Por Paul Kennedy, profesor de Historia y director de Estudios Internacionales de Seguridad en la Universidad de Yale. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 24/10/07):
Al reseñar el mes pasado para The New York Times el nuevo y polémico libro de John Mearsheimer y Stephen Walt, The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy (El lobby israelí y la política exterior estadounidense), el veterano analista Les Gelb sostenía que la “relación especial” existente entre ambos países había suscitado discrepancias desde sus mismos inicios. Los estadounidenses siempre han tenido opiniones contradictorias sobre el nivel de implicación que deben tener en Oriente Próximo y, en concreto, sobre hasta dónde debe llegar su apoyo a Israel.
Para dar un ejemplo histórico, Gelb recordaba los dos puntos de vista que se le expusieron al presidente Harry S. Truman durante el periodo crítico de 1946- 1947, cuando Gran Bretaña anunció su retirada de Palestina, y árabes y judíos calentaban motores para luchar por ese territorio. El asesor jurídico del presidente, Clark Clifford, postulaba que EE UU, en vista de la poca atención que el resto del mundo había prestado al Holocausto nazi, tenía la obligación moral de apoyar el nacimiento de un Estado judío. Por el contrario, el secretario de Estado, George Marshall, pensaba que el reconocimiento de Israel perturbaría enormemente, y para siempre, las relaciones de EE UU con el mundo árabe. “Para Marshall”, recuerda Gelb, “unos pocos millones de judíos en medio de decenas de millones de árabes sólo causarían problemas a EE UU, y, en todo caso, los árabes terminarían expulsándolos al mar”.
Truman rechazó los consejos de Marshall (puede que por primera y última vez), posibilitando así la creación del Estado de Israel. El resto es historia.
¿O no? La sinopsis que hace Gelb de los temores de Marshall me llevó a revisar un artículo que yo había escrito hace unos seis años, precisamente sobre los desequilibrios demográficos entre judíos y árabes en Oriente Próximo. Y a volver a fijarme en los datos. (Véase el cuadro adjunto sobre la población de Israel y sus vecinos en 1973 y 2006 y las proyecciones para el año 2050). Creo que estos datos deberían estar siempre a la vista en los despachos de todos los políticos occidentales, sobre todo de los estadounidenses, cuyo país tiene interés en negociar una paz duradera entre Israel y sus vecinos.
Aunque las poblaciones del mundo árabe crecieran sólo las dos terceras partes de lo previsto, la conclusión sería la misma: el peso demográfico de Israel, a pesar de que sus índices de natalidad son elevados, es cada vez menor en el escenario geopolítico de Oriente Próximo. Por mucho que uno intente pintar de color de rosa estos datos, el panorama demográfico del Estado de Israel es -como Marshall pronosticó- tremendamente sombrío. También lo es para los propios países árabes, simplemente porque una explosión demográfica de tal calibre no es buena para ninguna sociedad.
En mi opinión, las tendencias demográficas de Oriente Próximo suponen una amenaza mucho mayor para la estabilidad y prosperidad de esa región que cualquiera de los peligros que nos vende nuestra amplia gama de expertos en cuestiones militares y estratégicas. Es comprensible que la construcción de toscas instalaciones nucleares por parte de Irán (y su inevitable destrucción posterior a manos de EE UU e Israel), las acciones de Hamás y Hezbolá, o la amenaza de Al Qaeda exijan nuestra atención inmediata. Pero el desfase demográfico entre Israel y sus vecinos árabes, que cada año se agudiza más, es una amenaza diferente y de graves consecuencias.
En primer lugar, si la población de los Estados de Oriente Próximo alcanzara en 2050 o antes la cifra de 250 millones de personas, el suministro de agua simplemente se agotaría. Los árabes volverían a vivir en el desierto y, por mucho que los israelíes hicieran prospecciones profundas en acuíferos situados dentro y fuera de sus fronteras, no saciarían toda su sed.
