Por Jorge Edwards, escritor chileno (EL PAÍS, 16/10/07):
Uno lee la prensa de Occidente y llega a veces a la conclusión de que existen posibilidades, difíciles, complicadas, riesgosas, pero reales, de que se llegue a una situación de paz, a alguna forma de acuerdo global, entre Israel y los palestinos. Pero cuando examinamos cada tema en detalle, cuando bajamos, para decirlo de algún modo, al terreno, vemos que las condiciones de la paz no están dadas en ninguna parte. Parece, más bien, que la política de los diversos bandos sólo se basa en la fuerza, en las exclusiones, en las declaraciones amenazantes. La única diferencia, quizá, consiste en cuestiones de lenguaje.
Nosotros, los occidentales, somos más abiertos en el uso de las palabras, menos tajantes, más hábiles en el manejo de la ambigüedad. Pero si uno tiene ocasión de mirar los problemas desde una relativa cercanía, se plantea la obligación de hacerse las preguntas de fondo: ¿en qué medida estamos creando las condiciones para una paz verdadera, hasta dónde actuamos compenetrados con una verdadera cultura de paz, para emplear una expresión de la Unesco, o será, más bien, que agitamos señuelos pacíficos, camuflajes ingeniosos, para favorecer, en el fondo, soluciones de fuerza? No soy un experto en cuestiones de Oriente Próximo, no tengo la menor pretensión en la materia, pero mantengo mi antigua costumbre de seguir las noticias con atención, de analizar lo que suele esconderse detrás de las declaraciones oficiales, de viajar como lo hacían los viajeros ilustrados, siempre en compañía de un libro, como decía Montaigne, o de varios libros.
Me ha tocado en estos días hacer una conferencia en Damasco, la capital de Siria, y otra en Beirut, en el Líbano, invitado por los Institutos Cervantes de ambas ciudades y con apoyo de las respectivas embajadas chilenas y españolas. Me atrevo a decir, por lo menos como una primera impresión, que la experiencia de estar en los lugares mismos, la de recorrer en forma rápida los paisajes urbanos y rurales, me pone menos optimista, más cauteloso que antes, sobre la alternativa de una paz regional generalizada. Desde luego, al salir de una región del mundo y entrar en esta otra, observo un cambio evidente, en cierto modo radical, en el uso de las palabras. Lo que para nosotros era o parecía natural, deja aquí de serlo. Desde luego, no podemos mencionar el nombre de Israel de buenas a primeras, de un modo, por así decirlo, inocente. Para obtener la visa de entrada, uno tiene que declarar, por ejemplo, que nunca en su vida ha visitado los territorios ocupados de Palestina. Esto no tiene matices, ni variantes, ni salidas. No podemos haberlos visitado jamás, por principio. ¡Aunque los hayamos visitado por un motivo o por otro! Y cuando se hablaba durante este viaje de Israel en cualquier circunstancia, incluso delante de un chofer árabe, y aunque la mención solía ser inevitable, se hablaba del “país de al lado”, lo cual, desde luego, no era ningún jardín de al lado. Es decir, se suprimía su existencia de una plumada, por omisión, por el arte sutil del silencio.
Otro fenómeno que me provocó pesimismo fue observar que la política norteamericana, en la práctica, en el día a día, es una política que tiende a la creación y a la multiplicación de enemigos, sin obtener el menor resultado favorable en cuanto a la actitud de los gobiernos. Cito un caso concreto que me tocó de cerca. En vísperas de mi partida, se suprimió uno de los escasos vuelos semanales entre Damasco y Madrid. Como suele ocurrir en estos casos, las explicaciones de la compañía aérea eran variadas y contradictorias, además de poco verosímiles, pero la única explicación válida se ocultaba en forma cuidadosa. De hecho, las sanciones norteamericanas contra Siria, el bloqueo relativo, efectivo en muchos aspectos, producía una escasez dramática de aviones. Cuando se normalizó en parte la situación y pude tomar mi vuelo de Sirian Air, las pantallas del aeropuerto indicaban una larga lista de viajes cancelados a ciudades europeas. Me acordé de otros tiempos en Cuba, de otros bloqueos infructuosos, que producen resultados exactamente inversos a los deseados.
