Por Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 15/10/07):
Si tuviera que referirme al principal evento que se ha producido en el ámbito occidental en lo que va de año, descartaría hechos bélicos, políticos o de índole social. Tengo presente las condiciones que configuran la auténtica noticia: novedad, naturaleza sorprendente del asunto, relevancia, significación, impacto. Todos estos rasgos se dan en algo que puede pasar desapercibido, por mucho que se haya hablado de ello una y otra vez. Me refiero a la aparición, en las librerías, de un libro del pontífice romano, Benedicto XVI, sobre Jesús de Nazaret (en español, en traducción de Carmen Bas Alvarez).
La prueba de fuego de todo gran teólogo consiste en afrontar el difícil reto de aproximarse a la figura del inspirador de la religión cristiana. Muchas veces esa aventura constituye el testamento teológico del autor. También sucede esto en el caso del actual Papa. Su condición pontifical añade un importante realce a la noticia. El propio Benedicto avisa de que su obra es susceptible de diálogo y de controversia. No habla en ella desde el magisterio eclesiástico que le inviste. Pero en la lectura no es posible olvidarse de su condición pontifical. Eso da al libro un carácter sencillamente insólito. El lector una y otra vez se ve asaltado por la doble naturaleza del teólogo que la escribe y del Pontífice que permite su publicación.
Sucede con Jesucristo algo semejante a lo que ocurre con Sócrates. Es cierto que éste se halla presente en los diálogos platónicos que lo sitúan como principal personaje. Sócrates, que Platón adoptó como gran protagonista de sus magistrales piezas filosófico-literarias, aparece también en Jenofonte en un texto bastante opaco que -quizás por su misma falta de luminosidad- fue entendido en el pasado como más fidedigno, como fuente histórica (como si la naturaleza obtusa de un documento fuese prueba de historicidad). Es sabido que Sócrates inspiró también movimientos muy diferentes de las ideas que se reflejan en los diálogos de Platón: las llamadas escuelas menores socráticas (cirenaicos, megáricos, etcétera).
Dentro de los diálogos platónicos suelen ser los primeros, los diálogos socráticos, los que en una primera impresión parecen acercarse más a la historicidad específica de Sócrates. Durante mucho tiempo se tendió, en cambio, a desdeñar en nombre de la crítica histórica la versión, muy elaborada literariamente, y desde luego modificada por las propias doctrinas platónicas, que se descubre en los grandes diálogos del discípulo, Protágoras, Gorgias, Fedón, Banquete, Fedro, República, Filebo. Pero al final suele aceptarse también el testimonio platónico como especialmente fidedigno. Reconozco que la comparación puede resultar poco pertinente. Pero pienso que, en cierto sentido, nos permite disipar malos entendidos.
La figura de Jesús de Nazaret dio lugar a un número muy amplio de movimientos religiosos minoritarios. Generalmente se trata de tradiciones que terminan culminando en colecciones de hechos y de dichos. Según la naturaleza de la comunidad, la selección opera de modo diferenciado, destacándose el énfasis específico que se quiere resaltar. Disponemos de las Pseudos-Clementinas (cuyo componente judeocristiano puede perseguirse hasta el Corán islámico), o del Evangelio de los ebionitas, o de las múltiples familias gnósticas. Hay evangelios de Pedro, de Tomás, de Felipe, de María Magdalena; hasta de Poncio Pilatos. Ese amplio caudal literario suele encuadrarse en el epígrafe de Evangelios Apócrifos: unos, relativos a la doctrina, otros, a la vida (infancia, descenso al infierno tras la muerte, resurrección y ascensión, vida y muerte de María). Se dispone de un material muy extenso que contrasta con la enigmática nebulosa de la presencia histórica de Jesús de Nazaret, de quien apenas hay otro testimonio exterior que el del historiador judío Flavio Josefo.
Por esa razón la figura de Jesús de Nazaret se presta como nadie a la floración de una suerte de crítica histórica que persiga su rastro con espíritu detectivesco. Lo que termina hallándose es, demasiadas veces, documento de los principios doctrinales del que lleva a cabo la encuesta. De ahí la decepción que suelen producir libros en los que se advierte siempre la voluntad nada imparcial del intérprete. Hay también recreaciones novelísticas meritorias (pero que tampoco sirven de verdadero acercamiento al nervio vital del personaje).