En segundo lugar, es difícil imaginarse cómo podría no desgarrarse el tejido social de gran parte de los Estados árabes si el tamaño de sus poblaciones se duplicara o triplicara. Pensemos solamente en la vulnerabilidad medioambiental de 128 millones de egipcios situados junto al Nilo, o en un país pobre en recursos como Siria, que pasara de 19 a 34 millones de habitantes en los próximos cuarenta años. Si uno y otro se convirtieran en “Estados fallidos”, ¿qué contagio provocaría en la zona? ¿Qué grupos políticos radicales podrían tomar el poder en medio del caos?
En tercer lugar viene una cuestión más directamente relacionada con Israel: ¿cómo podría evitarse la explosión final en Cisjordania y Gaza si llegara un momento en el que 9,8 millones de palestinos se vieran contenidos por un Estado compuesto por sólo 6,5 millones de judíos y, digamos, 2 millones de reticentes árabes israelíes?
Está claro que incluso cuando haya muchos más palestinos en Cisjordania y Gaza que judíos en Israel, estos últimos seguirán contando con una enorme ventaja militar. Pero ¿cuándo pierde su eficacia una ventaja militar? ¿Cómo enfrentarse a una población airada que, mucho más numerosa que la propia, compite por las mismas tierras? Todo esto nos conduce a una desagradable cuestión afín: ¿cuándo llegará el momento en el que el total de población árabe -o, ya puestos, iraní- sea tan grande que incluso la amenaza de represalia nuclear israelí no sea intimidante?
Mao solía decir a sus visitantes extranjeros (¿acaso sólo en broma?) que no le preocupaba que EE UU amenazara con lanzar bombas nucleares sobre las grandes ciudades chinas, porque aun así seguirían vivos cientos de millones de chinos. Si esto puede parecer una fantasía de Mao, no creo que lo sea mi idea principal: el uso por Israel de una política de represalias basada en el “ojo por ojo, diente por diente” tendrá cada vez menos efectos disuasorios con cifras demográficas tan desproporcionadas. Por cada judío que muera en los conflictos futuros, podrían morir varios árabes y el resultado sería el mismo: el Estado de Israel terminaría siendo aplastado. Son pensamientos horribles, pero políticos israelíes tan prudentes como Simón Peres llevan bastante tiempo barajando esa posibilidad. De ahí que presionen para que se alcancen soluciones políticas.
Ahora existe un consenso, aplicado por el Gobierno de Olmert, según el cual Israel debe caminar por dos sendas paralelas:
1. Castigar con la máxima contundencia a todos los atacantes, reales o presuntos, árabes o iraníes.
2. Tender la mano a las facciones palestinas moderadas para llegar a un compromiso político y conseguir la paz al menos en uno de los frentes.
Puede que éste sea el comportamiento más sensato en este momento. Pero no veo claro que vaya a funcionar a largo plazo. Puede que la superioridad militar israelí mantenga a raya a los lobos, pero esa respuesta no puede ser la única, no si tenemos en cuenta los datos demográficos de la región. Y puede que un acuerdo político razonablemente bueno con los Gobiernos y movimientos árabes más moderados, por deseable que sea, sólo sirva para ganar tiempo si un número mucho mayor de árabes no está incluido en el mismo.
Así, un historiador que volviera la vista hacia este asunto, dentro de un siglo podría deducir que, irónicamente, tanto Clifford como Marshall tenían razón. La comunidad internacional tenía la obligación moral de crear un hogar nacional para los judíos después del Holocausto. Pero no se puede negar que las advertencias de Marshall conservan toda su perspicacia.
Quien afirme tener la solución a este rompecabezas es un charlatán. Quizá aumente el número de Estados dispuestos a coexistir pacíficamente con Israel. Quizá algunos de los movimientos fanáticos que se oponen a Israel y a Estados Unidos pierdan su atractivo. Quizá los pronósticos de incremento demográfico (al igual que ha ocurrido en muchos países en vías de desarrollo) acaben siendo exagerados.
Quizá lo único que se pueda hacer ahora sea apoyar a los pacificadores que, siguiendo el ejemplo de Peres, continúan en la brecha. Lo harán, no obstante, con una gigantesca bomba de relojería que no dejará de marcar su cuenta atrás. Éste es el principal problema de Israel a largo plazo. Y, como advirtió Marshall, podría convertirse también en el principal de EE UU. Pero ¿hay alguien en la Casa Blanca o el Congreso de hoy en día al que le preocupe el asunto como le preocupó a Marshall?