Salí de Siria con impresiones divididas, con una sensación mezclada de afecto, de tristeza, de distancia insalvable. Los ojos velados de las mujeres, trastornadas por el éxtasis religioso, por la adoración dogmática, por el deseo de algo mejor, que limpiaban con pañuelos verdes los barrotes de uno de los santuarios de la Gran Mezquita, el que se supone que guarda la cabeza de San Juan Bautista, me sorprendieron, me agobiaron, me parecieron expresiones de un mundo radicalmente diferente del mío. A la vez, me encontré a cada rato con detalles amables, con sonrisas, con muestras de solidaridad humana.
En mi conferencia en el Cervantes de Damasco, frente a dos salas repletas, atentas, formadas por una concurrencia heterogénea, viejos y jóvenes, intelectuales y gente de la calle, sirios, chilenos, españoles, noté que había curiosidad y hasta solidaridad, agradecimiento por venir a hablar de literatura desde tan lejos. Un poeta de lengua árabe me dijo al final, según pude entender gracias a la interpretación simultánea, que mi relato de la larga experiencia literaria de un escritor chileno le había parecido un cuento, un fragmento de ficción narrativa. Tenía razón, sin duda. Era el mejor resumen de mi charla y la demostración de que podíamos entendernos por encima de todas las vallas mentales. Pero el entendimiento por intermedio de la literatura, precisamente, se produce al margen de los Estados y de los sistemas políticos, al margen y a menudo en contra de ellos. De manera que a los norteamericanos les iría mucho mejor con la poesía de Walt Whitman que con las sanciones económicas, pero, ¿qué sacarían con eso, y en qué medida se identifican ellos, en los tiempos que corren, con el Canto a mí mismo, con esas cosas?
Viajé al Líbano y regresé a Siria a tomar mi avión a Madrid. En Líbano, a las pocas horas, me encontré con personas que hablan en un francés impecable, que recuerdan con nostalgia el París de los años cincuenta y sesenta, que saben quién es Montaigne o Stendhal, sin excluir a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus. Uno de ellos hizo una divertida defensa de los escribientes Bouvard y Pécuchet en contra de la pesada y majadera Madame Bovary. Pero el grupo me dio la impresión de una minoría, de una isla rodeada de un mar agitado y cuya parcela de tierra firme va en notorio retroceso. Eran los últimos testigos de un proceso de descolonización, de fragmentación, de conflictos subterráneos que salían a la superficie. Y algunos, detalle revelador, comentaban con poco disimulada satisfacción el triunfo de las milicias de Hezbolá contra el ejército de Israel en la guerra del Líbano de 2006. El dogma de la superioridad militar de los israelíes se había terminado, y eso podía apuntar al comienzo de muchas cosas, ¿no era así?
Tuve tiempo de visitar las maravillosas, asombrosas ruinas romanas de Baalbek, dignas de otra página, y de comerme un pescado fresco y cocinado a las brasas en Biblos, a la sombra de las ruinas de un castillo de los cruzados, pero las preguntas seguían en pie, y las respuestas eran endiabladamente difíciles.
De regreso en Siria, me ocurrió un incidente mínimo y curioso. Tuve tiempo de visitar, en compañía de Antonio Gil, el director del Instituto Cervantes, y de otros amigos, las ruinas romanas, bizantinas, islámicas, de la ciudad amurallada de Bozra. Pasamos frente a una panadería de la que salían gruesas columnas de humo blanco y donde la gente se agolpaba para comprar unas tentadoras tortillas al rescoldo. Nosotros conversábamos en nuestro animado español y me pareció que las actitudes de la gente eran discretas, serias, en algunos casos, y que en otros asomaba una ligera sonrisa, algo que se podría definir como condescendencia. Cuando nos alejábamos por el antiguo camino de piedra, entre columnas corintias, un niño de unos siete años de edad corrió hacia nosotros a todo lo que daba y nos tiró una piedra. Alguien me explicó que había sido una apuesta: a que no te atreves, etcétera. Pero esa piedra, que me golpeó en la espalda con suavidad, me pareció una advertencia, un suave llamado de atención (como dijo en una ocasión muy diferente Federico García Lorca). Me reí, en un comienzo, y después me quedé pensativo, mirando nubes otoñales, encapotadas, encima de las montañas lejanas. No había motivos para reírse, en buenas cuentas, ni razones valederas para pensar que las cosas podían arreglarse solas, como tendemos a creer casi siempre.