Quienes durante los primeros siglos establecieron el canon de los textos de la Iglesia no se equivocaron. Sucede en algún sentido como con Sócrates. Este se halla regiamente instalado en los grandes diálogos platónicos. Y al final la misma crítica histórica -que es o debería ser siempre crítica filológica- los acepta como la mejor versión de esa figura. Frente a tanta suspicacia prevalece al fin la sensatez: el Sócrates del Fedón y de El Banquete es, quizás, el que mejor nos permite aproximarnos a ese enigmático personaje.
Con Jesús de Nazaret sucede algo análogo. El mejor modo de conocerlo, reconocerlo y estimarlo consiste en acudir a esa magnífica selección que son los Evangelios canónicos, cuatro relatos enteros y verdaderos, donde doctrinas y eventos se hilvanan con auténtica maestría. La figura de Jesús aparece, además, sesgada a través de cuatro perspectivas que se complementan, pero que acusan máximo contraste. El teólogo que mejor se acerca a Jesús es el que asume la crítica histórica (y los conocimientos de que se dispone respecto al contexto histórico), y que pone todo ello al servicio de una rigurosa exégesis del texto evangélico en sus cuatro versiones.
Si se quiere conocer de verdad a Jesús, léanse las magníficas monografías de teólogos protestantes y católicos que se acercan al personaje a través de esos relatos de los cuatro Evangelios. Pienso en Joachim Jeremías, en Ulrich Luz, en C. H. Dodd, en Romano Guardini, en Schnackenburg. Me salen bastantes nombres protestantes, pues la teología protestante ha sido en muchas circunstancias pionera. Son además (algunos de ellos al menos) los que cita el propio Pontífice.
En este sentido, el libro del Papa Benedicto me parece clarividente en la metodología adoptada. No voy a entrar en la valoración de los presupuestos teológicos del Pontífice. Pero la premisa desde la cual se acerca a la figura, la elección de los textos evangélicos como materia principal y la necesidad de subordinar la crítica histórica a la exégesis de éstos me parecen el mejor modo de aproximarse a la realidad y a la significación del personaje.
Se destaca, en las mejores páginas del libro, el Evangelio de Juan como el que, quizás, nos conduce a ese diálogo paterno-filial a través del cual se esclarece la figura de Jesús. Resalta en él su naturaleza divina a la vez que humana. Con el Evangelio de Juan ocurre lo mismo que con la versión platónica de Sócrates. Está lleno de doctrina teológica y de figuras simbólicas. Es sorprendente y original. Marca distancia con los otros tres pero sin contradecirlos. Y atestigua la procedencia de fuentes que no se hallan recogidas en los sinópticos, y que desde el punto de vista de la crítica histórica terminan despertando curiosidad e interés.
Hubo un tiempo en que se creyó que esa sobrecarga teológico-simbólica era prueba suficiente de su escasa historicidad. Como si los documentos fuesen siempre más fidedignos si poseían un carácter menos elaborado por la inteligencia, o fuesen tanto más históricos cuanto más obtusos. El Evangelio de Juan establece, como se sabe, un contraste grande con los otros tres: con la sobriedad trágica de Mateo, con el estilo personalísimo de Lucas, con la vivacidad de Marcos.
La figura de Jesús, a través de las páginas de este Pontífice teólogo, aparece realzada por el encuadre exegético y teológico. A contraluz van desgranándose aquí y allá las principales controversias de ese fecundo siglo XX tan pródigo en avances teológicos.
Esa teología, en Alemania, puede gozarse en las aulas universitarias, confiriendo a éstas un relieve que redunda en todas las materias de enseñanza. Esa misma teología en nuestro país vive, con demasiada frecuencia, en un coto cerrado eclesiástico, de lo que se resiente la formación universitaria, que suele ser analfabeta en asuntos teológicos.
En Alemania es frecuente que muchas personas de las más diversas carreras posean, como optativa Nebenfach -o carrera complementaria- teología. Sucede con filólogos, filósofos, economistas, astrofísicos, sociólogos… Muchos de ellos no son creyentes, pero saben que la formación teológica es indispensable para adquirir auténtica solvencia intelectual.
En nuestro país no se siente ni siquiera la necesidad de esa formación. Se ha transitado con máximo desparpajo de un romo nacional-catolicismo a un generalizado agnosticismo descerebrado. En lugar de una seria confrontación crítica con la teología abunda el más convencional de los tópicos agnósticos o ateos. No se tiene ni siquiera conciencia de la extraordinaria carencia que constituye la ignorancia de esas importantes controversias exegéticas y teológicas.
A este excelente libro de Benedicto el Pontífice se le pide a veces lo que por fortuna no da: un acercamiento a un Jesús histórico-mundano, cuando no novelesco, que permita aproximarnos a lo único que al parecer a algunos despierta interés en su figura: su doctrina moral, social o política. Con ser sublime su concepción ética, ésta se halla en Jesús de Nazaret subordinada al que constituye el verdadero núcleo de su mensaje religioso -de salvación-.
La reducción a figura puramente ética -cuando no política- del personaje es, entonces, la gran coartada. Pero la relevancia de la figura, cuyo papel en la propia gestación del cristianismo se ha discutido (R. Bulltmann), trasciende toda ética y política, o toda doctrina social. Hace referencia a aquello por lo que adquiere verdadero relieve histórico. Su notoriedad es, ante todo, religiosa.
La religión, como supo expresar en su estilo desgarrado Kierkegaard, debe nítidamente distinguirse de la ética, de la estética y, desde luego, de la teoría política. Exige un salto. O una reformulación de la razón (en términos de razón fronteriza). Acertaba Kierkegaard en saber que lo más fecundo de la figura de Jesús de Nazaret se halla en su carácter paradójico: en ser divino y humano.
La paradoja y la ironía se subrayan en los Evangelios, sobre todo en Juan. Hay en ellos, además de la ironía trágica de los dramaturgos griegos y de la ironía romántica que el propio Kierkegaard asume, la gran ironía juánica. Todo el texto del evangelio de Juan se halla bañado de ironía y paradoja. Por eso es, dentro de ese extraordinario cuarteto de voces diferenciadas que son los cuatro Evangelios, el primer violín. Quizás por eso es, también, el que aparece en primer plano en este evangelio según Benedicto XVI.
Si tuviera que referirme al principal evento que se ha producido en el ámbito occidental en lo que va de año, descartaría hechos bélicos, políticos o de índole social. Tengo presente las condiciones que configuran la auténtica noticia: novedad, naturaleza sorprendente del asunto, relevancia, significación, impacto. Todos estos rasgos se dan en algo que puede pasar desapercibido, por mucho que se haya hablado de ello una y otra vez. Me refiero a la aparición, en las librerías, de un libro del pontífice romano, Benedicto XVI, sobre Jesús de Nazaret (en español, en traducción de Carmen Bas Alvarez).
La prueba de fuego de todo gran teólogo consiste en afrontar el difícil reto de aproximarse a la figura del inspirador de la religión cristiana. Muchas veces esa aventura constituye el testamento teológico del autor. También sucede esto en el caso del actual Papa. Su condición pontifical añade un importante realce a la noticia. El propio Benedicto avisa de que su obra es susceptible de diálogo y de controversia. No habla en ella desde el magisterio eclesiástico que le inviste. Pero en la lectura no es posible olvidarse de su condición pontifical. Eso da al libro un carácter sencillamente insólito. El lector una y otra vez se ve asaltado por la doble naturaleza del teólogo que la escribe y del Pontífice que permite su publicación.
Sucede con Jesucristo algo semejante a lo que ocurre con Sócrates. Es cierto que éste se halla presente en los diálogos platónicos que lo sitúan como principal personaje. Sócrates, que Platón adoptó como gran protagonista de sus magistrales piezas filosófico-literarias, aparece también en Jenofonte en un texto bastante opaco que -quizás por su misma falta de luminosidad- fue entendido en el pasado como más fidedigno, como fuente histórica (como si la naturaleza obtusa de un documento fuese prueba de historicidad). Es sabido que Sócrates inspiró también movimientos muy diferentes de las ideas que se reflejan en los diálogos de Platón: las llamadas escuelas menores socráticas (cirenaicos, megáricos, etcétera).
