Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York. Publicó La vida en rojo: una biografía del Che Guevara, en 1997 (EL PAÍS 09/10/07):
En un decreto expedido el 26 de agosto de este año, el presidente Hugo Chávez, de Venezuela, creó una Comisión Presidencial para la Formación Ideológica y Política y la Transformación de la Economía Capitalista en un modelo de Economía Socialista que tendrá las siguientes atribuciones: 1. Formular el plan extraordinario Misión Che Guevara, el cual debe contener como mínimo: criterios y mecanismos para asegurar su efectiva aplicación a nivel nacional; criterios y mecanismos para incentivar la participación de la comunidad organizada en la implementación del plan. 2. Formular y coordinar los lineamientos que regirán la aplicación del plan entre los diferentes entes, órganos y organizaciones involucrados, destinado a obtener formación, capacitación y organización laboral sustentable, apoyo técnico, tecnológico, financiero y logístico desarrollando la conciencia ética y moral como factores determinantes en la formación del hombre y la mujer… con prioridad en las comunidades más desasistidas. (…) 4. Realizar la evaluación y seguimiento al plan extraordinario Misión Che Guevara…”.
En el cuarenta aniversario de la muerte del “Guerrillero Heroico”, Chávez recurre, mediante una prosa digna del Gosplan, al nombre de alguien que dio la vida por sus ideas para lanzar un programa de renovación ideológica y de creación de un “hombre nuevo”, sin recordar que todas esas ideas por las que murió fracasaron estrepitosamente. Pero no debe sorprendernos: si el comandante Che Guevara volviera hoy a la zona de Vallegrande, en Bolivia, se extrañaría quizás por encontrarse en una zona escasamente poblada, en parte por campesinos tan pobres como en 1967, y en parte por… un nutrido número de médicos cubanos, algunos disfrazados de venezolanos, así como él y su columna guerrillera se disfrazaron de bolivianos. Seguramente hay hoy más doctores cubanos en esos parajes que guerrilleros cubanos hace cuarenta años. Por una parte, enhorabuena. Por la otra, sin embargo, resulta irónico que finalmente el sueño del Che en Bolivia se realice a través de los petrodólares de Hugo Chávez, el desempleo de la economía isleña y los kaláshnikovs de Putin. La historia avanza enmascarada, pero no siempre del buen lado.
Habrá nuevamente en esta nueva conmemoración decenal, que se repite como rito cada diez años, quienes subrayen la pertinencia de la epopeya guevarista para la América Latina de hoy. Sigue habiendo pobres, siguen abajo los de abajo y arriba los de arriba, siguen cerrados los caminos del cambio por vías institucionales, sigue Estados Unidos interviniendo en los asuntos internos de cada nación de la gran patria de Bolívar. El presidente Evo Morales, de Bolivia, rendirá floridos homenajes a quien buscó, con un grupo de extranjeros, derrocar por las armas al Gobierno boliviano; aparecerán en todos los periódicos y revistas afines al “eje del bien” (La Habana-Managua-Caracas-Quito-La Paz-Teherán), panegíricos adulando y alabando a la figura épica del mártir de La Higuera. Se publicarán nuevos libros y ensayos cantando viejas loas al Che, y los niños en las escuelas cubanas seguirán gritando “Seremos como el Che”, cada mañana.
Pero permanecerán cerrados los archivos cubanos, y sin investigar los archivos de la Presidencia Rusa / Soviética en la Hoover Institución de la Universidad de Stanford, California, donde yacen muchas de las claves que explican el trágico desenlace boliviano. Seguiremos un rato más sin saber si había un plan B para rescatar o reforzar al Che en los Andes; seguiremos sin saber si Alexei Kosyguin le prohibió a Fidel Castro, en julio de 1967, en la misma Sierra Maestra donde transitaron a la gloria el Che y Fidel escasos años antes, cualquier injerencia adicional en Bolivia. Y seguiremos sin saber, por último, si el Che se fue o lo fueron de Cuba, tanto a principios de 1965 como a mediados de 1966.
Pero sí sabemos en cambio por lo menos tres cosas, que no deben ser silenciadas en este nuevo aniversario. Primero, miles de jóvenes latinoamericanos murieron inútilmente por querer “ser como el Che”: con dos excepciones (Nicaragua y El Salvador), todas las tentativas de crear “focos” guerrilleros en los años sesenta, setenta y ochenta fueron aniquiladas sin dejar un trazo. El saldo es rojo, no por el triunfo de la revolución, sino por la sangre derramada, de unos y otros.
