Por José Luis Zubizarreta (EL CORREO DIGITAL, 21/10/07):
Uno de los efectos perversos que produce la excesiva atención que prestamos a ‘lo nuestro’, llámese proceso o conflicto, consiste en que nos roba el tiempo para ocuparnos de otros asuntos que, pese a ser más importantes, pasan prácticamente inadvertidos. No me refiero, aunque podría hacerlo, a la negociación que se ha llevado a cabo estos días para cerrar el Tratado de Lisboa, que será la norma básica por la que la Unión Europea se regirá a partir del próximo 13 de diciembre. Al fin y al cabo, Europa se ha hecho a sí misma responsable de la escasa atención que le prestamos, por lo que no sería justo imputar nuestra desafección o nuestra indiferencia a causas que no sean la propia irrelevancia en la que la Unión ha ido cayendo en los últimos años. Estoy pensando, más bien, en cosas tan cercanas, y que pueden llegar a afectarnos de manera muy traumática, como las que giran en torno a los desaguisados que se están cometiendo en ese mundo tan raro y opaco al que nos referimos cuando pronunciamos la palabra Justicia.
Verdad es que esos desaguisados conciernen, en la mayoría de los casos, no a las instancias judiciales con las que el ciudadano de a pie tiene mayor contacto, sino que se producen en el ámbito más lejano de los órganos de gobierno de los jueces y de los altos tribunales centralizados. Pero el desprestigio que causan tiene tal fuerza expansiva e invasora que toda la institución puede acabar contaminada. Más aún, si, como de hecho ocurre, a los despropósitos de las cúpulas se unen los ocasionales, pero escandalosos, dislates que algunas bases cometen con sus sentencias, el efecto acumulado puede arrasar con lo poco que ya queda de la confianza que la ciudadanía tiene depositada en la Justicia.
Lo que estos mismos días está ocurriendo en y con el Tribunal Constitucional da idea de hasta dónde puede llegar el deterioro. Mal que bien, este alto Tribunal había logrado mantenerse a salvo de los estragos que la recíproca interferencia entre los diversos poderes del Estado había ya causado en otras instancias centra- lizadas como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo o la Audiencia Nacional. Sus sentencias, aunque nunca exentas del sesgo ideológico de sus emisores, se habían ganado el asentimiento casi general en virtud de la solidez jurídica en que venían sustentadas. Pero la lucha que se ha abierto en su seno a lo largo del último año, librada con el arma más mezquina de la recusación personal motivada en intereses políticos, amenaza con arrumbar el último refugio al que podía acogerse la maltrecha dignidad de la justicia. Arruinada ésta como atributo de la institución, ya sólo podrá sobrevivir como cualidad individual de aquellos jueces particulares que aún consideren meritorio hacer gala de ella a título personal, pero no, desde luego, amparados por el manto de una instancia que está a punto de dilapidar todo su crédito.
Cuando de dar explicaciones de lo que está ocurriendo en la Justicia se trata, todos los dedos acusadores apuntan en la misma dirección: la voracidad de la política, que no tolera la existencia de un poder independiente sin caer en la tentación de deglutirlo. Y nadie puede negar, además, la gran dosis de acierto que contiene esta acusación universal. La Justicia, dejada actuar a sus anchas bajo el exclusivo imperio de la ley, es para el político como una mina a la deriva que amenaza su libre navegación y que, por tanto, debe ser a toda costa desactivada. Y nada mejor para lograrlo que someter la elección de quienes están llamados a ejercerla en las instancias más altas y determinantes a criterios no de estricta profesionalidad, sino de afinidad ideológica y, en última instancia, de lealtad partidaria.
Y, sin embargo, siendo certera esta acusación, dista mucho de ser completa. No todo es, en efecto, responsabilidad de quien quiere controlarlo todo, sino también, y en gran medida, de quien se presta obsequiosamente a ser controlado. Sabedor de que su elección no se ha debido del todo a su profesionalidad, el magistrado de turno, una vez elegido, se ve en la obligación de devolver el favor que, más allá de su mérito, lo ha encumbrado a su cargo. Se crea así una relación de lealtades recíprocas en la que la falta de magnanimidad del político es perfectamente correspondida por el exceso de docilidad del magistrado. En el juego, participan, en consecuencia, todos, porque todos han aceptado jugar con las normas que entre todos han dictado. Y las honrosas excepciones que, por fortuna, se dan no hacen sino confirmar la regla. Y, así, cuando, para sustentar una opinión, a veces, arriesgada, uno se ve obligado a apelar al respeto debido al Estado de Derecho, no puede hacerlo sin sonrojarse y como pidiendo excusas anticipadas por semejante atrevimiento. «Estado de ¿qué?», podría ser la incómoda pregunta que uno recibiera por respuesta.
