Por Vicente Carrión Arregui (EL CORREO DIGITAL, 21/10/07):
No sean malpensados. No piensen en Ibarretxe volviendo de La Moncloa con la tarea de buscar en casa el entendimiento que no encuentra en Madrid. No piensen en gobernantes autonómicos que exigen a sus ciudadanos la obediencia a unas leyes que ellos mismos no respetan. No. Piensen en sus hijos, sobrinos, nietos o en ustedes mismos cuando, al volver de la escuela, se instaura el olvido y el descanso hasta la mañana siguiente o, por el contrario, por iniciativa propia o ajena, gusta hablar de lo que se ha hecho en el cole, apetece rematar las faenas que se han quedado a medias, repasar o realizar las tareas prescritas o propuestas para las próximas clases. Como profesor también, pero sobre todo como padre, observo con qué ilusión creciente viene realizando sus deberes mi hija de siete años mientras adivino una desgana progresiva en mis hijos mayores, como si todo fuera al revés y al mayor hubiera que pedirle menos esfuerzo que al pequeño como si el aprendizaje, la curiosidad y las dificultades intelectuales fueran cuestiones cuyo interés decrece con la edad. Estamos atravesando un tiempo en el que los políticos parecen haberse apoderado del debate educativo y, por baladí que parezca, bueno es que como padres o profesores prestemos un poco de atención a las pequeñas tareas cotidianas que puedan mejorar la educación de nuestros jóvenes así como los hábitos de responsabilidad individual y familiar.
He de reconocer que yo también he sido de esos profesores que decía a mis alumnos que bastaba con que trabajaran bien en clase, que no pretendía robarles el tiempo libre que pudieran necesitar para otros asuntos. ¿Qué ingenuidad la mía, vive Dios, la de creer que pueda haber otras cuestiones más interesantes que la de llevar al día las tareas escolares! En mi descargo obra, sin embargo, el haberme criado en tiempos educativos en los que los largos horarios, las horas de estudio y de castigos así como el hiperestricto sentido de la disciplina me permitían salir del cole sin tareas pendientes, no porque no las hubiera sino porque me organizaba para realizarlas en el cole mismo.
No son así ahora las cosas. En los tiempos muertos del mediodía, antes o después de comer, en los recreos o en las horas de guardia porque ha faltado un profe, son muchos los chavales que dicen no tener nada que hacer, sea porque no les han mandado deberes explícitos o porque, aunque tengan dieciocho añazos, todavía no han caído en la cuenta de que dedicar un momento diario a revisar lo hecho en clase, a pasar apuntes -¿si es que los hay!- a limpio, a hacer esquemas o resúmenes que pongan a prueba lo aprendido, es la manera más efectiva de aprobar cualquier examen sin los indigestos atracones imposibles de las vísperas. El ‘no me han mandado deberes’ se ha convertido en una cantinela común que muchas veces los padres aceptamos impotentes, sea porque ni entendemos en qué idioma estudian nuestros hijos o porque desistimos de pelear para que lean, escriban o cultiven por iniciativa propia las habilidades que la educación propicia, entre otras, la organización del tiempo, la fuerza de voluntad y el amor propio.
Llegados a este punto, los más listos del lugar lo tienen claro: la LOGSE tuvo la culpa de todo. La primera reforma educativa de los socialistas desmanteló el rigor, la disciplina y el patrimonio académico del sistema en nombre de la comprensión, el aprendizaje significativo y otras zarandajas que pretendían instruir deleitando y sólo consiguieron que los alumnos se acostumbraran a rechazar el mínimo esfuerzo porque se les ha hecho creer que lo que no les gusta no vale para nada. Yo estoy de acuerdo en que el baile de reformas educativas está influyendo muy negativamente en la calidad del sistema y en que la LOGSE cometió graves errores al repudiar la enseñanza tradicional, multiplicar la diversidad de asignaturas y profesores y despreciar los contenidos en nombre de las competencias -barbaridad, por cierto, en la que incurre el nuevo currículo vasco-, pero me parece que no debemos magnificar la importancia de las leyes, ni mucho menos de las asignaturas (véase, Ciudadanía), a la hora de explicarnos un cambio social que remite no sólo a las aulas sino, sobre todo, a cambios generacionales, transiciones políticas y modelos familiares y sociales de permisividad, consumo y coleguismo mal entendido.
