Por Joseph S. Nye, catedrático en la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard; su última obra es Understanding International Conflicts. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Project Syndicate, 2007 (EL PAÍS, 06/11/07):
Una lección fundamental que el próximo presidente de Estados Unidos seguramente habrá aprendido de las experiencias del Gobierno de Bush es que el multilateralismo es importante. Las ideas de hegemonía estadounidense y respuestas unilaterales no tienen mucho sentido cuando la mayoría de los grandes retos que afrontamos hoy -problemas como el cambio climático, las pandemias, la estabilidad financiera y el terrorismo- están fuera del control de cualquier país, por grande que sea. Todos ellos requieren la cooperación multilateral.
Naciones Unidas puede contribuir de forma importante a legitimar y hacer realidad los acuerdos entre países, pero hasta sus más ardientes defensores reconocen que su enorme tamaño, los rígidos bloques regionales, la formalidad de los procedimientos diplomáticos y la pesada máquina burocrática impiden, muchas veces, obtener un consenso. Como dice un sabio, el problema de las organizaciones multilaterales es “cómo conseguir que todo el mundo actúe y, al mismo tiempo, que se haga algo”.
Una solución es complementar la ONU con una serie de organizaciones consultivas informales de ámbito regional y mundial. Por ejemplo, durante las crisis financieras que siguieron a las sacudidas del petróleo de los años setenta, el Gobierno francés acogió a los líderes de las cinco principales economías del mundo para debatir y coordinar sus respectivas políticas. La idea era celebrar una reunión pequeña e informal, y para ello limitaron el número de participantes a los que cupieran en la biblioteca del palacio de Rambouillet.
Pero mantener un tamaño reducido resultó imposible. El grupo pasó pronto a ser el G-7 de economías industriales avanzadas. Después se incluyó a Rusia, con lo que se convirtió en el G-8. En los últimos tiempos, la cumbre anual del G-8 ha adoptado la costumbre de invitar a otros cinco países como observadores, con lo que, de hecho, se ha transformado en el G-13.
Con esa expansión han surgido varios problemas. A los nuevos asistentes no les gusta que no se les considere miembros de pleno derecho, con derecho a intervenir en la preparación y organización de las reuniones, y las delegaciones de los países originales están formadas por centenares de miembros cada una. Aquellas cumbres informales se han vuelto poco manejables.
Se han hecho varias propuestas sobre posibles organizaciones multilaterales complementarias. Todd Stern y William Antholis han sugerido la creación de un “E-8″: un foro compacto de dirigentes de países desarrollados y en vías de desarrollo -Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Rusia, China, India, Brasil y Suráfrica- que dedique toda su atención, una vez al año, a los desafíos ambientales y el cambio climático global. Esos Estados constituyen las economías fundamentales de sus respectivas regiones, representan tres cuartas partes del PIB mundial e incluyen a los seis emisores principales de gases de efecto invernadero.
Sin embargo, a algunos críticos les preocupa la idea de que exista un grupo dedicado exclusivamente a un tema. El tiempo de los gobernantes es un bien escaso. No pueden permitirse el lujo de asistir a varias cumbres para cada problema. Además, una geometría variable de asistencia a las reuniones podría dificultar el desarrollo de las relaciones personales y la amplitud de las negociaciones que se dan cuando un mismo grupo de dirigentes se reúne periódicamente para hablar de una mayor variedad de cuestiones. El ex primer ministro canadiense Paul Martin, a partir de su experiencia personal en el Grupo de los 20 ministros de Economía y el G-8, ha propuesto un nuevo grupo informal que denomina el “L-20″, en el que la “L” significa que estaría reservado a los líderes. El L-20 aprovecharía las virtudes originales del G-8, la informalidad y la flexibilidad, para proporcionar un foro consultivo sobre temas como el cambio climático, la salud mundial y la gestión de conflictos.
Martin opina que una reunión de 20 personas tiene seguramente un tamaño razonable para intentar abordar problemas difíciles que afectan a varios sectores. Con un grupo más amplio, se pierde la oportunidad de tener discusiones significativas, y con uno más pequeño, es difícil contar con una auténtica representación regional. El grupo comprendería el G-8 actual, otras economías importantes y las grandes potencias regionales, independientemente de su situación económica.
