Por Andrea Noferini, doctor en Política y Economía por la Universidad de los Estudios de Florencia (LA VANGUARDIA, 28/10/07):
En el fantástico mundo de la (micro) economía teórica - un lugar imaginario poblado por seres racionales, omniscientes y un tanto egoístas que intercambian obsesivamente bienes y servicios-, el consumidor, ese impersonal individuo, ha sido siempre tratado con gran respeto y consideración. De hecho, en este mundo ideal, el consumidor es soberano y sus preferencias individuales son las que guían las inescrutables leyes de la demanda. A nivel agregado, J. M. Keynes ya a finales de los años treinta intuyó que el consumo era una de las curas más eficaces de las múltiples contradicciones de los sistemas capitalistas. Para que los temerarios espíritus animales pudiesen seguir con sus actividades emprendedoras, era necesario garantizar mercados a una creciente cantidad de nuevos productos. Todo eso era posible sólo a cambio de que las multitudes de trabajadores siguieran, primero, trabajando, y luego, consumiendo. A pocos meses de firmarse un nuevo tratado europeo, ¿qué sabemos del consumidor europeo? ¿Y quién tiene noticias de nuestro más cercano consumidor español?
La Europa comunitaria - que en asuntos económicos parece haber estudiado más en Chicago que en Cambridge- debe parte de su prosperidad a la creación de un mercado único dotado de 490 millones de consumidores distribuidos en 27 países. Ahora bien, si el objetivo fijado para el 2013 es que cada ciudadano sea libre de comprar en cualquier rincón de Europa, la Unión tendrá que cuidar y proteger aún más a sus queridos consumidores. Las distancias entre los centros de producción y los lugares de consumo se han ampliado notablemente. En muchos casos, los que vivimos en las metrópolis vestimos por lo menos alguna prenda que ha sido fabricada en regiones distantes millares de kilómetros de nuestras ciudades. Y más en general, consumimos hoy una extensa variedad y cantidad de bienes de los cuales desconocemos casi todo. Con el fin de reducir tal incertidumbre, la Comisión ha elaborado - dentro de la estrategia comunitaria en materia de política de los consumidores 2007-2013- un decálogo que recoge los derechos de los ciudadanos europeos en cuestiones de consumo. Los diez principios básicos de la protección de los consumidores en la UE describen así las normas clave en las que se basa la legislación comunitaria relativa a la protección de los consumidores, que son de rigurosa aplicación en todos y cada uno de los estados miembros de la UE. En términos jurídicos la cobertura es casi integral y, teóricamente, cualquier ciudadano europeo tiene el derecho a comprar sólo lo que quiere verdaderamente comprar. Además, si el artículo que ha comprado no tiene el mismo aspecto o no funciona igual que en el anuncio que ha visto o no le satisface, tiene derecho a que se lo cambien. En algunos casos, tiene hasta el derecho a cambiar de idea sin tener que aducir razón alguna.
Aunque la legislación comunitaria proteja jurídicamente a los consumidores, la realidad cotidiana es diferente. Consumidores seguros, informados y capacitados son aún raros en los mercados europeos. Por el contrario, la mayoría de los ciudadanos no saben tampoco de qué derechos gozan en su calidad de consumidores. Un cuadro más real nos lo proporciona, por ejemplo, el prototipo de consumidor español según nos cuenta el barómetro de consumo 2007 de la Fundación Eroski. De hecho, se trata de un individuo que parece estar poco informado y ser bastante vago a la hora de conocer sus derechos en cuestiones de consumo. Y ello a pesar de que algo ha aprendido: reclama hoy el doble que hace cinco años. De todos modos, lo de reclamar es un hábito aún poco establecido. En España, sólo uno de cada cinco consumidores reclama y, cuando lo hace, telefonía, alimentos y seguros ocupan casi la mitad de sus reclamaciones. Otro dato es todavía más preocupante: sólo uno de cada tres consumidores considera satisfactoria la resolución de su reclamación. (En Barcelona los consumidores se declaran más satisfechos con respecto a sus reclamaciones).
Finalmente, el perfil del consumidor español alarma un poco cuando nos desvela que, en cuestiones de consumo, las fuentes primarias de información son familiares y amigos, y no los medios de comunicación, las empresas, la Administración pública o las asociaciones de consumidores. Como los productos y los mercados son tan numerosos y diversos, esta última actitud es preocupante. Ello plantea un par de reflexiones poco reconfortantes. Por un lado, o bien disponemos de numerosos expertos dentro de nuestro círculo de familiares y amigos (nutricionistas, economistas, antropólogos, viajeros…) o nos arriesgamos a no saber lo que vamos consumiendo. Por otro, vivir en una sociedad donde para saber lo que consumimos hay que ser un experto multidisciplinar no parece ser una perspectiva acogedora.