Por eso, más allá de los debates legales específicos, me río yo de los profesores que despotrican de la LOGSE mientras alardean de no mandar deberes ni ejercicios para casa para así no perder tanto tiempo corrigiéndolos. Las leyes serán muy importantes, pero muchas veces parecen sobrevolar sobre un sistema educativo que, en mi opinión, depende básicamente de los hábitos de estudio que cultivamos los profesores. Mandar deberes para casa nos supone más trabajo, ciertamente, pero nos permite hacerlo mejor porque estimula una conexión profesor-alumno que hace visibles los progresos y dificultades del día a día, más allá del juicio final de cada evaluación. Que el alumno tenga en mente que tiene algo pendiente creo que es profundamente educativo porque ayuda a conectar el ámbito escolar con el de sus vivencias particulares y puede ayudarle a entender que lo que se enseña en la escuela no sólo vale para aprobar sino que es un aprendizaje de conocimientos, hábitos y responsabilidades útiles para muchas otras facetas de la vida.
Intento convencer a mis alumnos de 2ª de Bachillerato de que tiene razón Platón cuando dice que la educación no es dar vista al ciego sino orientar la visión de los ojos enfocados hacia donde no deben, pero me miran como las vacas al tren. Les parece inconcebible mi pretensión de que intenten entender los textos de Filosofía por sí mismos, sin esperar a que se los mastique previamente. No parecen comprender que, si dedicaran un rato cada día a descifrar lo que no entienden, apreciarían mucho más las explicaciones o pistas que les saquen de dudas o podrían saborear la satisfacción de saber que casi nada de lo que intelectualmente se propongan tiene por qué resistírseles.
Por ello me permito reconsiderar la importancia de las leyes respecto a los hábitos que profesor a profesor, padre a padre, vamos inculcando a los chavales. Entre el estudio mecánico y memorístico y la comprensión complaciente hemos de encontrar el equilibrio entre el esfuerzo y la satisfacción, tanto en el aula como fuera de ella para que jóvenes y mayores demos al proceso educativo el reconocimiento social que se merece acentuando la responsabilidad que tiene el escolar de llegar cada mañana a la escuela deseando mostrar lo que ha hecho en casa, dispuesto a participar en la clase correspondiente, orgulloso de mostrar al profesor que aprecia, asimila y amplía sus explicaciones así como sus esfuerzos por motivarle.
¿Idealismo docente? Probablemente, pero cada vez estoy más convencido de que grano a grano se hace granero y de que son las prácticas comprometidas de cada ciudadano las que posibilitan el cambio social. Desde luego, no veo ingenuidad mayor que la de creer que el rifirrafe mediático y legislativo sobre la enseñanza la beneficie en algo. Hemos pasado demasiado tiempo poniendo en primer plano los sacrosantos derechos de los alumnos y creo que se impone reactivar un poco la polaridad entre derechos y deberes. Ya no son sólo los deberes concretos para casa sino la noción misma de deberes u obligaciones la que hay que fomentar desde la más tierna infancia. Que aprecien el valor y el coste de merecer un plato en la mesa.
Ahora bien, enfocado así el asunto, pienso en cómo también los adultos vamos construyendo nuestras vidas reivindicando derechos y esquivando obligaciones, pidiendo para nosotros lo que negamos a los demás, y ya se me llena la cabeza de ikurriñas y rojigualdas, euskaras obligatorios para unos y no para otros, y tantos otros horrores de los que no quería hablar pero que quizás tengan más relación de la que parece, con la de tiempo que llevamos tan preocupados por nuestros derechos que nunca sacamos tiempo para hacer los deberes.