Dentro de los diálogos platónicos suelen ser los primeros, los diálogos socráticos, los que en una primera impresión parecen acercarse más a la historicidad específica de Sócrates. Durante mucho tiempo se tendió, en cambio, a desdeñar en nombre de la crítica histórica la versión, muy elaborada literariamente, y desde luego modificada por las propias doctrinas platónicas, que se descubre en los grandes diálogos del discípulo, Protágoras, Gorgias, Fedón, Banquete, Fedro, República, Filebo. Pero al final suele aceptarse también el testimonio platónico como especialmente fidedigno. Reconozco que la comparación puede resultar poco pertinente. Pero pienso que, en cierto sentido, nos permite disipar malos entendidos.
La figura de Jesús de Nazaret dio lugar a un número muy amplio de movimientos religiosos minoritarios. Generalmente se trata de tradiciones que terminan culminando en colecciones de hechos y de dichos. Según la naturaleza de la comunidad, la selección opera de modo diferenciado, destacándose el énfasis específico que se quiere resaltar. Disponemos de las Pseudos-Clementinas (cuyo componente judeocristiano puede perseguirse hasta el Corán islámico), o del Evangelio de los ebionitas, o de las múltiples familias gnósticas. Hay evangelios de Pedro, de Tomás, de Felipe, de María Magdalena; hasta de Poncio Pilatos. Ese amplio caudal literario suele encuadrarse en el epígrafe de Evangelios Apócrifos: unos, relativos a la doctrina, otros, a la vida (infancia, descenso al infierno tras la muerte, resurrección y ascensión, vida y muerte de María). Se dispone de un material muy extenso que contrasta con la enigmática nebulosa de la presencia histórica de Jesús de Nazaret, de quien apenas hay otro testimonio exterior que el del historiador judío Flavio Josefo.
Por esa razón la figura de Jesús de Nazaret se presta como nadie a la floración de una suerte de crítica histórica que persiga su rastro con espíritu detectivesco. Lo que termina hallándose es, demasiadas veces, documento de los principios doctrinales del que lleva a cabo la encuesta. De ahí la decepción que suelen producir libros en los que se advierte siempre la voluntad nada imparcial del intérprete. Hay también recreaciones novelísticas meritorias (pero que tampoco sirven de verdadero acercamiento al nervio vital del personaje).
Quienes durante los primeros siglos establecieron el canon de los textos de la Iglesia no se equivocaron. Sucede en algún sentido como con Sócrates. Este se halla regiamente instalado en los grandes diálogos platónicos. Y al final la misma crítica histórica -que es o debería ser siempre crítica filológica- los acepta como la mejor versión de esa figura. Frente a tanta suspicacia prevalece al fin la sensatez: el Sócrates del Fedón y de El Banquete es, quizás, el que mejor nos permite aproximarnos a ese enigmático personaje.
Con Jesús de Nazaret sucede algo análogo. El mejor modo de conocerlo, reconocerlo y estimarlo consiste en acudir a esa magnífica selección que son los Evangelios canónicos, cuatro relatos enteros y verdaderos, donde doctrinas y eventos se hilvanan con auténtica maestría. La figura de Jesús aparece, además, sesgada a través de cuatro perspectivas que se complementan, pero que acusan máximo contraste. El teólogo que mejor se acerca a Jesús es el que asume la crítica histórica (y los conocimientos de que se dispone respecto al contexto histórico), y que pone todo ello al servicio de una rigurosa exégesis del texto evangélico en sus cuatro versiones.
Si se quiere conocer de verdad a Jesús, léanse las magníficas monografías de teólogos protestantes y católicos que se acercan al personaje a través de esos relatos de los cuatro Evangelios. Pienso en Joachim Jeremías, en Ulrich Luz, en C. H. Dodd, en Romano Guardini, en Schnackenburg. Me salen bastantes nombres protestantes, pues la teología protestante ha sido en muchas circunstancias pionera. Son además (algunos de ellos al menos) los que cita el propio Pontífice.
En este sentido, el libro del Papa Benedicto me parece clarividente en la metodología adoptada. No voy a entrar en la valoración de los presupuestos teológicos del Pontífice. Pero la premisa desde la cual se acerca a la figura, la elección de los textos evangélicos como materia principal y la necesidad de subordinar la crítica histórica a la exégesis de éstos me parecen el mejor modo de aproximarse a la realidad y a la significación del personaje.