En el fantástico mundo de la (micro) economía teórica - un lugar imaginario poblado por seres racionales, omniscientes y un tanto egoístas que intercambian obsesivamente bienes y servicios-, el consumidor, ese impersonal individuo, ha sido siempre tratado con gran respeto y consideración. De hecho, en este mundo ideal, el consumidor es soberano y sus preferencias individuales son las que guían las inescrutables leyes de la demanda. A nivel agregado, J. M. Keynes ya a finales de los años treinta intuyó que el consumo era una de las curas más eficaces de las múltiples contradicciones de los sistemas capitalistas. Para que los temerarios espíritus animales pudiesen seguir con sus actividades emprendedoras, era necesario garantizar mercados a una creciente cantidad de nuevos productos. Todo eso era posible sólo a cambio de que las multitudes de trabajadores siguieran, primero, trabajando, y luego, consumiendo. A pocos meses de firmarse un nuevo tratado europeo, ¿qué sabemos del consumidor europeo? ¿Y quién tiene noticias de nuestro más cercano consumidor español?
La Europa comunitaria - que en asuntos económicos parece haber estudiado más en Chicago que en Cambridge- debe parte de su prosperidad a la creación de un mercado único dotado de 490 millones de consumidores distribuidos en 27 países. Ahora bien, si el objetivo fijado para el 2013 es que cada ciudadano sea libre de comprar en cualquier rincón de Europa, la Unión tendrá que cuidar y proteger aún más a sus queridos consumidores. Las distancias entre los centros de producción y los lugares de consumo se han ampliado notablemente. En muchos casos, los que vivimos en las metrópolis vestimos por lo menos alguna prenda que ha sido fabricada en regiones distantes millares de kilómetros de nuestras ciudades. Y más en general, consumimos hoy una extensa variedad y cantidad de bienes de los cuales desconocemos casi todo. Con el fin de reducir tal incertidumbre, la Comisión ha elaborado - dentro de la estrategia comunitaria en materia de política de los consumidores 2007-2013- un decálogo que recoge los derechos de los ciudadanos europeos en cuestiones de consumo. Los diez principios básicos de la protección de los consumidores en la UE describen así las normas clave en las que se basa la legislación comunitaria relativa a la protección de los consumidores, que son de rigurosa aplicación en todos y cada uno de los estados miembros de la UE. En términos jurídicos la cobertura es casi integral y, teóricamente, cualquier ciudadano europeo tiene el derecho a comprar sólo lo que quiere verdaderamente comprar. Además, si el artículo que ha comprado no tiene el mismo aspecto o no funciona igual que en el anuncio que ha visto o no le satisface, tiene derecho a que se lo cambien. En algunos casos, tiene hasta el derecho a cambiar de idea sin tener que aducir razón alguna.
Aunque la legislación comunitaria proteja jurídicamente a los consumidores, la realidad cotidiana es diferente. Consumidores seguros, informados y capacitados son aún raros en los mercados europeos. Por el contrario, la mayoría de los ciudadanos no saben tampoco de qué derechos gozan en su calidad de consumidores. Un cuadro más real nos lo proporciona, por ejemplo, el prototipo de consumidor español según nos cuenta el barómetro de consumo 2007 de la Fundación Eroski. De hecho, se trata de un individuo que parece estar poco informado y ser bastante vago a la hora de conocer sus derechos en cuestiones de consumo. Y ello a pesar de que algo ha aprendido: reclama hoy el doble que hace cinco años. De todos modos, lo de reclamar es un hábito aún poco establecido. En España, sólo uno de cada cinco consumidores reclama y, cuando lo hace, telefonía, alimentos y seguros ocupan casi la mitad de sus reclamaciones. Otro dato es todavía más preocupante: sólo uno de cada tres consumidores considera satisfactoria la resolución de su reclamación. (En Barcelona los consumidores se declaran más satisfechos con respecto a sus reclamaciones).
Finalmente, el perfil del consumidor español alarma un poco cuando nos desvela que, en cuestiones de consumo, las fuentes primarias de información son familiares y amigos, y no los medios de comunicación, las empresas, la Administración pública o las asociaciones de consumidores. Como los productos y los mercados son tan numerosos y diversos, esta última actitud es preocupante. Ello plantea un par de reflexiones poco reconfortantes. Por un lado, o bien disponemos de numerosos expertos dentro de nuestro círculo de familiares y amigos (nutricionistas, economistas, antropólogos, viajeros…) o nos arriesgamos a no saber lo que vamos consumiendo. Por otro, vivir en una sociedad donde para saber lo que consumimos hay que ser un experto multidisciplinar no parece ser una perspectiva acogedora.
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