No sean malpensados. No piensen en Ibarretxe volviendo de La Moncloa con la tarea de buscar en casa el entendimiento que no encuentra en Madrid. No piensen en gobernantes autonómicos que exigen a sus ciudadanos la obediencia a unas leyes que ellos mismos no respetan. No. Piensen en sus hijos, sobrinos, nietos o en ustedes mismos cuando, al volver de la escuela, se instaura el olvido y el descanso hasta la mañana siguiente o, por el contrario, por iniciativa propia o ajena, gusta hablar de lo que se ha hecho en el cole, apetece rematar las faenas que se han quedado a medias, repasar o realizar las tareas prescritas o propuestas para las próximas clases. Como profesor también, pero sobre todo como padre, observo con qué ilusión creciente viene realizando sus deberes mi hija de siete años mientras adivino una desgana progresiva en mis hijos mayores, como si todo fuera al revés y al mayor hubiera que pedirle menos esfuerzo que al pequeño como si el aprendizaje, la curiosidad y las dificultades intelectuales fueran cuestiones cuyo interés decrece con la edad. Estamos atravesando un tiempo en el que los políticos parecen haberse apoderado del debate educativo y, por baladí que parezca, bueno es que como padres o profesores prestemos un poco de atención a las pequeñas tareas cotidianas que puedan mejorar la educación de nuestros jóvenes así como los hábitos de responsabilidad individual y familiar.
He de reconocer que yo también he sido de esos profesores que decía a mis alumnos que bastaba con que trabajaran bien en clase, que no pretendía robarles el tiempo libre que pudieran necesitar para otros asuntos. ¿Qué ingenuidad la mía, vive Dios, la de creer que pueda haber otras cuestiones más interesantes que la de llevar al día las tareas escolares! En mi descargo obra, sin embargo, el haberme criado en tiempos educativos en los que los largos horarios, las horas de estudio y de castigos así como el hiperestricto sentido de la disciplina me permitían salir del cole sin tareas pendientes, no porque no las hubiera sino porque me organizaba para realizarlas en el cole mismo.
No son así ahora las cosas. En los tiempos muertos del mediodía, antes o después de comer, en los recreos o en las horas de guardia porque ha faltado un profe, son muchos los chavales que dicen no tener nada que hacer, sea porque no les han mandado deberes explícitos o porque, aunque tengan dieciocho añazos, todavía no han caído en la cuenta de que dedicar un momento diario a revisar lo hecho en clase, a pasar apuntes -¿si es que los hay!- a limpio, a hacer esquemas o resúmenes que pongan a prueba lo aprendido, es la manera más efectiva de aprobar cualquier examen sin los indigestos atracones imposibles de las vísperas. El ‘no me han mandado deberes’ se ha convertido en una cantinela común que muchas veces los padres aceptamos impotentes, sea porque ni entendemos en qué idioma estudian nuestros hijos o porque desistimos de pelear para que lean, escriban o cultiven por iniciativa propia las habilidades que la educación propicia, entre otras, la organización del tiempo, la fuerza de voluntad y el amor propio.
Llegados a este punto, los más listos del lugar lo tienen claro: la LOGSE tuvo la culpa de todo. La primera reforma educativa de los socialistas desmanteló el rigor, la disciplina y el patrimonio académico del sistema en nombre de la comprensión, el aprendizaje significativo y otras zarandajas que pretendían instruir deleitando y sólo consiguieron que los alumnos se acostumbraran a rechazar el mínimo esfuerzo porque se les ha hecho creer que lo que no les gusta no vale para nada. Yo estoy de acuerdo en que el baile de reformas educativas está influyendo muy negativamente en la calidad del sistema y en que la LOGSE cometió graves errores al repudiar la enseñanza tradicional, multiplicar la diversidad de asignaturas y profesores y despreciar los contenidos en nombre de las competencias -barbaridad, por cierto, en la que incurre el nuevo currículo vasco-, pero me parece que no debemos magnificar la importancia de las leyes, ni mucho menos de las asignaturas (véase, Ciudadanía), a la hora de explicarnos un cambio social que remite no sólo a las aulas sino, sobre todo, a cambios generacionales, transiciones políticas y modelos familiares y sociales de permisividad, consumo y coleguismo mal entendido.