Al reseñar el mes pasado para The New York Times el nuevo y polémico libro de John Mearsheimer y Stephen Walt, The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy (El lobby israelí y la política exterior estadounidense), el veterano analista Les Gelb sostenía que la “relación especial” existente entre ambos países había suscitado discrepancias desde sus mismos inicios. Los estadounidenses siempre han tenido opiniones contradictorias sobre el nivel de implicación que deben tener en Oriente Próximo y, en concreto, sobre hasta dónde debe llegar su apoyo a Israel.
Para dar un ejemplo histórico, Gelb recordaba los dos puntos de vista que se le expusieron al presidente Harry S. Truman durante el periodo crítico de 1946- 1947, cuando Gran Bretaña anunció su retirada de Palestina, y árabes y judíos calentaban motores para luchar por ese territorio. El asesor jurídico del presidente, Clark Clifford, postulaba que EE UU, en vista de la poca atención que el resto del mundo había prestado al Holocausto nazi, tenía la obligación moral de apoyar el nacimiento de un Estado judío. Por el contrario, el secretario de Estado, George Marshall, pensaba que el reconocimiento de Israel perturbaría enormemente, y para siempre, las relaciones de EE UU con el mundo árabe. “Para Marshall”, recuerda Gelb, “unos pocos millones de judíos en medio de decenas de millones de árabes sólo causarían problemas a EE UU, y, en todo caso, los árabes terminarían expulsándolos al mar”.
Truman rechazó los consejos de Marshall (puede que por primera y última vez), posibilitando así la creación del Estado de Israel. El resto es historia.
¿O no? La sinopsis que hace Gelb de los temores de Marshall me llevó a revisar un artículo que yo había escrito hace unos seis años, precisamente sobre los desequilibrios demográficos entre judíos y árabes en Oriente Próximo. Y a volver a fijarme en los datos. (Véase el cuadro adjunto sobre la población de Israel y sus vecinos en 1973 y 2006 y las proyecciones para el año 2050). Creo que estos datos deberían estar siempre a la vista en los despachos de todos los políticos occidentales, sobre todo de los estadounidenses, cuyo país tiene interés en negociar una paz duradera entre Israel y sus vecinos.
Aunque las poblaciones del mundo árabe crecieran sólo las dos terceras partes de lo previsto, la conclusión sería la misma: el peso demográfico de Israel, a pesar de que sus índices de natalidad son elevados, es cada vez menor en el escenario geopolítico de Oriente Próximo. Por mucho que uno intente pintar de color de rosa estos datos, el panorama demográfico del Estado de Israel es -como Marshall pronosticó- tremendamente sombrío. También lo es para los propios países árabes, simplemente porque una explosión demográfica de tal calibre no es buena para ninguna sociedad.
En mi opinión, las tendencias demográficas de Oriente Próximo suponen una amenaza mucho mayor para la estabilidad y prosperidad de esa región que cualquiera de los peligros que nos vende nuestra amplia gama de expertos en cuestiones militares y estratégicas. Es comprensible que la construcción de toscas instalaciones nucleares por parte de Irán (y su inevitable destrucción posterior a manos de EE UU e Israel), las acciones de Hamás y Hezbolá, o la amenaza de Al Qaeda exijan nuestra atención inmediata. Pero el desfase demográfico entre Israel y sus vecinos árabes, que cada año se agudiza más, es una amenaza diferente y de graves consecuencias.
En primer lugar, si la población de los Estados de Oriente Próximo alcanzara en 2050 o antes la cifra de 250 millones de personas, el suministro de agua simplemente se agotaría. Los árabes volverían a vivir en el desierto y, por mucho que los israelíes hicieran prospecciones profundas en acuíferos situados dentro y fuera de sus fronteras, no saciarían toda su sed.
En segundo lugar, es difícil imaginarse cómo podría no desgarrarse el tejido social de gran parte de los Estados árabes si el tamaño de sus poblaciones se duplicara o triplicara. Pensemos solamente en la vulnerabilidad medioambiental de 128 millones de egipcios situados junto al Nilo, o en un país pobre en recursos como Siria, que pasara de 19 a 34 millones de habitantes en los próximos cuarenta años. Si uno y otro se convirtieran en “Estados fallidos”, ¿qué contagio provocaría en la zona? ¿Qué grupos políticos radicales podrían tomar el poder en medio del caos?
En tercer lugar viene una cuestión más directamente relacionada con Israel: ¿cómo podría evitarse la explosión final en Cisjordania y Gaza si llegara un momento en el que 9,8 millones de palestinos se vieran contenidos por un Estado compuesto por sólo 6,5 millones de judíos y, digamos, 2 millones de reticentes árabes israelíes?
Está claro que incluso cuando haya muchos más palestinos en Cisjordania y Gaza que judíos en Israel, estos últimos seguirán contando con una enorme ventaja militar. Pero ¿cuándo pierde su eficacia una ventaja militar? ¿Cómo enfrentarse a una población airada que, mucho más numerosa que la propia, compite por las mismas tierras? Todo esto nos conduce a una desagradable cuestión afín: ¿cuándo llegará el momento en el que el total de población árabe -o, ya puestos, iraní- sea tan grande que incluso la amenaza de represalia nuclear israelí no sea intimidante?
Mao solía decir a sus visitantes extranjeros (¿acaso sólo en broma?) que no le preocupaba que EE UU amenazara con lanzar bombas nucleares sobre las grandes ciudades chinas, porque aun así seguirían vivos cientos de millones de chinos. Si esto puede parecer una fantasía de Mao, no creo que lo sea mi idea principal: el uso por Israel de una política de represalias basada en el “ojo por ojo, diente por diente” tendrá cada vez menos efectos disuasorios con cifras demográficas tan desproporcionadas. Por cada judío que muera en los conflictos futuros, podrían morir varios árabes y el resultado sería el mismo: el Estado de Israel terminaría siendo aplastado. Son pensamientos horribles, pero políticos israelíes tan prudentes como Simón Peres llevan bastante tiempo barajando esa posibilidad. De ahí que presionen para que se alcancen soluciones políticas.
Ahora existe un consenso, aplicado por el Gobierno de Olmert, según el cual Israel debe caminar por dos sendas paralelas:
1. Castigar con la máxima contundencia a todos los atacantes, reales o presuntos, árabes o iraníes.
2. Tender la mano a las facciones palestinas moderadas para llegar a un compromiso político y conseguir la paz al menos en uno de los frentes.
Puede que éste sea el comportamiento más sensato en este momento. Pero no veo claro que vaya a funcionar a largo plazo. Puede que la superioridad militar israelí mantenga a raya a los lobos, pero esa respuesta no puede ser la única, no si tenemos en cuenta los datos demográficos de la región. Y puede que un acuerdo político razonablemente bueno con los Gobiernos y movimientos árabes más moderados, por deseable que sea, sólo sirva para ganar tiempo si un número mucho mayor de árabes no está incluido en el mismo.
Así, un historiador que volviera la vista hacia este asunto, dentro de un siglo podría deducir que, irónicamente, tanto Clifford como Marshall tenían razón. La comunidad internacional tenía la obligación moral de crear un hogar nacional para los judíos después del Holocausto. Pero no se puede negar que las advertencias de Marshall conservan toda su perspicacia.
Quien afirme tener la solución a este rompecabezas es un charlatán. Quizá aumente el número de Estados dispuestos a coexistir pacíficamente con Israel. Quizá algunos de los movimientos fanáticos que se oponen a Israel y a Estados Unidos pierdan su atractivo. Quizá los pronósticos de incremento demográfico (al igual que ha ocurrido en muchos países en vías de desarrollo) acaben siendo exagerados.
Quizá lo único que se pueda hacer ahora sea apoyar a los pacificadores que, siguiendo el ejemplo de Peres, continúan en la brecha. Lo harán, no obstante, con una gigantesca bomba de relojería que no dejará de marcar su cuenta atrás. Éste es el principal problema de Israel a largo plazo. Y, como advirtió Marshall, podría convertirse también en el principal de EE UU. Pero ¿hay alguien en la Casa Blanca o el Congreso de hoy en día al que le preocupe el asunto como le preocupó a Marshall?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario