Por Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra (EL PAÍS, 17/10/07):
Bélgica lleva ya cuatro meses sin dotarse de un Gobierno, a pesar de haber celebrado elecciones legislativas el 10 de junio pasado, que la han sumido en una crisis institucional de alcance impredecible. A finales de septiembre el dirigente democristiano flamenco Yves Leterme recibía el encargo del rey Alberto II de procurar un acuerdo entre los partidos ganadores de los comicios para constituir un Gobierno federal. El incierto resultado electoral ha dificultado si cabe aún más la posibilidad de un acuerdo entre los partidos que representan a las minorías flamenca y valona. La crisis política ha alcanzado una intensidad superior a la que viene siendo habitual entre ambas, hasta el punto de que se ha llegado a plantear el riesgo de escisión del Estado belga nacido tras la revuelta de septiembre de 1830, lo que conllevaría la disolución de la Monarquía de la casa Saxe Cobourg. Seguramente porque está en juego su propia existencia institucional, la función arbitral del Rey como monarca parlamentario se ha intensificado en las últimas semanas para neutralizar y hacer frente a la situación creada. Y a ella no es ajena la insatisfacción expresada por la minoría flamenca, mayoritaria a su vez en Bélgica, respecto del alcance del autogobierno del que actualmente dispone según la Constitución federal.
Merece la pena retener la atención en el análisis del alcance de los poderes del Rey previstos en la Constitución de 1831, revisada con carácter federal en 1994, que si bien en el pasado eran los propios de una Monarquía constitucional, es decir, poderes decisorios, hoy se inscriben en el marco de la Monarquía parlamentaria. Esto es, el titular de la Corona es inviolable y sus actos carecen de valor jurídico sin el refrendo de un ministro que es quien, en ese caso, asume la responsabilidad. La cuestión tiene especial trascendencia no sólo porque a Alberto II le preocupe la pervivencia de la institución hereditaria que preside, sino también porque la minoría francófona -los valones- sienten que el monarca, en su calidad de máximo representante del Estado belga que ellos defienden, es el garante de sus propios intereses en la siempre conflictiva relación con los flamencos, la minoría de lengua neerlandesa del norte.
Como pone de relieve el jurista Pierre Yves Monette, consejero honorario del gabinete del Rey, sus prerrogativas estriban en ser consultado, en estimular y, si cabe, advertir al resto de instituciones. En el texto de la Constitución, que en este apartado ha variado muy poco desde 1831 -formalmente- el Rey aparece como el jefe del Ejecutivo y comandante en jefe de las fuerzas armadas. Pero la realidad es distinta: materialmente, la Corona belga sólo es una magistratura de influencia, en la que se concentran funciones de carácter simbólico, representativo, moral y mediador. Como así ocurre también, con grados de intensidad diversos, en el resto de monarquías parlamentarias europeas, aunque en sus inicios históricos el Rey ejerciese poderes ejecutivos e incluso compartiese con el Parlamento la función legislativa. Pero esto es ya historia. No lo es, sin embargo, el alcance que en algunos casos pueden tener las funciones mediadoras que el monarca belga está ejerciendo en la crisis institucional suscitada. Porque la magistratura de influencia la lleva a cabo diariamente a través de las audiencias, encuentros con instituciones y entidades, discursos y mensajes, etc., circunstancias en las que en su condición de garante del interés del Estado, el Rey se informa, pregunta, exhorta, critica, convence, recuerda o advierte, sin que jamás pueda imponer o prohibir.