Por eso, más allá de los debates legales específicos, me río yo de los profesores que despotrican de la LOGSE mientras alardean de no mandar deberes ni ejercicios para casa para así no perder tanto tiempo corrigiéndolos. Las leyes serán muy importantes, pero muchas veces parecen sobrevolar sobre un sistema educativo que, en mi opinión, depende básicamente de los hábitos de estudio que cultivamos los profesores. Mandar deberes para casa nos supone más trabajo, ciertamente, pero nos permite hacerlo mejor porque estimula una conexión profesor-alumno que hace visibles los progresos y dificultades del día a día, más allá del juicio final de cada evaluación. Que el alumno tenga en mente que tiene algo pendiente creo que es profundamente educativo porque ayuda a conectar el ámbito escolar con el de sus vivencias particulares y puede ayudarle a entender que lo que se enseña en la escuela no sólo vale para aprobar sino que es un aprendizaje de conocimientos, hábitos y responsabilidades útiles para muchas otras facetas de la vida.
Intento convencer a mis alumnos de 2ª de Bachillerato de que tiene razón Platón cuando dice que la educación no es dar vista al ciego sino orientar la visión de los ojos enfocados hacia donde no deben, pero me miran como las vacas al tren. Les parece inconcebible mi pretensión de que intenten entender los textos de Filosofía por sí mismos, sin esperar a que se los mastique previamente. No parecen comprender que, si dedicaran un rato cada día a descifrar lo que no entienden, apreciarían mucho más las explicaciones o pistas que les saquen de dudas o podrían saborear la satisfacción de saber que casi nada de lo que intelectualmente se propongan tiene por qué resistírseles.
Por ello me permito reconsiderar la importancia de las leyes respecto a los hábitos que profesor a profesor, padre a padre, vamos inculcando a los chavales. Entre el estudio mecánico y memorístico y la comprensión complaciente hemos de encontrar el equilibrio entre el esfuerzo y la satisfacción, tanto en el aula como fuera de ella para que jóvenes y mayores demos al proceso educativo el reconocimiento social que se merece acentuando la responsabilidad que tiene el escolar de llegar cada mañana a la escuela deseando mostrar lo que ha hecho en casa, dispuesto a participar en la clase correspondiente, orgulloso de mostrar al profesor que aprecia, asimila y amplía sus explicaciones así como sus esfuerzos por motivarle.
¿Idealismo docente? Probablemente, pero cada vez estoy más convencido de que grano a grano se hace granero y de que son las prácticas comprometidas de cada ciudadano las que posibilitan el cambio social. Desde luego, no veo ingenuidad mayor que la de creer que el rifirrafe mediático y legislativo sobre la enseñanza la beneficie en algo. Hemos pasado demasiado tiempo poniendo en primer plano los sacrosantos derechos de los alumnos y creo que se impone reactivar un poco la polaridad entre derechos y deberes. Ya no son sólo los deberes concretos para casa sino la noción misma de deberes u obligaciones la que hay que fomentar desde la más tierna infancia. Que aprecien el valor y el coste de merecer un plato en la mesa.
Ahora bien, enfocado así el asunto, pienso en cómo también los adultos vamos construyendo nuestras vidas reivindicando derechos y esquivando obligaciones, pidiendo para nosotros lo que negamos a los demás, y ya se me llena la cabeza de ikurriñas y rojigualdas, euskaras obligatorios para unos y no para otros, y tantos otros horrores de los que no quería hablar pero que quizás tengan más relación de la que parece, con la de tiempo que llevamos tan preocupados por nuestros derechos que nunca sacamos tiempo para hacer los deberes.
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