Por Javier Otaola (EL CORREO DIGITAL, 24/10/07):
Las andanzas -en Francia- del denominado Ministerio de la Identidad Nacional -dirigido por Brice Hortefeux- y asociado a la Inmigración en el Gobierno Fillon siempre me producen cierta inquietud. ¿Qué nos habría parecido una cartera ministerial semejante en la República Federal Alemana, o en Inglaterra o en España? ¿Y en el País Vasco o en Cataluña?
Presumo que un gobierno de Su Graciosa Majestad jamás habría incurrido en semejante ocurrencia. ¿Una administración de las identidades que componen la Gran Bretaña? ¿Hay alguien que se atormente sobre el ser de Inglaterra? ¿De Escocia?…La identidad británica se gestiona en los pubs, en los teatros, en las discotecas y en las casas discográficas ‘England made me’, cantaba Elton John.
La gestión administrativa y política de la identidad nacional -del ser nacional- me parece un sinsentido dado que la identidad política se define en la Constitución y la identidad ‘nacional’, si es algo, no soporta con naturalidad su gestión burocrática y política. Si es algo, lo es seguramente de una manera espontánea, cotidiana, fluida, transitiva, y se materializa de una manera consuetudinaria y tácita. Los franceses, siguiendo su vocación napoleónica, parece que no se han resistido a la tentación de codificar y gestionar administrativamente la identidad nacional. Y además parece que pretenden hacerlo asociando la identidad a la gestión de la inmigración, lo que no hace sino añadir inquietud a la inquietud. La identidad republicana francesa ya está definida como ciudadanía en cada una de sus ciudades, la Carta de salvaguarda de los derechos humanos firmada en Saint Denis lo declara en su primer artículo: «Derecho a la ciudad: 1. La ciudad es un espacio colectivo que pertenece a todos sus habitantes que tienen derecho a encontrar las condiciones para su realización política, social y ecológica, asumiendo deberes de solidaridad. 2. Las autoridades municipales fomentan, por todos los medios de que disponen, el respeto de la dignidad de todos y la calidad de vida de sus habitantes».
Aparte de eso la cultura francesa se hace y se deshace cada día en su literatura, su cine, su música, su lengua y sus costumbres. ¿Qué puede aportar a esa dinámica social de la identidad un ministerio?
La palabra ’ser’ complica muchas veces la vida; es a mi juicio una palabra excesiva, abrumadora, difícil, escurridiza y, como dice Andrés Ortiz-Osés, es paradójica ya que «el ser codice el no-ser»: ¿Qué es en realidad ser vasco, español, francés….? ¿Qué supone ese ’ser’ de participación en una esencia determinada?
La importancia política -y militar- del ’ser’ nacional era lógica en un mundo ya histórico en el que la hostilidad y el antagonismo de las naciones europeas junto a la relativa falta de porosidad de los Estados y las culturas hacía a los individuos manifestaciones clónicas de identidades colectivas anteriores y superiores a las pequeñas identidades personales. No creo que hoy lo sea del mismo modo.
Un buen amigo que comparte conmigo la simpatía por Escocia, descendiente de una importante familia de industriales y entusiasta militante de un partido independentista vasco me enseñaba un día en el salón de su magnífica casa cerca de San Juan de Luz la galería de retratos de sus antepasados, todos ellos ilustres por diversos motivos, y me señaló a uno de ellos, creo recordar que iba vestido con una levita roja, con blanca peluca y coleta, lo que le daba cierto aire dieciochesco a lo Moratin, y me dijo: «Éste es el último de los miembros de mi familia que fue español. Hasta éste, todos nosotros fuimos leales españoles, a partir de éste todos somos vascos. ¿Tú qué eres, vasco o español?».
La pregunta así, a bocajarro, a pesar de lo tópica y típica, me pilló desprevenido y me dio un vislumbre de mi dificultosa identidad. Mi respuesta seguramente no le satisfizo: Soy ‘gente’ -quisiera ser buena gente- con el estatuto jurídico de ‘ciudadano español’ en el que lo más importante -políticamente- para mí es lo de ‘ciudadano’.
Durante mucho tiempo ha sido también costumbre en el ruedo ibérico preguntarse sobre el ’ser de España’ y muy especialmente desde la famosa y fatídica fecha de 1898. Gracias a Dios esos dolores del ’ser nacional’ que como migrañas atacaban a don Miguel de Unamuno han dejado de estar de moda y disfrutamos hoy entre nosotros de magníficos novelistas que aún expresándose en castellano hacen novelística inglesa, o filósofos donostiarras que respiran ‘esprit’ francés e incluso, lo que es más significativo, tenemos una Liga nacional de fútbol llena de extracomunitarios, brasileños y croatas, tenemos también hermeneutas vasco-aragoneses o positivistas castellanos que piensan en alemán.
Salvo para algunos castizos profesionales, parece que se disuelve la vieja idea de lo español como una esencia eterna, definida metafísicamente desde Recaredo al general Franco, hecha de catolicismo, sangre visigoda y esa virtud tan celebrada en ciertos círculos de la gallardía. Hoy -gracias a Dios y a la Constitución de 1978- lo español se manifiesta de una manera plural desde Santiago de Compostela a Sevilla, desde Bilbao a Santa Cruz, desde Madrid a Barcelona.
La amalgama de identidad cultural, religiosa y política, la explotación ideológica del casticismo, el entendimiento cañí de la nacionalidad del que hizo gala el franquismo por desgracia no es una maldición exclusivamente españolista. Queda el terrorismo de ETA -y sus adláteres- que promueve una identidad coactiva bajo la amenaza de las pistolas y las bombas.
Con la creación del Ministerio de la Identidad Nacional y la Inmigración, la misma Francia-paradigma del nacionalismo cívico- parece que acoge ciertos postulados del nacional-casticismo de Le Pen, que no es otra cosa que un intento de liquidación del discurso republicano y su sustitución por un discurso ‘nacionalitario’ galo-francés.
Esta revitalización de lo identitario como proyecto político es la que pretenden los nacionalismos subestatales en Europa, en la mayor parte de los casos como reacción frente a políticas muchas veces brutales de asimilacionismo cultural propiciadas por el correspondiente nacionalismo estatal, lo que ha provocado en ciertos mediadores de opinión una simpatía acrítica hacia todo tipo de movimiento que quiera traducir en poder político estatal o paraestatal emociones colectivas de vinculación a una tierra conocida y próxima, a una lengua minorizada, a un imaginario colectivo idealizado, a otro casticismo político no contaminado, virginal, alternativo, abierto a todas las esperanzas por ser más virtual que real: Córcega, Padania, Flandes, Euskal Herria…
Paradójicamente, en nuestras sociedades desarrolladas se han disparado las posibilidades de autodeterminación individual, lo que permite la construcción de identidades personales variadísimas, multiformes, con ‘elecciones particulares’ libérrimas en cuanto a opciones religiosas, o arreligiosas, sexuales, profesionales, gastronómicas, morales y estéticas, culturales y cultuales.
Yo mismo, que no soy especialmente atípico, adoro la comida china e hindú, leo literatura en francés e inglés, me atrevo con el euskera y el catalán, bebo vodka ruso y sueco, cerveza belga, me comunico a través de Internet con EE UU, Portugal, Bélgica… me he inscrito en una parroquia anglicana -¿Dios salve a la Iglesia de Inglaterra!-, me hincho a escuchar jazz americano y barroco italiano, mi primera novia fue una surinameña de color chocolate, me he enamorado y casado con una mujer andaluza, me he comprado un pequeño apartamento en las Landas francesas, veraneo en Cataluña y Andalucía, me entusiasma la Semana Santa sevillana y el cine ‘made in Hollywood’, apadrino a un niño ecuatoriano, tengo a mis familiares difuntos enterrados en un verdadero cementerio marino en Bermeo pero también en Entre Ríos (Argentina), y cuando quiero hacer algo exótico lo que hago es ver una corrida de toros o un partido de cesta punta. Con este magma de intereses y solicitudes, ¿qué significa realmente identidad? ¿Qué tiene que ver mi identidad, por otro lado tan abigarrada, con mi proyecto político como ciudadano?
Quizá -¿ojalá!- todo lo que aprendimos en el sangriento siglo XX nos ha preparado para hacer verdad las palabras de Ernesto Sábato: «Aceptemos pues la Historia como es, siempre sucia y entremezclada, y no corramos detrás de pretendidas identidades. Los dioses del Olimpo que aparecen como arquetipos de la identidad griega no eran seres puros, contaminados como estaban por las divinidades egipcias y asiáticas. La Historia está hecha a base de afirmaciones falsas, de sofismas y de olvidos».
Las andanzas -en Francia- del denominado Ministerio de la Identidad Nacional -dirigido por Brice Hortefeux- y asociado a la Inmigración en el Gobierno Fillon siempre me producen cierta inquietud. ¿Qué nos habría parecido una cartera ministerial semejante en la República Federal Alemana, o en Inglaterra o en España? ¿Y en el País Vasco o en Cataluña?
Presumo que un gobierno de Su Graciosa Majestad jamás habría incurrido en semejante ocurrencia. ¿Una administración de las identidades que componen la Gran Bretaña? ¿Hay alguien que se atormente sobre el ser de Inglaterra? ¿De Escocia?…La identidad británica se gestiona en los pubs, en los teatros, en las discotecas y en las casas discográficas ‘England made me’, cantaba Elton John.
La gestión administrativa y política de la identidad nacional -del ser nacional- me parece un sinsentido dado que la identidad política se define en la Constitución y la identidad ‘nacional’, si es algo, no soporta con naturalidad su gestión burocrática y política. Si es algo, lo es seguramente de una manera espontánea, cotidiana, fluida, transitiva, y se materializa de una manera consuetudinaria y tácita. Los franceses, siguiendo su vocación napoleónica, parece que no se han resistido a la tentación de codificar y gestionar administrativamente la identidad nacional. Y además parece que pretenden hacerlo asociando la identidad a la gestión de la inmigración, lo que no hace sino añadir inquietud a la inquietud. La identidad republicana francesa ya está definida como ciudadanía en cada una de sus ciudades, la Carta de salvaguarda de los derechos humanos firmada en Saint Denis lo declara en su primer artículo: «Derecho a la ciudad: 1. La ciudad es un espacio colectivo que pertenece a todos sus habitantes que tienen derecho a encontrar las condiciones para su realización política, social y ecológica, asumiendo deberes de solidaridad. 2. Las autoridades municipales fomentan, por todos los medios de que disponen, el respeto de la dignidad de todos y la calidad de vida de sus habitantes».
Aparte de eso la cultura francesa se hace y se deshace cada día en su literatura, su cine, su música, su lengua y sus costumbres. ¿Qué puede aportar a esa dinámica social de la identidad un ministerio?
La palabra ’ser’ complica muchas veces la vida; es a mi juicio una palabra excesiva, abrumadora, difícil, escurridiza y, como dice Andrés Ortiz-Osés, es paradójica ya que «el ser codice el no-ser»: ¿Qué es en realidad ser vasco, español, francés….? ¿Qué supone ese ’ser’ de participación en una esencia determinada?
La importancia política -y militar- del ’ser’ nacional era lógica en un mundo ya histórico en el que la hostilidad y el antagonismo de las naciones europeas junto a la relativa falta de porosidad de los Estados y las culturas hacía a los individuos manifestaciones clónicas de identidades colectivas anteriores y superiores a las pequeñas identidades personales. No creo que hoy lo sea del mismo modo.
Un buen amigo que comparte conmigo la simpatía por Escocia, descendiente de una importante familia de industriales y entusiasta militante de un partido independentista vasco me enseñaba un día en el salón de su magnífica casa cerca de San Juan de Luz la galería de retratos de sus antepasados, todos ellos ilustres por diversos motivos, y me señaló a uno de ellos, creo recordar que iba vestido con una levita roja, con blanca peluca y coleta, lo que le daba cierto aire dieciochesco a lo Moratin, y me dijo: «Éste es el último de los miembros de mi familia que fue español. Hasta éste, todos nosotros fuimos leales españoles, a partir de éste todos somos vascos. ¿Tú qué eres, vasco o español?».
La pregunta así, a bocajarro, a pesar de lo tópica y típica, me pilló desprevenido y me dio un vislumbre de mi dificultosa identidad. Mi respuesta seguramente no le satisfizo: Soy ‘gente’ -quisiera ser buena gente- con el estatuto jurídico de ‘ciudadano español’ en el que lo más importante -políticamente- para mí es lo de ‘ciudadano’.
Durante mucho tiempo ha sido también costumbre en el ruedo ibérico preguntarse sobre el ’ser de España’ y muy especialmente desde la famosa y fatídica fecha de 1898. Gracias a Dios esos dolores del ’ser nacional’ que como migrañas atacaban a don Miguel de Unamuno han dejado de estar de moda y disfrutamos hoy entre nosotros de magníficos novelistas que aún expresándose en castellano hacen novelística inglesa, o filósofos donostiarras que respiran ‘esprit’ francés e incluso, lo que es más significativo, tenemos una Liga nacional de fútbol llena de extracomunitarios, brasileños y croatas, tenemos también hermeneutas vasco-aragoneses o positivistas castellanos que piensan en alemán.
Salvo para algunos castizos profesionales, parece que se disuelve la vieja idea de lo español como una esencia eterna, definida metafísicamente desde Recaredo al general Franco, hecha de catolicismo, sangre visigoda y esa virtud tan celebrada en ciertos círculos de la gallardía. Hoy -gracias a Dios y a la Constitución de 1978- lo español se manifiesta de una manera plural desde Santiago de Compostela a Sevilla, desde Bilbao a Santa Cruz, desde Madrid a Barcelona.
La amalgama de identidad cultural, religiosa y política, la explotación ideológica del casticismo, el entendimiento cañí de la nacionalidad del que hizo gala el franquismo por desgracia no es una maldición exclusivamente españolista. Queda el terrorismo de ETA -y sus adláteres- que promueve una identidad coactiva bajo la amenaza de las pistolas y las bombas.
Con la creación del Ministerio de la Identidad Nacional y la Inmigración, la misma Francia-paradigma del nacionalismo cívico- parece que acoge ciertos postulados del nacional-casticismo de Le Pen, que no es otra cosa que un intento de liquidación del discurso republicano y su sustitución por un discurso ‘nacionalitario’ galo-francés.
Esta revitalización de lo identitario como proyecto político es la que pretenden los nacionalismos subestatales en Europa, en la mayor parte de los casos como reacción frente a políticas muchas veces brutales de asimilacionismo cultural propiciadas por el correspondiente nacionalismo estatal, lo que ha provocado en ciertos mediadores de opinión una simpatía acrítica hacia todo tipo de movimiento que quiera traducir en poder político estatal o paraestatal emociones colectivas de vinculación a una tierra conocida y próxima, a una lengua minorizada, a un imaginario colectivo idealizado, a otro casticismo político no contaminado, virginal, alternativo, abierto a todas las esperanzas por ser más virtual que real: Córcega, Padania, Flandes, Euskal Herria…
Paradójicamente, en nuestras sociedades desarrolladas se han disparado las posibilidades de autodeterminación individual, lo que permite la construcción de identidades personales variadísimas, multiformes, con ‘elecciones particulares’ libérrimas en cuanto a opciones religiosas, o arreligiosas, sexuales, profesionales, gastronómicas, morales y estéticas, culturales y cultuales.
Yo mismo, que no soy especialmente atípico, adoro la comida china e hindú, leo literatura en francés e inglés, me atrevo con el euskera y el catalán, bebo vodka ruso y sueco, cerveza belga, me comunico a través de Internet con EE UU, Portugal, Bélgica… me he inscrito en una parroquia anglicana -¿Dios salve a la Iglesia de Inglaterra!-, me hincho a escuchar jazz americano y barroco italiano, mi primera novia fue una surinameña de color chocolate, me he enamorado y casado con una mujer andaluza, me he comprado un pequeño apartamento en las Landas francesas, veraneo en Cataluña y Andalucía, me entusiasma la Semana Santa sevillana y el cine ‘made in Hollywood’, apadrino a un niño ecuatoriano, tengo a mis familiares difuntos enterrados en un verdadero cementerio marino en Bermeo pero también en Entre Ríos (Argentina), y cuando quiero hacer algo exótico lo que hago es ver una corrida de toros o un partido de cesta punta. Con este magma de intereses y solicitudes, ¿qué significa realmente identidad? ¿Qué tiene que ver mi identidad, por otro lado tan abigarrada, con mi proyecto político como ciudadano?
Quizá -¿ojalá!- todo lo que aprendimos en el sangriento siglo XX nos ha preparado para hacer verdad las palabras de Ernesto Sábato: «Aceptemos pues la Historia como es, siempre sucia y entremezclada, y no corramos detrás de pretendidas identidades. Los dioses del Olimpo que aparecen como arquetipos de la identidad griega no eran seres puros, contaminados como estaban por las divinidades egipcias y asiáticas. La Historia está hecha a base de afirmaciones falsas, de sofismas y de olvidos».
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