Por Begoña del Pueyo, periodista (EL PERIÓDICO, 27/10/07):
No me refiero precisamente a ese testigo a su pesar, al que antes de haberle escuchado ya habíamos linchado moralmente, atribuyendo a su cobardía, inseguridad o insolidaridad la actitud frente a la agresión. Lo verdaderamente ilustrativo es la indiferencia de esa mayoría que no reacciona en condiciones mucho menos comprometidas y que estos días vemos reflejadas en estadísticas como la que nos ofrece SOS Racismo, según la cual solo en Catalunya registra una denuncia por actitudes xenófoba cada dos días. Es la punta del iceberg de las vejaciones cotidianas a las que está expuesto el 10% de la población de inmigrantes que viven en nuestro país.
Aunque la morbosa exhibición de las imágenes y del testimonio del agresor que tan impropiamente nos han ofrecido algunos medios de comunicación –según ha denunciado la Asociación de Usuarios de la Comunicación, que compara la reiteración de las imágenes más truculentas con los snuff movies– están provocando mensajes indeseados, no podemos negar que esa misma exhibición de brutalidad ha hecho que nos preguntemos qué estamos haciendo para evitarla. Con todo, no podemos dejar descansar en violentos desestructurados social o mentalmente una responsabilidad compartida, la de los indiferentes.
LA CÁMARA que nos ha faltado es la que podía enseñarnos cómo se galvanizan las conciencias dormidas: la testigo de ese motín que tuvo lugar en el tren de Figueres, en el que más de un centenar de cabreados pasajeros gritaron “el negro somos todos”, ante la discriminatoria actitud del revisor. El protagonista clave de esta historia, más allá del pediatra cubano que ese día no se resignó a su suerte o del intransigente revisor que no hacía nada que no formara parte de su cotidianidad, es, sin duda, el pasajero o pasajera que primero tomó partido y unió su voz a la de este inmigrante.
Cualquiera que tenga nociones mínimas de dinámica de grupos sabe que la solidaridad no parte de una sensibilidad espontánea, sino de la habilidad de quien sabe que hay caldo de cultivo para la rebelión de un grupo de cabreados pasajeros. Su estratégica intervención permitió crear un ambiente que en otras ocasiones se ha tornado abiertamente hostil hacia ese pasajero que retrasa, aunque sea pese a su voluntad, un trayecto que en este caso ya de por sí iba enrarecido.
¿Quién fue esa persona capaz de remover conciencias que las reiteradas denuncias del mismo ciudadano negro no habían concitado a pesar de haberse sentido discriminado en otras ocasiones, como muestran las denuncias que había presentado en tan solo dos meses de estancia de nuestro país? Una reacción de sumar esfuerzos que desafortunadamente no se produjo en el caso del joven valenciano que, impotente ante la inacción de los que miraban una agresión de pareja, perdió la vida en el intento.
Esa es la mejor lección de Educación para la Ciudadanía que podemos mostrar a nuestros jóvenes, esos que nos preocupan por las actitudes de violencia escolar y que con tan escasa eficacia se están abordando. Entre el acosador y el acosado hay una mayoría que mira para otro lado, que se inhibe porque ya desde pequeños aprenden el “no te metas y no recibirás”. ¿Por qué no enseñarles estrategias que permitan desarrollar la empatía necesaria para desbloquear el ascendente sobre el grupo del chulo o del inadaptado?
Si consultan estudios, si preguntan en la escuela de sus hijos, verán que hay preocupación por actuar sobre agresor y agredido, pero no sobre los que también están recibiendo un poco edificante mensaje, el 79% de jóvenes que, según la encuesta del INJUVE, confiesan que nunca han participado en acciones violentas, porque su percepción es que no intervenir es no ser protagonistas, aunque su omisión les haga partícipes involuntariamente.
Invitar a que denuncien los agredidos o esos espectadores a su pesar no parece la solución, al menos exclusivamente, si tenemos en cuenta que a los 13-15 años, cuando se producen más casos, es precisamente cuando los escolares perciben de forma negativa, como cobardía y chivatazo, acudir al profesor. Por eso resultan especialmente valiosas experiencias para combatir la no-indiferencia, como el Proyecto Atenea que lleva a cabo la pedagoga Nora Rodríguez, ofreciendo habilidades prácticas que permitan implicarse a los espectadores del conflicto.
CON TODO, estas estrategias están abocadas al fracaso, si no se recupera el concepto de bondad, una reivindicación que el psiquiatra Joan Corbella explica magníficamente en su libro sobre cómo educar en valores, y que Lluís Llach también enarboló como símbolo en su concierto de Verges. Una virtud que en esta sociedad de intereses suena casi a insulto. Sin embargo, el bondadoso no es un bendito, sino aquel que actúa como quiere que hagan con él. Tiene la facultad de la empatía, en el bien entendido de que su solidaridad no le lleva a perjudicarse a sí mismo, sino que a la hora de decidir cuenta cómo beneficiar a los demás. No es poner la otra mejilla, sino ayudar a salvar la cara a otro.
Si la violencia no forma parte inevitable de la naturaleza humana, sino que se aprende, como la intolerancia o el sexismo –así lo documenta el Manifiesto de Sevilla contra la violencia adoptado por la Unesco–, merece la pena dedicar recursos a un proyecto tan práctico como beneficioso.
Yo, como periodista, sigo buscando a ese bondadoso o bondadosa que supo proyectar su protesta en beneficio del más débil.