Uno de los efectos perversos que produce la excesiva atención que prestamos a ‘lo nuestro’, llámese proceso o conflicto, consiste en que nos roba el tiempo para ocuparnos de otros asuntos que, pese a ser más importantes, pasan prácticamente inadvertidos. No me refiero, aunque podría hacerlo, a la negociación que se ha llevado a cabo estos días para cerrar el Tratado de Lisboa, que será la norma básica por la que la Unión Europea se regirá a partir del próximo 13 de diciembre. Al fin y al cabo, Europa se ha hecho a sí misma responsable de la escasa atención que le prestamos, por lo que no sería justo imputar nuestra desafección o nuestra indiferencia a causas que no sean la propia irrelevancia en la que la Unión ha ido cayendo en los últimos años. Estoy pensando, más bien, en cosas tan cercanas, y que pueden llegar a afectarnos de manera muy traumática, como las que giran en torno a los desaguisados que se están cometiendo en ese mundo tan raro y opaco al que nos referimos cuando pronunciamos la palabra Justicia.
Verdad es que esos desaguisados conciernen, en la mayoría de los casos, no a las instancias judiciales con las que el ciudadano de a pie tiene mayor contacto, sino que se producen en el ámbito más lejano de los órganos de gobierno de los jueces y de los altos tribunales centralizados. Pero el desprestigio que causan tiene tal fuerza expansiva e invasora que toda la institución puede acabar contaminada. Más aún, si, como de hecho ocurre, a los despropósitos de las cúpulas se unen los ocasionales, pero escandalosos, dislates que algunas bases cometen con sus sentencias, el efecto acumulado puede arrasar con lo poco que ya queda de la confianza que la ciudadanía tiene depositada en la Justicia.
Lo que estos mismos días está ocurriendo en y con el Tribunal Constitucional da idea de hasta dónde puede llegar el deterioro. Mal que bien, este alto Tribunal había logrado mantenerse a salvo de los estragos que la recíproca interferencia entre los diversos poderes del Estado había ya causado en otras instancias centra- lizadas como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo o la Audiencia Nacional. Sus sentencias, aunque nunca exentas del sesgo ideológico de sus emisores, se habían ganado el asentimiento casi general en virtud de la solidez jurídica en que venían sustentadas. Pero la lucha que se ha abierto en su seno a lo largo del último año, librada con el arma más mezquina de la recusación personal motivada en intereses políticos, amenaza con arrumbar el último refugio al que podía acogerse la maltrecha dignidad de la justicia. Arruinada ésta como atributo de la institución, ya sólo podrá sobrevivir como cualidad individual de aquellos jueces particulares que aún consideren meritorio hacer gala de ella a título personal, pero no, desde luego, amparados por el manto de una instancia que está a punto de dilapidar todo su crédito.
Cuando de dar explicaciones de lo que está ocurriendo en la Justicia se trata, todos los dedos acusadores apuntan en la misma dirección: la voracidad de la política, que no tolera la existencia de un poder independiente sin caer en la tentación de deglutirlo. Y nadie puede negar, además, la gran dosis de acierto que contiene esta acusación universal. La Justicia, dejada actuar a sus anchas bajo el exclusivo imperio de la ley, es para el político como una mina a la deriva que amenaza su libre navegación y que, por tanto, debe ser a toda costa desactivada. Y nada mejor para lograrlo que someter la elección de quienes están llamados a ejercerla en las instancias más altas y determinantes a criterios no de estricta profesionalidad, sino de afinidad ideológica y, en última instancia, de lealtad partidaria.
Y, sin embargo, siendo certera esta acusación, dista mucho de ser completa. No todo es, en efecto, responsabilidad de quien quiere controlarlo todo, sino también, y en gran medida, de quien se presta obsequiosamente a ser controlado. Sabedor de que su elección no se ha debido del todo a su profesionalidad, el magistrado de turno, una vez elegido, se ve en la obligación de devolver el favor que, más allá de su mérito, lo ha encumbrado a su cargo. Se crea así una relación de lealtades recíprocas en la que la falta de magnanimidad del político es perfectamente correspondida por el exceso de docilidad del magistrado. En el juego, participan, en consecuencia, todos, porque todos han aceptado jugar con las normas que entre todos han dictado. Y las honrosas excepciones que, por fortuna, se dan no hacen sino confirmar la regla. Y, así, cuando, para sustentar una opinión, a veces, arriesgada, uno se ve obligado a apelar al respeto debido al Estado de Derecho, no puede hacerlo sin sonrojarse y como pidiendo excusas anticipadas por semejante atrevimiento. «Estado de ¿qué?», podría ser la incómoda pregunta que uno recibiera por respuesta.
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