En segundo lugar, esos intentos contribuyeron -unos más que otros- en buena medida al surgimiento o a la radicalización de las dictaduras militares o regímenes de “seguridad nacional” en muchos países de la región. Las guerrillas no produjeron los golpes militares (quizás en Uruguay, Perú y Argentina sí, por cierto), pero los aceleraron, o provocaron una mayor represión que la que de cualquier manera se hubiera ejercido, de no haber existido los focos. Correr ese riesgo y pagar ese costo, frente a una posibilidad verosímil de triunfo, tal vez hubiera tenido sentido; hacerlo ante una retahíla interminable de derrotas, todas ellas previsibles y previstas, resulta criminal.
Y tercero, el legado del Che incluye también la demora innecesaria e injustificada en el surgimiento de una izquierda democrática y moderada, globalizada y moderna, en América Latina. Tan era posible esa izquierda, que hoy existe: en Chile, en Brasil, en Uruguay, entre otros. Tan era viable, que gobierna, y gobierna bien. Tan pudo haber emergido antes, que a lo lejos se vislumbraban atisbos desde hace un cuarto de siglo. Pero no prosperaron, como hoy siguen sin materializarse, en Venezuela, en Bolivia, en Argentina, en Nicaragua, en Ecuador y en México, entre otros. Por muchas razones, sin duda; pero una de ellas consiste en la fascinación que la revolución, el socialismo, la lucha armada y el anti-imperialismo aún ejercen sobre amplios territorios de la izquierda latinoamericana. El símbolo de todo eso es, justamente, el Che Guevara.
Resulta ser, en el cuarenta aniversario de su muerte, una magnífica prueba de ácido: donde lo celebran y recuerdan, prevalece una izquierda anacrónica, autoritaria, nacionalista y estatista. Y donde brillan por su ausencia los festejos y homenajes, impera una izquierda, dentro o fuera del poder, que se ha reconstruido. Allí, finalmente, descansa en paz el señor de las camisetas, con un epitafio que le corresponde: simbolizar una época -el 68- y un movimiento -el de la juventud sesentera- a los que tanto debemos, y no un ideario político obsoleto, que tantos rechazamos.
En un decreto expedido el 26 de agosto de este año, el presidente Hugo Chávez, de Venezuela, creó una Comisión Presidencial para la Formación Ideológica y Política y la Transformación de la Economía Capitalista en un modelo de Economía Socialista que tendrá las siguientes atribuciones: 1. Formular el plan extraordinario Misión Che Guevara, el cual debe contener como mínimo: criterios y mecanismos para asegurar su efectiva aplicación a nivel nacional; criterios y mecanismos para incentivar la participación de la comunidad organizada en la implementación del plan. 2. Formular y coordinar los lineamientos que regirán la aplicación del plan entre los diferentes entes, órganos y organizaciones involucrados, destinado a obtener formación, capacitación y organización laboral sustentable, apoyo técnico, tecnológico, financiero y logístico desarrollando la conciencia ética y moral como factores determinantes en la formación del hombre y la mujer… con prioridad en las comunidades más desasistidas. (…) 4. Realizar la evaluación y seguimiento al plan extraordinario Misión Che Guevara…”.
En el cuarenta aniversario de la muerte del “Guerrillero Heroico”, Chávez recurre, mediante una prosa digna del Gosplan, al nombre de alguien que dio la vida por sus ideas para lanzar un programa de renovación ideológica y de creación de un “hombre nuevo”, sin recordar que todas esas ideas por las que murió fracasaron estrepitosamente. Pero no debe sorprendernos: si el comandante Che Guevara volviera hoy a la zona de Vallegrande, en Bolivia, se extrañaría quizás por encontrarse en una zona escasamente poblada, en parte por campesinos tan pobres como en 1967, y en parte por… un nutrido número de médicos cubanos, algunos disfrazados de venezolanos, así como él y su columna guerrillera se disfrazaron de bolivianos. Seguramente hay hoy más doctores cubanos en esos parajes que guerrilleros cubanos hace cuarenta años. Por una parte, enhorabuena. Por la otra, sin embargo, resulta irónico que finalmente el sueño del Che en Bolivia se realice a través de los petrodólares de Hugo Chávez, el desempleo de la economía isleña y los kaláshnikovs de Putin. La historia avanza enmascarada, pero no siempre del buen lado.