Marcos de Azambuja, ex secretario general del Ministerio de Exteriores de Brasil, está de acuerdo en que no es posible administrar la vida internacional sólo o principalmente mediante grandes asambleas de casi 200 Estados, con inmensas disparidades de peso político económico. Cree que, para reflejar el mundo en evolución, sería útil un grupo que fuera una especie de “L-14″, y que sería posible formarlo rápidamente mediante la ampliación del G-8 actual a China, India, Brasil, Suráfrica, México y un país musulmán.
Fuera cual fuera la geometría de ese grupo consultivo, su objetivo sería ayudar a la ONU a tomar decisiones y contribuir a la movilización de las burocracias en los países miembros para que aborden las grandes cuestiones transnacionales. Como el G-8, serviría de catalizador para establecer prioridades y centrar la atención de las burocracias nacionales en una serie de asuntos importantes durante la preparación de sus jefes de Estado y de Gobierno para las discusiones. Al G-8 se le atribuye, por ejemplo, el mérito de haber contribuido al progreso de las negociaciones internacionales sobre comercio, haber planteado cuestiones relacionadas con la salud pública y haber impulsado el aumento de la ayuda a África.
Además de saber quiénes serían sus miembros, quedan pendientes otras preguntas. ¿Debería tener ese grupo una secretaría que presentase propuestas comunes, o sería conveniente que funcionara sólo a base de reuniones de funcionarios de los respectivos Estados? La primera modalidad tiene el peligro de crear una nueva burocracia, pero la segunda puede suponer renunciar a la continuidad. ¿Deberían intercambiarse documentos por adelantado, con comentarios de esa secretaría o de otros países? ¿Cómo es posible conservar la informalidad y limitar el tamaño de las reuniones? Tal vez los líderes deberían conformarse con un solo ayudante en la sala, y habría que prohibirles que leyeran declaraciones elaboradas de antemano.
Ninguna de las propuestas que se han sugerido hasta ahora es perfecta, y todavía hay que resolver muchos detalles. Pero ha habido un movimiento de péndulo, del unilateralismo al multilateralismo, y los grandes países del mundo están buscando maneras de que sea más eficaz. Las eternas negociaciones y las situaciones estancadas son algo inaceptable, porque los problemas más graves de nuestros días no pueden esperar a que tengamos soluciones institucionales perfectas.
Una lección fundamental que el próximo presidente de Estados Unidos seguramente habrá aprendido de las experiencias del Gobierno de Bush es que el multilateralismo es importante. Las ideas de hegemonía estadounidense y respuestas unilaterales no tienen mucho sentido cuando la mayoría de los grandes retos que afrontamos hoy -problemas como el cambio climático, las pandemias, la estabilidad financiera y el terrorismo- están fuera del control de cualquier país, por grande que sea. Todos ellos requieren la cooperación multilateral.
Naciones Unidas puede contribuir de forma importante a legitimar y hacer realidad los acuerdos entre países, pero hasta sus más ardientes defensores reconocen que su enorme tamaño, los rígidos bloques regionales, la formalidad de los procedimientos diplomáticos y la pesada máquina burocrática impiden, muchas veces, obtener un consenso. Como dice un sabio, el problema de las organizaciones multilaterales es “cómo conseguir que todo el mundo actúe y, al mismo tiempo, que se haga algo”.
Una solución es complementar la ONU con una serie de organizaciones consultivas informales de ámbito regional y mundial. Por ejemplo, durante las crisis financieras que siguieron a las sacudidas del petróleo de los años setenta, el Gobierno francés acogió a los líderes de las cinco principales economías del mundo para debatir y coordinar sus respectivas políticas. La idea era celebrar una reunión pequeña e informal, y para ello limitaron el número de participantes a los que cupieran en la biblioteca del palacio de Rambouillet.
Pero mantener un tamaño reducido resultó imposible. El grupo pasó pronto a ser el G-7 de economías industriales avanzadas. Después se incluyó a Rusia, con lo que se convirtió en el G-8. En los últimos tiempos, la cumbre anual del G-8 ha adoptado la costumbre de invitar a otros cinco países como observadores, con lo que, de hecho, se ha transformado en el G-13.
Con esa expansión han surgido varios problemas. A los nuevos asistentes no les gusta que no se les considere miembros de pleno derecho, con derecho a intervenir en la preparación y organización de las reuniones, y las delegaciones de los países originales están formadas por centenares de miembros cada una. Aquellas cumbres informales se han vuelto poco manejables.
