una retórica que descalifica al adversario, erosiona las instituciones, excluye la reconciliación e impide esa concordia ciudadana, que Cicerón consideraba el más apretado vinculo del Estado. Cuando eso ocurre, tales posiciones se alimentan recíprocamente en un juego especular y la comunidad política se taja por la mitad, hasta hacer realidad el trágico epitafio del poeta romántico: “Aquí yace media España, murió de la otra media”. Lo demuestra la sarta de esquelas mortuorias, más acusatorias que elegiacas, de los asesinados de uno y otro bando durante la Guerra Civil y la incivil posguerra, a que ha dado lugar la preparación de la Ley de Memoria en cuestión.
Cabe una opción más feliz: la historia monumental por selección que utiliza estratégicamente los recuerdos y los olvidos en pro de una integración en la que todos encuentren cómoda cabida. Recordar, señalaba Xirau, se vincula etimológicamente, como ocurre con la palabra concordia, a corazón, y víscera tan noble es capaz de hacer memoria de los buenos ejemplos y sepultar en la amnesia los malos tragos. La amnistía, que fue arras y símbolo de la transición a la democracia, tiene la misma raíz que amnesia, y si es imprudente no seguir olvidando en común, lo es aún más recordar con parcialidad. Un político socialista, cuya actitud ética es tan de admirar como sus inclinaciones estéticas, el asturiano Pedro Silva, advertía hace días de los peligros que encierra pretender construir al amparo de la ley en ciernes una memoria que sea tan parcial como la que se pretende impugnar.
Y cabe una opción todavía más generosa: la historia monumental por acumulación, capaz de integrar mediante la suma de lo que otrora estuvo enfrentado. Así la III República Francesa, que tantos discípulos ha tenido y tiene aquende los Pirineos, respetó las águilas del II Imperio -verdadera “dictadura de obras” si las ha habido- que hoy, entre las viejas flores de lis, pueblan París sin que la Francia democrática del siglo XXI se sienta amenazada, sino, antes bien, consolidada. Los pueblos orgullosos y seguros de sí mismos suman, no restan, y menos todavía dividen.
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