Uno lee la prensa de Occidente y llega a veces a la conclusión de que existen posibilidades, difíciles, complicadas, riesgosas, pero reales, de que se llegue a una situación de paz, a alguna forma de acuerdo global, entre Israel y los palestinos. Pero cuando examinamos cada tema en detalle, cuando bajamos, para decirlo de algún modo, al terreno, vemos que las condiciones de la paz no están dadas en ninguna parte. Parece, más bien, que la política de los diversos bandos sólo se basa en la fuerza, en las exclusiones, en las declaraciones amenazantes. La única diferencia, quizá, consiste en cuestiones de lenguaje.
Nosotros, los occidentales, somos más abiertos en el uso de las palabras, menos tajantes, más hábiles en el manejo de la ambigüedad. Pero si uno tiene ocasión de mirar los problemas desde una relativa cercanía, se plantea la obligación de hacerse las preguntas de fondo: ¿en qué medida estamos creando las condiciones para una paz verdadera, hasta dónde actuamos compenetrados con una verdadera cultura de paz, para emplear una expresión de la Unesco, o será, más bien, que agitamos señuelos pacíficos, camuflajes ingeniosos, para favorecer, en el fondo, soluciones de fuerza? No soy un experto en cuestiones de Oriente Próximo, no tengo la menor pretensión en la materia, pero mantengo mi antigua costumbre de seguir las noticias con atención, de analizar lo que suele esconderse detrás de las declaraciones oficiales, de viajar como lo hacían los viajeros ilustrados, siempre en compañía de un libro, como decía Montaigne, o de varios libros.
Me ha tocado en estos días hacer una conferencia en Damasco, la capital de Siria, y otra en Beirut, en el Líbano, invitado por los Institutos Cervantes de ambas ciudades y con apoyo de las respectivas embajadas chilenas y españolas. Me atrevo a decir, por lo menos como una primera impresión, que la experiencia de estar en los lugares mismos, la de recorrer en forma rápida los paisajes urbanos y rurales, me pone menos optimista, más cauteloso que antes, sobre la alternativa de una paz regional generalizada. Desde luego, al salir de una región del mundo y entrar en esta otra, observo un cambio evidente, en cierto modo radical, en el uso de las palabras. Lo que para nosotros era o parecía natural, deja aquí de serlo. Desde luego, no podemos mencionar el nombre de Israel de buenas a primeras, de un modo, por así decirlo, inocente. Para obtener la visa de entrada, uno tiene que declarar, por ejemplo, que nunca en su vida ha visitado los territorios ocupados de Palestina. Esto no tiene matices, ni variantes, ni salidas. No podemos haberlos visitado jamás, por principio. ¡Aunque los hayamos visitado por un motivo o por otro! Y cuando se hablaba durante este viaje de Israel en cualquier circunstancia, incluso delante de un chofer árabe, y aunque la mención solía ser inevitable, se hablaba del “país de al lado”, lo cual, desde luego, no era ningún jardín de al lado. Es decir, se suprimía su existencia de una plumada, por omisión, por el arte sutil del silencio.
Otro fenómeno que me provocó pesimismo fue observar que la política norteamericana, en la práctica, en el día a día, es una política que tiende a la creación y a la multiplicación de enemigos, sin obtener el menor resultado favorable en cuanto a la actitud de los gobiernos. Cito un caso concreto que me tocó de cerca. En vísperas de mi partida, se suprimió uno de los escasos vuelos semanales entre Damasco y Madrid. Como suele ocurrir en estos casos, las explicaciones de la compañía aérea eran variadas y contradictorias, además de poco verosímiles, pero la única explicación válida se ocultaba en forma cuidadosa. De hecho, las sanciones norteamericanas contra Siria, el bloqueo relativo, efectivo en muchos aspectos, producía una escasez dramática de aviones. Cuando se normalizó en parte la situación y pude tomar mi vuelo de Sirian Air, las pantallas del aeropuerto indicaban una larga lista de viajes cancelados a ciudades europeas. Me acordé de otros tiempos en Cuba, de otros bloqueos infructuosos, que producen resultados exactamente inversos a los deseados.
Salí de Siria con impresiones divididas, con una sensación mezclada de afecto, de tristeza, de distancia insalvable. Los ojos velados de las mujeres, trastornadas por el éxtasis religioso, por la adoración dogmática, por el deseo de algo mejor, que limpiaban con pañuelos verdes los barrotes de uno de los santuarios de la Gran Mezquita, el que se supone que guarda la cabeza de San Juan Bautista, me sorprendieron, me agobiaron, me parecieron expresiones de un mundo radicalmente diferente del mío. A la vez, me encontré a cada rato con detalles amables, con sonrisas, con muestras de solidaridad humana.
En mi conferencia en el Cervantes de Damasco, frente a dos salas repletas, atentas, formadas por una concurrencia heterogénea, viejos y jóvenes, intelectuales y gente de la calle, sirios, chilenos, españoles, noté que había curiosidad y hasta solidaridad, agradecimiento por venir a hablar de literatura desde tan lejos. Un poeta de lengua árabe me dijo al final, según pude entender gracias a la interpretación simultánea, que mi relato de la larga experiencia literaria de un escritor chileno le había parecido un cuento, un fragmento de ficción narrativa. Tenía razón, sin duda. Era el mejor resumen de mi charla y la demostración de que podíamos entendernos por encima de todas las vallas mentales. Pero el entendimiento por intermedio de la literatura, precisamente, se produce al margen de los Estados y de los sistemas políticos, al margen y a menudo en contra de ellos. De manera que a los norteamericanos les iría mucho mejor con la poesía de Walt Whitman que con las sanciones económicas, pero, ¿qué sacarían con eso, y en qué medida se identifican ellos, en los tiempos que corren, con el Canto a mí mismo, con esas cosas?
Viajé al Líbano y regresé a Siria a tomar mi avión a Madrid. En Líbano, a las pocas horas, me encontré con personas que hablan en un francés impecable, que recuerdan con nostalgia el París de los años cincuenta y sesenta, que saben quién es Montaigne o Stendhal, sin excluir a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus. Uno de ellos hizo una divertida defensa de los escribientes Bouvard y Pécuchet en contra de la pesada y majadera Madame Bovary. Pero el grupo me dio la impresión de una minoría, de una isla rodeada de un mar agitado y cuya parcela de tierra firme va en notorio retroceso. Eran los últimos testigos de un proceso de descolonización, de fragmentación, de conflictos subterráneos que salían a la superficie. Y algunos, detalle revelador, comentaban con poco disimulada satisfacción el triunfo de las milicias de Hezbolá contra el ejército de Israel en la guerra del Líbano de 2006. El dogma de la superioridad militar de los israelíes se había terminado, y eso podía apuntar al comienzo de muchas cosas, ¿no era así?
Tuve tiempo de visitar las maravillosas, asombrosas ruinas romanas de Baalbek, dignas de otra página, y de comerme un pescado fresco y cocinado a las brasas en Biblos, a la sombra de las ruinas de un castillo de los cruzados, pero las preguntas seguían en pie, y las respuestas eran endiabladamente difíciles.
De regreso en Siria, me ocurrió un incidente mínimo y curioso. Tuve tiempo de visitar, en compañía de Antonio Gil, el director del Instituto Cervantes, y de otros amigos, las ruinas romanas, bizantinas, islámicas, de la ciudad amurallada de Bozra. Pasamos frente a una panadería de la que salían gruesas columnas de humo blanco y donde la gente se agolpaba para comprar unas tentadoras tortillas al rescoldo. Nosotros conversábamos en nuestro animado español y me pareció que las actitudes de la gente eran discretas, serias, en algunos casos, y que en otros asomaba una ligera sonrisa, algo que se podría definir como condescendencia. Cuando nos alejábamos por el antiguo camino de piedra, entre columnas corintias, un niño de unos siete años de edad corrió hacia nosotros a todo lo que daba y nos tiró una piedra. Alguien me explicó que había sido una apuesta: a que no te atreves, etcétera. Pero esa piedra, que me golpeó en la espalda con suavidad, me pareció una advertencia, un suave llamado de atención (como dijo en una ocasión muy diferente Federico García Lorca). Me reí, en un comienzo, y después me quedé pensativo, mirando nubes otoñales, encapotadas, encima de las montañas lejanas. No había motivos para reírse, en buenas cuentas, ni razones valederas para pensar que las cosas podían arreglarse solas, como tendemos a creer casi siempre.
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