Se han hecho varias propuestas sobre posibles organizaciones multilaterales complementarias. Todd Stern y William Antholis han sugerido la creación de un “E-8″: un foro compacto de dirigentes de países desarrollados y en vías de desarrollo -Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Rusia, China, India, Brasil y Suráfrica- que dedique toda su atención, una vez al año, a los desafíos ambientales y el cambio climático global. Esos Estados constituyen las economías fundamentales de sus respectivas regiones, representan tres cuartas partes del PIB mundial e incluyen a los seis emisores principales de gases de efecto invernadero.
Sin embargo, a algunos críticos les preocupa la idea de que exista un grupo dedicado exclusivamente a un tema. El tiempo de los gobernantes es un bien escaso. No pueden permitirse el lujo de asistir a varias cumbres para cada problema. Además, una geometría variable de asistencia a las reuniones podría dificultar el desarrollo de las relaciones personales y la amplitud de las negociaciones que se dan cuando un mismo grupo de dirigentes se reúne periódicamente para hablar de una mayor variedad de cuestiones. El ex primer ministro canadiense Paul Martin, a partir de su experiencia personal en el Grupo de los 20 ministros de Economía y el G-8, ha propuesto un nuevo grupo informal que denomina el “L-20″, en el que la “L” significa que estaría reservado a los líderes. El L-20 aprovecharía las virtudes originales del G-8, la informalidad y la flexibilidad, para proporcionar un foro consultivo sobre temas como el cambio climático, la salud mundial y la gestión de conflictos.
Martin opina que una reunión de 20 personas tiene seguramente un tamaño razonable para intentar abordar problemas difíciles que afectan a varios sectores. Con un grupo más amplio, se pierde la oportunidad de tener discusiones significativas, y con uno más pequeño, es difícil contar con una auténtica representación regional. El grupo comprendería el G-8 actual, otras economías importantes y las grandes potencias regionales, independientemente de su situación económica.
Marcos de Azambuja, ex secretario general del Ministerio de Exteriores de Brasil, está de acuerdo en que no es posible administrar la vida internacional sólo o principalmente mediante grandes asambleas de casi 200 Estados, con inmensas disparidades de peso político económico. Cree que, para reflejar el mundo en evolución, sería útil un grupo que fuera una especie de “L-14″, y que sería posible formarlo rápidamente mediante la ampliación del G-8 actual a China, India, Brasil, Suráfrica, México y un país musulmán.
Fuera cual fuera la geometría de ese grupo consultivo, su objetivo sería ayudar a la ONU a tomar decisiones y contribuir a la movilización de las burocracias en los países miembros para que aborden las grandes cuestiones transnacionales. Como el G-8, serviría de catalizador para establecer prioridades y centrar la atención de las burocracias nacionales en una serie de asuntos importantes durante la preparación de sus jefes de Estado y de Gobierno para las discusiones. Al G-8 se le atribuye, por ejemplo, el mérito de haber contribuido al progreso de las negociaciones internacionales sobre comercio, haber planteado cuestiones relacionadas con la salud pública y haber impulsado el aumento de la ayuda a África.
Además de saber quiénes serían sus miembros, quedan pendientes otras preguntas. ¿Debería tener ese grupo una secretaría que presentase propuestas comunes, o sería conveniente que funcionara sólo a base de reuniones de funcionarios de los respectivos Estados? La primera modalidad tiene el peligro de crear una nueva burocracia, pero la segunda puede suponer renunciar a la continuidad. ¿Deberían intercambiarse documentos por adelantado, con comentarios de esa secretaría o de otros países? ¿Cómo es posible conservar la informalidad y limitar el tamaño de las reuniones? Tal vez los líderes deberían conformarse con un solo ayudante en la sala, y habría que prohibirles que leyeran declaraciones elaboradas de antemano.
Ninguna de las propuestas que se han sugerido hasta ahora es perfecta, y todavía hay que resolver muchos detalles. Pero ha habido un movimiento de péndulo, del unilateralismo al multilateralismo, y los grandes países del mundo están buscando maneras de que sea más eficaz. Las eternas negociaciones y las situaciones estancadas son algo inaceptable, porque los problemas más graves de nuestros días no pueden esperar a que tengamos soluciones institucionales perfectas.
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