No me refiero precisamente a ese testigo a su pesar, al que antes de haberle escuchado ya habíamos linchado moralmente, atribuyendo a su cobardía, inseguridad o insolidaridad la actitud frente a la agresión. Lo verdaderamente ilustrativo es la indiferencia de esa mayoría que no reacciona en condiciones mucho menos comprometidas y que estos días vemos reflejadas en estadísticas como la que nos ofrece SOS Racismo, según la cual solo en Catalunya registra una denuncia por actitudes xenófoba cada dos días. Es la punta del iceberg de las vejaciones cotidianas a las que está expuesto el 10% de la población de inmigrantes que viven en nuestro país.
Aunque la morbosa exhibición de las imágenes y del testimonio del agresor que tan impropiamente nos han ofrecido algunos medios de comunicación –según ha denunciado la Asociación de Usuarios de la Comunicación, que compara la reiteración de las imágenes más truculentas con los snuff movies– están provocando mensajes indeseados, no podemos negar que esa misma exhibición de brutalidad ha hecho que nos preguntemos qué estamos haciendo para evitarla. Con todo, no podemos dejar descansar en violentos desestructurados social o mentalmente una responsabilidad compartida, la de los indiferentes.
LA CÁMARA que nos ha faltado es la que podía enseñarnos cómo se galvanizan las conciencias dormidas: la testigo de ese motín que tuvo lugar en el tren de Figueres, en el que más de un centenar de cabreados pasajeros gritaron “el negro somos todos”, ante la discriminatoria actitud del revisor. El protagonista clave de esta historia, más allá del pediatra cubano que ese día no se resignó a su suerte o del intransigente revisor que no hacía nada que no formara parte de su cotidianidad, es, sin duda, el pasajero o pasajera que primero tomó partido y unió su voz a la de este inmigrante.
Cualquiera que tenga nociones mínimas de dinámica de grupos sabe que la solidaridad no parte de una sensibilidad espontánea, sino de la habilidad de quien sabe que hay caldo de cultivo para la rebelión de un grupo de cabreados pasajeros. Su estratégica intervención permitió crear un ambiente que en otras ocasiones se ha tornado abiertamente hostil hacia ese pasajero que retrasa, aunque sea pese a su voluntad, un trayecto que en este caso ya de por sí iba enrarecido.
¿Quién fue esa persona capaz de remover conciencias que las reiteradas denuncias del mismo ciudadano negro no habían concitado a pesar de haberse sentido discriminado en otras ocasiones, como muestran las denuncias que había presentado en tan solo dos meses de estancia de nuestro país? Una reacción de sumar esfuerzos que desafortunadamente no se produjo en el caso del joven valenciano que, impotente ante la inacción de los que miraban una agresión de pareja, perdió la vida en el intento.
Esa es la mejor lección de Educación para la Ciudadanía que podemos mostrar a nuestros jóvenes, esos que nos preocupan por las actitudes de violencia escolar y que con tan escasa eficacia se están abordando. Entre el acosador y el acosado hay una mayoría que mira para otro lado, que se inhibe porque ya desde pequeños aprenden el “no te metas y no recibirás”. ¿Por qué no enseñarles estrategias que permitan desarrollar la empatía necesaria para desbloquear el ascendente sobre el grupo del chulo o del inadaptado?
Si consultan estudios, si preguntan en la escuela de sus hijos, verán que hay preocupación por actuar sobre agresor y agredido, pero no sobre los que también están recibiendo un poco edificante mensaje, el 79% de jóvenes que, según la encuesta del INJUVE, confiesan que nunca han participado en acciones violentas, porque su percepción es que no intervenir es no ser protagonistas, aunque su omisión les haga partícipes involuntariamente.
Invitar a que denuncien los agredidos o esos espectadores a su pesar no parece la solución, al menos exclusivamente, si tenemos en cuenta que a los 13-15 años, cuando se producen más casos, es precisamente cuando los escolares perciben de forma negativa, como cobardía y chivatazo, acudir al profesor. Por eso resultan especialmente valiosas experiencias para combatir la no-indiferencia, como el Proyecto Atenea que lleva a cabo la pedagoga Nora Rodríguez, ofreciendo habilidades prácticas que permitan implicarse a los espectadores del conflicto.
CON TODO, estas estrategias están abocadas al fracaso, si no se recupera el concepto de bondad, una reivindicación que el psiquiatra Joan Corbella explica magníficamente en su libro sobre cómo educar en valores, y que Lluís Llach también enarboló como símbolo en su concierto de Verges. Una virtud que en esta sociedad de intereses suena casi a insulto. Sin embargo, el bondadoso no es un bendito, sino aquel que actúa como quiere que hagan con él. Tiene la facultad de la empatía, en el bien entendido de que su solidaridad no le lleva a perjudicarse a sí mismo, sino que a la hora de decidir cuenta cómo beneficiar a los demás. No es poner la otra mejilla, sino ayudar a salvar la cara a otro.
Si la violencia no forma parte inevitable de la naturaleza humana, sino que se aprende, como la intolerancia o el sexismo –así lo documenta el Manifiesto de Sevilla contra la violencia adoptado por la Unesco–, merece la pena dedicar recursos a un proyecto tan práctico como beneficioso.
Yo, como periodista, sigo buscando a ese bondadoso o bondadosa que supo proyectar su protesta en beneficio del más débil.
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