Se destaca, en las mejores páginas del libro, el Evangelio de Juan como el que, quizás, nos conduce a ese diálogo paterno-filial a través del cual se esclarece la figura de Jesús. Resalta en él su naturaleza divina a la vez que humana. Con el Evangelio de Juan ocurre lo mismo que con la versión platónica de Sócrates. Está lleno de doctrina teológica y de figuras simbólicas. Es sorprendente y original. Marca distancia con los otros tres pero sin contradecirlos. Y atestigua la procedencia de fuentes que no se hallan recogidas en los sinópticos, y que desde el punto de vista de la crítica histórica terminan despertando curiosidad e interés.
Hubo un tiempo en que se creyó que esa sobrecarga teológico-simbólica era prueba suficiente de su escasa historicidad. Como si los documentos fuesen siempre más fidedignos si poseían un carácter menos elaborado por la inteligencia, o fuesen tanto más históricos cuanto más obtusos. El Evangelio de Juan establece, como se sabe, un contraste grande con los otros tres: con la sobriedad trágica de Mateo, con el estilo personalísimo de Lucas, con la vivacidad de Marcos.
La figura de Jesús, a través de las páginas de este Pontífice teólogo, aparece realzada por el encuadre exegético y teológico. A contraluz van desgranándose aquí y allá las principales controversias de ese fecundo siglo XX tan pródigo en avances teológicos.
Esa teología, en Alemania, puede gozarse en las aulas universitarias, confiriendo a éstas un relieve que redunda en todas las materias de enseñanza. Esa misma teología en nuestro país vive, con demasiada frecuencia, en un coto cerrado eclesiástico, de lo que se resiente la formación universitaria, que suele ser analfabeta en asuntos teológicos.
En Alemania es frecuente que muchas personas de las más diversas carreras posean, como optativa Nebenfach -o carrera complementaria- teología. Sucede con filólogos, filósofos, economistas, astrofísicos, sociólogos… Muchos de ellos no son creyentes, pero saben que la formación teológica es indispensable para adquirir auténtica solvencia intelectual.
En nuestro país no se siente ni siquiera la necesidad de esa formación. Se ha transitado con máximo desparpajo de un romo nacional-catolicismo a un generalizado agnosticismo descerebrado. En lugar de una seria confrontación crítica con la teología abunda el más convencional de los tópicos agnósticos o ateos. No se tiene ni siquiera conciencia de la extraordinaria carencia que constituye la ignorancia de esas importantes controversias exegéticas y teológicas.
A este excelente libro de Benedicto el Pontífice se le pide a veces lo que por fortuna no da: un acercamiento a un Jesús histórico-mundano, cuando no novelesco, que permita aproximarnos a lo único que al parecer a algunos despierta interés en su figura: su doctrina moral, social o política. Con ser sublime su concepción ética, ésta se halla en Jesús de Nazaret subordinada al que constituye el verdadero núcleo de su mensaje religioso -de salvación-.
La reducción a figura puramente ética -cuando no política- del personaje es, entonces, la gran coartada. Pero la relevancia de la figura, cuyo papel en la propia gestación del cristianismo se ha discutido (R. Bulltmann), trasciende toda ética y política, o toda doctrina social. Hace referencia a aquello por lo que adquiere verdadero relieve histórico. Su notoriedad es, ante todo, religiosa.
La religión, como supo expresar en su estilo desgarrado Kierkegaard, debe nítidamente distinguirse de la ética, de la estética y, desde luego, de la teoría política. Exige un salto. O una reformulación de la razón (en términos de razón fronteriza). Acertaba Kierkegaard en saber que lo más fecundo de la figura de Jesús de Nazaret se halla en su carácter paradójico: en ser divino y humano.
La paradoja y la ironía se subrayan en los Evangelios, sobre todo en Juan. Hay en ellos, además de la ironía trágica de los dramaturgos griegos y de la ironía romántica que el propio Kierkegaard asume, la gran ironía juánica. Todo el texto del evangelio de Juan se halla bañado de ironía y paradoja. Por eso es, dentro de ese extraordinario cuarteto de voces diferenciadas que son los cuatro Evangelios, el primer violín. Quizás por eso es, también, el que aparece en primer plano en este evangelio según Benedicto XVI.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario