Por Sami Naïr, catedrático de Ciencia Política de la Universidad de París VIII, profesor invitado de la Universidad Carlos III de Madrid. Traducción de José Luis Sánchez-Silva (EL PAÍS, 02/11/07):
La onda expansiva desatada por la revolución iraní a comienzos de los años ochenta sigue expandiéndose por Oriente Próximo. Momentáneamente contenida por la guerra que Sadam Husein, a la sazón apoyado por Estados Unidos y Europa, mantuvo contra Irán, esa onda reanudó su expansión tras la destrucción de Irak por los norteamericanos. Hoy todo parece indicar que Irán está ganando una triple batalla -ideológica, política y militar- que modifica profundamente la geopolítica de Oriente Medio. Este incremento del poder iraní corre el riesgo de provocar una reacción brutal por parte de Estados Unidos o de su aliado israelí, y constituye un motivo de profunda inquietud para los dirigentes de los países musulmanes no chiíes de la región. Sin embargo, Irán no está haciendo otra cosa que recoger los frutos de una estrategia de larga duración, paciente y notablemente perspicaz a pesar de los zigzags que le obligan a describir “radicales” como Ahmadineyad.
En el plano militar, y sin entrar en detalles, los iraníes, al plantear la cuestión del dominio de la tecnología nuclear, han puesto sobre el tapete al mismo tiempo el problema del equilibrio estratégico regional alegando que sus pretensiones de hacerse con esa arma son legítimas, pues están rodeados de vecinos que ya disponen de ella: Israel, Pakistán, India, Rusia y, por supuesto, Estados Unidos en Irak. ¿Por qué todos los demás y no ellos? ¿Por qué iban a ser ellos una amenaza para los otros? Todo el mundo sabe que la adquisición del arma nuclear siempre se ha producido sin autorización, y no hay razón para que ocurra de otro modo en el caso de Irán. Por supuesto, el contexto es potencialmente caótico, y todo hace pensar, salvo acuerdo final entre Estados Unidos, Israel e Irán, que si este último cruza el umbral de la posesión del arma nuclear puede desencadenarse un ataque norteamericano-israelí. En ese caso, el temido caos que implicaría la posesión del arma por parte de los iraníes lo provocaría el ataque preventivo para impedirles poseerla. Un círculo vicioso que la diplomacia iraní no ha dejado de subrayar. En cualquier caso, a ojos de la opinión pública musulmana, el simple hecho de estar en posición de desestabilizar el equilibrio regional del terror garantiza a Irán una clara superioridad sobre el conjunto de los regímenes árabes.
En el plano político, desde la destrucción de Irak en 2003, de hecho desde que ese país quedase fuera de juego tras la guerra del Golfo de 1990-91, Irán se ha transformado en el principal apoyo de los movimientos islamistas en Oriente Próximo -secundado por su aliado más fiel en el mundo árabe: Siria-. Más aún: en lugar de obcecarse en una actitud de rencor y revancha hacia los árabes, Irán puso en marcha una estrategia, radicalmente opuesta, de solidaridad con los palestinos, el Hezbolá libanés, de firme apoyo a Siria y de mejora de las relaciones con los países del Magreb, sobre todo Túnez y Argelia. Esa actitud le ha permitido convertirse en un interlocutor político insoslayable en Oriente Próximo y, sobre todo, ganarse el apoyo de la opinión pública, escapando así al confinamiento en el espacio identitario chií.
En eso se basa, en efecto, el gran alcance del éxito estratégico iraní.
En Occidente, pero también en el discurso de la mayoría de los dirigentes islámicos aliados de Estados Unidos, se parte de la hipótesis de que el antagonismo histórico entre chiíes y suníes es un impedimento para convertirse en una potencia central en la región. El caos creado en Irak por Estados Unidos, la agudización de las oposiciones confesionales y las luchas fratricidas en ese país entre árabes suníes y árabes chiíes (sin olvidar a los kurdos, no árabes, pero suníes), otorgan cierto crédito a esa interpretación. Pero, se analice como se analice el embrollo iraquí, lo cierto es que se trata antes que nada de una confrontación entre Estados Unidos y la nación iraquí -y que tras la partida de las tropas norteamericanas emergería sin duda una coalición iraquí suní-chií enfrentada al régimen instalado por Estados Unidos-. Aunque el antagonismo chiísmo-sunismo funciona por el momento en Irak, en realidad está lejos de ser un vector de diferenciación política en toda la región de Oriente Próximo. Los dirigentes iraníes comprendieron perfectamente que el vacío creado por la destrucción del nacionalismo árabe sólo podría llenarlo un islamismo político universalista, y no el chiísmo revolucionario. Por eso, desde el fin de la guerra contra Irak, pusieron en marcha, especialmente con la condena de Los versos satánicos de Salman Rushdie, una estrategia de conquista de las opiniones públicas de los países musulmanes a partir no del proselitismo chií, sino de una defensa de la identidad islámica al margen de las tendencias. Actuando así renovaban, a ojos de esas opiniones públicas, las esperanzas del nacionalismo árabe secular, aplastado por la coalición Estados Unidos-Israel en 1967. Los líderes iraníes siempre se han negado a reconocer la existencia de Israel (¡incluso cuando recibían armas de ese país!) y, todavía hoy, hacen uso de la retórica aberrante de aquellos que, entonces, abogaban por la “destrucción” de Israel y pretendían “borrarlo” del mapa de Oriente Próximo. Evidentemente, es poco probable que se tomen en serio ni por un segundo esa clarinada, pero conocen su efecto psicológico en el contexto de un mundo árabe-musulmán sometido, desde 1967, a una serie ininterrumpida de derrotas, humillaciones y opresiones dictatoriales. El objetivo iraní es claro y siempre ha sido el mismo: aparecer como un polo de resistencia (incluso ofensivo), a la vez político e identitario, no del chiísmo, sino del islam en general.
Hay que reconocer que, desde el comienzo de los años ochenta, esta estrategia se ha visto coronada por el éxito. Hasta es posible mantener que la gesta de un Irán convertido en defensor de la identidad islámica probablemente ha conquistado a la opinión pública del mundo musulmán. Aprovechándose de los errores de bulto de Estados Unidos, los religiosos iraníes, ya fuesen reformistas o radicales, han conseguido dar cuerpo al sentimiento de que representan al islam de la resistencia, al tiempo que, en Irak, aparecen como una fuerza de conciliación entre chiíes y suníes.
La actitud de los Gobiernos de la mayoría de los países musulmanes hacia el islam político iraní es, por lo demás, significativa: ninguno se aventura a atacarlo, pues todos saben que su propia opinión pública no es indiferente a la solidaridad con Irán. Esto no significa, evidentemente, que esa opinión pública comparta las ideas del presidente Ahmadineyad, pero, en el fondo, se solidariza con Irán. Solidaridad tanto más admirativa cuanto que este país se ha dotado de los medios para existir en los planos político y militar.
Varios factores favorecen este irrefrenable aumento del poder de Irán: el colapso del anti-imperialismo laico, la sumisión de los regímenes árabes a Estados Unidos, el callejón sin salida del conflicto israelo-palestino y otras muchas razones… Pero el resultado está ahí: mientras que en el mismo Irán la alternativa democrática no logra estructurarse frente al régimen de los mulás, el islam político iraní, al encarnar la resistencia popular del mundo musulmán contra la dominación norteamericana, se ha convertido en un referente ineludible en el resto de Oriente Próximo. Nada más peligroso que entrar en una lógica de guerra inevitable contra él, pues éste sería el mejor medio de reforzarlo.
La onda expansiva desatada por la revolución iraní a comienzos de los años ochenta sigue expandiéndose por Oriente Próximo. Momentáneamente contenida por la guerra que Sadam Husein, a la sazón apoyado por Estados Unidos y Europa, mantuvo contra Irán, esa onda reanudó su expansión tras la destrucción de Irak por los norteamericanos. Hoy todo parece indicar que Irán está ganando una triple batalla -ideológica, política y militar- que modifica profundamente la geopolítica de Oriente Medio. Este incremento del poder iraní corre el riesgo de provocar una reacción brutal por parte de Estados Unidos o de su aliado israelí, y constituye un motivo de profunda inquietud para los dirigentes de los países musulmanes no chiíes de la región. Sin embargo, Irán no está haciendo otra cosa que recoger los frutos de una estrategia de larga duración, paciente y notablemente perspicaz a pesar de los zigzags que le obligan a describir “radicales” como Ahmadineyad.
En el plano militar, y sin entrar en detalles, los iraníes, al plantear la cuestión del dominio de la tecnología nuclear, han puesto sobre el tapete al mismo tiempo el problema del equilibrio estratégico regional alegando que sus pretensiones de hacerse con esa arma son legítimas, pues están rodeados de vecinos que ya disponen de ella: Israel, Pakistán, India, Rusia y, por supuesto, Estados Unidos en Irak. ¿Por qué todos los demás y no ellos? ¿Por qué iban a ser ellos una amenaza para los otros? Todo el mundo sabe que la adquisición del arma nuclear siempre se ha producido sin autorización, y no hay razón para que ocurra de otro modo en el caso de Irán. Por supuesto, el contexto es potencialmente caótico, y todo hace pensar, salvo acuerdo final entre Estados Unidos, Israel e Irán, que si este último cruza el umbral de la posesión del arma nuclear puede desencadenarse un ataque norteamericano-israelí. En ese caso, el temido caos que implicaría la posesión del arma por parte de los iraníes lo provocaría el ataque preventivo para impedirles poseerla. Un círculo vicioso que la diplomacia iraní no ha dejado de subrayar. En cualquier caso, a ojos de la opinión pública musulmana, el simple hecho de estar en posición de desestabilizar el equilibrio regional del terror garantiza a Irán una clara superioridad sobre el conjunto de los regímenes árabes.
En el plano político, desde la destrucción de Irak en 2003, de hecho desde que ese país quedase fuera de juego tras la guerra del Golfo de 1990-91, Irán se ha transformado en el principal apoyo de los movimientos islamistas en Oriente Próximo -secundado por su aliado más fiel en el mundo árabe: Siria-. Más aún: en lugar de obcecarse en una actitud de rencor y revancha hacia los árabes, Irán puso en marcha una estrategia, radicalmente opuesta, de solidaridad con los palestinos, el Hezbolá libanés, de firme apoyo a Siria y de mejora de las relaciones con los países del Magreb, sobre todo Túnez y Argelia. Esa actitud le ha permitido convertirse en un interlocutor político insoslayable en Oriente Próximo y, sobre todo, ganarse el apoyo de la opinión pública, escapando así al confinamiento en el espacio identitario chií.
En eso se basa, en efecto, el gran alcance del éxito estratégico iraní.
En Occidente, pero también en el discurso de la mayoría de los dirigentes islámicos aliados de Estados Unidos, se parte de la hipótesis de que el antagonismo histórico entre chiíes y suníes es un impedimento para convertirse en una potencia central en la región. El caos creado en Irak por Estados Unidos, la agudización de las oposiciones confesionales y las luchas fratricidas en ese país entre árabes suníes y árabes chiíes (sin olvidar a los kurdos, no árabes, pero suníes), otorgan cierto crédito a esa interpretación. Pero, se analice como se analice el embrollo iraquí, lo cierto es que se trata antes que nada de una confrontación entre Estados Unidos y la nación iraquí -y que tras la partida de las tropas norteamericanas emergería sin duda una coalición iraquí suní-chií enfrentada al régimen instalado por Estados Unidos-. Aunque el antagonismo chiísmo-sunismo funciona por el momento en Irak, en realidad está lejos de ser un vector de diferenciación política en toda la región de Oriente Próximo. Los dirigentes iraníes comprendieron perfectamente que el vacío creado por la destrucción del nacionalismo árabe sólo podría llenarlo un islamismo político universalista, y no el chiísmo revolucionario. Por eso, desde el fin de la guerra contra Irak, pusieron en marcha, especialmente con la condena de Los versos satánicos de Salman Rushdie, una estrategia de conquista de las opiniones públicas de los países musulmanes a partir no del proselitismo chií, sino de una defensa de la identidad islámica al margen de las tendencias. Actuando así renovaban, a ojos de esas opiniones públicas, las esperanzas del nacionalismo árabe secular, aplastado por la coalición Estados Unidos-Israel en 1967. Los líderes iraníes siempre se han negado a reconocer la existencia de Israel (¡incluso cuando recibían armas de ese país!) y, todavía hoy, hacen uso de la retórica aberrante de aquellos que, entonces, abogaban por la “destrucción” de Israel y pretendían “borrarlo” del mapa de Oriente Próximo. Evidentemente, es poco probable que se tomen en serio ni por un segundo esa clarinada, pero conocen su efecto psicológico en el contexto de un mundo árabe-musulmán sometido, desde 1967, a una serie ininterrumpida de derrotas, humillaciones y opresiones dictatoriales. El objetivo iraní es claro y siempre ha sido el mismo: aparecer como un polo de resistencia (incluso ofensivo), a la vez político e identitario, no del chiísmo, sino del islam en general.
Hay que reconocer que, desde el comienzo de los años ochenta, esta estrategia se ha visto coronada por el éxito. Hasta es posible mantener que la gesta de un Irán convertido en defensor de la identidad islámica probablemente ha conquistado a la opinión pública del mundo musulmán. Aprovechándose de los errores de bulto de Estados Unidos, los religiosos iraníes, ya fuesen reformistas o radicales, han conseguido dar cuerpo al sentimiento de que representan al islam de la resistencia, al tiempo que, en Irak, aparecen como una fuerza de conciliación entre chiíes y suníes.
La actitud de los Gobiernos de la mayoría de los países musulmanes hacia el islam político iraní es, por lo demás, significativa: ninguno se aventura a atacarlo, pues todos saben que su propia opinión pública no es indiferente a la solidaridad con Irán. Esto no significa, evidentemente, que esa opinión pública comparta las ideas del presidente Ahmadineyad, pero, en el fondo, se solidariza con Irán. Solidaridad tanto más admirativa cuanto que este país se ha dotado de los medios para existir en los planos político y militar.
Varios factores favorecen este irrefrenable aumento del poder de Irán: el colapso del anti-imperialismo laico, la sumisión de los regímenes árabes a Estados Unidos, el callejón sin salida del conflicto israelo-palestino y otras muchas razones… Pero el resultado está ahí: mientras que en el mismo Irán la alternativa democrática no logra estructurarse frente al régimen de los mulás, el islam político iraní, al encarnar la resistencia popular del mundo musulmán contra la dominación norteamericana, se ha convertido en un referente ineludible en el resto de Oriente Próximo. Nada más peligroso que entrar en una lógica de guerra inevitable contra él, pues éste sería el mejor medio de reforzarlo.
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