Habrá nuevamente en esta nueva conmemoración decenal, que se repite como rito cada diez años, quienes subrayen la pertinencia de la epopeya guevarista para la América Latina de hoy. Sigue habiendo pobres, siguen abajo los de abajo y arriba los de arriba, siguen cerrados los caminos del cambio por vías institucionales, sigue Estados Unidos interviniendo en los asuntos internos de cada nación de la gran patria de Bolívar. El presidente Evo Morales, de Bolivia, rendirá floridos homenajes a quien buscó, con un grupo de extranjeros, derrocar por las armas al Gobierno boliviano; aparecerán en todos los periódicos y revistas afines al “eje del bien” (La Habana-Managua-Caracas-Quito-La Paz-Teherán), panegíricos adulando y alabando a la figura épica del mártir de La Higuera. Se publicarán nuevos libros y ensayos cantando viejas loas al Che, y los niños en las escuelas cubanas seguirán gritando “Seremos como el Che”, cada mañana.
Pero permanecerán cerrados los archivos cubanos, y sin investigar los archivos de la Presidencia Rusa / Soviética en la Hoover Institución de la Universidad de Stanford, California, donde yacen muchas de las claves que explican el trágico desenlace boliviano. Seguiremos un rato más sin saber si había un plan B para rescatar o reforzar al Che en los Andes; seguiremos sin saber si Alexei Kosyguin le prohibió a Fidel Castro, en julio de 1967, en la misma Sierra Maestra donde transitaron a la gloria el Che y Fidel escasos años antes, cualquier injerencia adicional en Bolivia. Y seguiremos sin saber, por último, si el Che se fue o lo fueron de Cuba, tanto a principios de 1965 como a mediados de 1966.
Pero sí sabemos en cambio por lo menos tres cosas, que no deben ser silenciadas en este nuevo aniversario. Primero, miles de jóvenes latinoamericanos murieron inútilmente por querer “ser como el Che”: con dos excepciones (Nicaragua y El Salvador), todas las tentativas de crear “focos” guerrilleros en los años sesenta, setenta y ochenta fueron aniquiladas sin dejar un trazo. El saldo es rojo, no por el triunfo de la revolución, sino por la sangre derramada, de unos y otros.
En segundo lugar, esos intentos contribuyeron -unos más que otros- en buena medida al surgimiento o a la radicalización de las dictaduras militares o regímenes de “seguridad nacional” en muchos países de la región. Las guerrillas no produjeron los golpes militares (quizás en Uruguay, Perú y Argentina sí, por cierto), pero los aceleraron, o provocaron una mayor represión que la que de cualquier manera se hubiera ejercido, de no haber existido los focos. Correr ese riesgo y pagar ese costo, frente a una posibilidad verosímil de triunfo, tal vez hubiera tenido sentido; hacerlo ante una retahíla interminable de derrotas, todas ellas previsibles y previstas, resulta criminal.
Y tercero, el legado del Che incluye también la demora innecesaria e injustificada en el surgimiento de una izquierda democrática y moderada, globalizada y moderna, en América Latina. Tan era posible esa izquierda, que hoy existe: en Chile, en Brasil, en Uruguay, entre otros. Tan era viable, que gobierna, y gobierna bien. Tan pudo haber emergido antes, que a lo lejos se vislumbraban atisbos desde hace un cuarto de siglo. Pero no prosperaron, como hoy siguen sin materializarse, en Venezuela, en Bolivia, en Argentina, en Nicaragua, en Ecuador y en México, entre otros. Por muchas razones, sin duda; pero una de ellas consiste en la fascinación que la revolución, el socialismo, la lucha armada y el anti-imperialismo aún ejercen sobre amplios territorios de la izquierda latinoamericana. El símbolo de todo eso es, justamente, el Che Guevara.
Resulta ser, en el cuarenta aniversario de su muerte, una magnífica prueba de ácido: donde lo celebran y recuerdan, prevalece una izquierda anacrónica, autoritaria, nacionalista y estatista. Y donde brillan por su ausencia los festejos y homenajes, impera una izquierda, dentro o fuera del poder, que se ha reconstruido. Allí, finalmente, descansa en paz el señor de las camisetas, con un epitafio que le corresponde: simbolizar una época -el 68- y un movimiento -el de la juventud sesentera- a los que tanto debemos, y no un ideario político obsoleto, que tantos rechazamos.
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