Parece pues evidente que en un contexto institucional como el descrito, el ejercicio de estas atribuciones de influencia del monarca sobre significados actores de la vida política belga, puede otorgar y de hecho está otorgando un considerable protagonismo al Rey en el juego político del momento. Nótese al respecto que antes de que el democristiano flamenco Yves Leterme recibiese el encargo para explorar las posibilidades de formar un Gobierno estable, el Rey ya había procedido a llevar a cabo cuatro nominaciones -además del citado político- a fin de recabar información sobre la crisis y los medios para superarla, a través de un informador (el liberal francófono Didier Reynders), de un mediador (el ex primer ministro cristiano demócrata flamenco, Jean Luc Dehaene) y, finalmente, de Van Rompuy, del mismo partido que el ganador de las elecciones, con el encargo también de explorar y aportar al Rey salidas posibles a la crisis. Por tanto, a fin de resolverla, indefectiblemente el Rey se ve implicado en el conflicto político. Es su obligación constitucional, pero el envite comporta sus riesgos. En primer lugar, porque con la elección de este grupo de políticos se hace inevitable que el Monarca tome partido en una crisis institucional que a buen seguro podría tener más de una salida y se compromete en un proceso entre diversos actores políticos, en el que el único cargo que no es tributario de elección popular es suyo. Y en segundo lugar, porque en la delicada convivencia entre flamencos y valones, estos últimos entienden que es el Rey, en su condición de garante del principio de lealtad federal, quien ha de asegurar que sus intereses habrán de ser preservados. Con lo cual se sitúa en un muy delicado fiel de una balanza, no sólo para resolver la crisis institucional sino también para no exasperar el contencioso territorial que, obviamente, es parte esencial del conflicto político.
El Rey reina pero no gobierna. Cierto, éste es el principio genérico que informa el estatuto constitucional de las monarquías parlamentarias y que no siempre es pacífico. Allí como en Bélgica, donde el Rey debe proponer un candidato a primer ministro para que forme un Gobierno que merezca la confianza del Parlamento, si el resultado de las elecciones dificulta la formación de un Gobierno, el monarca puede correr el riesgo de implicarse en un proceso incierto e incluso resultar dañado políticamente. Y éste es un peligro que siempre corre la Monarquía. Atendida la situación de crisis entre las comunidades flamenca y valona, el papel del rey Alberto II se presenta especialmente delicado, al que no ayuda -según el parecer de diversos observadores- un carácter más débil e inexperto que su hermano, el integrista Balduino.
Bélgica lleva ya cuatro meses sin dotarse de un Gobierno, a pesar de haber celebrado elecciones legislativas el 10 de junio pasado, que la han sumido en una crisis institucional de alcance impredecible. A finales de septiembre el dirigente democristiano flamenco Yves Leterme recibía el encargo del rey Alberto II de procurar un acuerdo entre los partidos ganadores de los comicios para constituir un Gobierno federal. El incierto resultado electoral ha dificultado si cabe aún más la posibilidad de un acuerdo entre los partidos que representan a las minorías flamenca y valona. La crisis política ha alcanzado una intensidad superior a la que viene siendo habitual entre ambas, hasta el punto de que se ha llegado a plantear el riesgo de escisión del Estado belga nacido tras la revuelta de septiembre de 1830, lo que conllevaría la disolución de la Monarquía de la casa Saxe Cobourg. Seguramente porque está en juego su propia existencia institucional, la función arbitral del Rey como monarca parlamentario se ha intensificado en las últimas semanas para neutralizar y hacer frente a la situación creada. Y a ella no es ajena la insatisfacción expresada por la minoría flamenca, mayoritaria a su vez en Bélgica, respecto del alcance del autogobierno del que actualmente dispone según la Constitución federal.
Merece la pena retener la atención en el análisis del alcance de los poderes del Rey previstos en la Constitución de 1831, revisada con carácter federal en 1994, que si bien en el pasado eran los propios de una Monarquía constitucional, es decir, poderes decisorios, hoy se inscriben en el marco de la Monarquía parlamentaria. Esto es, el titular de la Corona es inviolable y sus actos carecen de valor jurídico sin el refrendo de un ministro que es quien, en ese caso, asume la responsabilidad. La cuestión tiene especial trascendencia no sólo porque a Alberto II le preocupe la pervivencia de la institución hereditaria que preside, sino también porque la minoría francófona -los valones- sienten que el monarca, en su calidad de máximo representante del Estado belga que ellos defienden, es el garante de sus propios intereses en la siempre conflictiva relación con los flamencos, la minoría de lengua neerlandesa del norte.
Como pone de relieve el jurista Pierre Yves Monette, consejero honorario del gabinete del Rey, sus prerrogativas estriban en ser consultado, en estimular y, si cabe, advertir al resto de instituciones. En el texto de la Constitución, que en este apartado ha variado muy poco desde 1831 -formalmente- el Rey aparece como el jefe del Ejecutivo y comandante en jefe de las fuerzas armadas. Pero la realidad es distinta: materialmente, la Corona belga sólo es una magistratura de influencia, en la que se concentran funciones de carácter simbólico, representativo, moral y mediador. Como así ocurre también, con grados de intensidad diversos, en el resto de monarquías parlamentarias europeas, aunque en sus inicios históricos el Rey ejerciese poderes ejecutivos e incluso compartiese con el Parlamento la función legislativa. Pero esto es ya historia. No lo es, sin embargo, el alcance que en algunos casos pueden tener las funciones mediadoras que el monarca belga está ejerciendo en la crisis institucional suscitada. Porque la magistratura de influencia la lleva a cabo diariamente a través de las audiencias, encuentros con instituciones y entidades, discursos y mensajes, etc., circunstancias en las que en su condición de garante del interés del Estado, el Rey se informa, pregunta, exhorta, critica, convence, recuerda o advierte, sin que jamás pueda imponer o prohibir.
Parece pues evidente que en un contexto institucional como el descrito, el ejercicio de estas atribuciones de influencia del monarca sobre significados actores de la vida política belga, puede otorgar y de hecho está otorgando un considerable protagonismo al Rey en el juego político del momento. Nótese al respecto que antes de que el democristiano flamenco Yves Leterme recibiese el encargo para explorar las posibilidades de formar un Gobierno estable, el Rey ya había procedido a llevar a cabo cuatro nominaciones -además del citado político- a fin de recabar información sobre la crisis y los medios para superarla, a través de un informador (el liberal francófono Didier Reynders), de un mediador (el ex primer ministro cristiano demócrata flamenco, Jean Luc Dehaene) y, finalmente, de Van Rompuy, del mismo partido que el ganador de las elecciones, con el encargo también de explorar y aportar al Rey salidas posibles a la crisis. Por tanto, a fin de resolverla, indefectiblemente el Rey se ve implicado en el conflicto político. Es su obligación constitucional, pero el envite comporta sus riesgos. En primer lugar, porque con la elección de este grupo de políticos se hace inevitable que el Monarca tome partido en una crisis institucional que a buen seguro podría tener más de una salida y se compromete en un proceso entre diversos actores políticos, en el que el único cargo que no es tributario de elección popular es suyo. Y en segundo lugar, porque en la delicada convivencia entre flamencos y valones, estos últimos entienden que es el Rey, en su condición de garante del principio de lealtad federal, quien ha de asegurar que sus intereses habrán de ser preservados. Con lo cual se sitúa en un muy delicado fiel de una balanza, no sólo para resolver la crisis institucional sino también para no exasperar el contencioso territorial que, obviamente, es parte esencial del conflicto político.
El Rey reina pero no gobierna. Cierto, éste es el principio genérico que informa el estatuto constitucional de las monarquías parlamentarias y que no siempre es pacífico. Allí como en Bélgica, donde el Rey debe proponer un candidato a primer ministro para que forme un Gobierno que merezca la confianza del Parlamento, si el resultado de las elecciones dificulta la formación de un Gobierno, el monarca puede correr el riesgo de implicarse en un proceso incierto e incluso resultar dañado políticamente. Y éste es un peligro que siempre corre la Monarquía. Atendida la situación de crisis entre las comunidades flamenca y valona, el papel del rey Alberto II se presenta especialmente delicado, al que no ayuda -según el parecer de diversos observadores- un carácter más débil e inexperto que su hermano, el integrista Balduino.
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