Por Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, y catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 04/11/07):
En una famosa charla pronunciada ante los dominicos en París, el escritor y filósofo francés Albert Camus dijo: “El diálogo sólo es posible entre personas que permanecen fieles a lo que son y que dicen la verdad. El diálogo no tiene sentido si no hay verdad. La única base sobre la que puedo construir una comunión con los creyentes de otras religiones es la búsqueda común de la verdad”.
Estas palabras de Camus resuenan hoy en un mundo de sociedades y culturas en rápida transformación. Sin embargo, cuando Camus habla de una “búsqueda común de la verdad”, está subrayando el hecho de que no tiene sentido entablar el diálogo si los interlocutores no dicen la verdad. Y también afirma que la única base sobre la que podemos construir un diálogo compartido con los representantes de otras tradiciones y culturas es la búsqueda común de la verdad. En un mundo que ha perdido confianza en el poder de la verdad, creer que, juntos, podemos vivir en la verdad, puede servir para curar intolerancias y confrontaciones violentas.
En palabras de Havel, “la verdad prevalece para quienes viven en la verdad”. Pero aunque muchos aplaudieron esa idea en su momento, a la hora de la verdad carecen de ese sólido concepto de verdad que les permita hacer frente hoy a problemas como la violencia, la corrupción y el fundamentalismo.
La gente creía que el final de la Guerra Fría iba a permitir un nuevo mundo de felicidad y responsabilidad moral, pero de pronto está dándose cuenta de que éste es un mundo muy manipulador y peligroso. Y cuando uno ve los peligros, ve la enorme importancia que tiene el hecho de liberar la verdad sin ninguna responsabilidad. “Vivir en la verdad”, como nos propone Havel, es un concepto admirable y necesario. Aunque no puede concretarse en ninguna actividad, la mejor forma de definirlo es como una revuelta contra la manipulación que lleva a cabo el sistema actual. Por consiguiente, aunque vivir en la verdad no es un acto político, sí es el punto de partida para todos los actos políticos en la sociedad. Y la verdadera esfera de diálogo es el campo en el que se libra la batalla moral entre vivir en la verdad y vivir una mentira.
Vivir en la verdad refuerza una actitud moral respecto a la cuestión mundial de la diversidad y el respeto a las diferencias. Es el acto de negarse a participar en las mentiras cotidianas que constituyen la base de las intolerencias y los fundamentalismos, tanto los laicos como los religiosos. Vivir en la verdad es, por tanto, una estrategia que requiere un diálogo entre individuos y culturas dirigido a romper el círculo vicioso de odio e indiferencia y a evitar el efecto destructivo de las acciones violentas.
La necesidad de oponernos a la indiferencia y la violencia nos lleva a la pregunta de cómo identificar el espacio de la diversidad cultural incluyendo el reconocimiento del papel desempeñado por la sociedad civil en la lucha por el pluralismo social y político. La reflexión sobre el pluralismo de valores y la reacción ante las diferencias culturales forman el centro del espacio que ha logrado labrarse la política de la diversidad.
Lo que la política de la diversidad pide no es el mero hecho de tolerar las diferencias, sino de afirmarlas por sí mismas y como forma de facilitar un sentimiento de solidaridad y comunidad. Es más que una filosofía de “vive y deja vivir”. La política de la diversidad parte de la premisa de que la afirmación del carácter único de la humanidad va de la mano del derecho al pluralismo cultural y a las diferencias culturales. La idea fundamental es que el sentimiento de pertenencia a una cultura mundial sugiere la idea de diálogo intercultural y una disposición a acoger y administrar las diferencias culturales, religiosas y étnicas. En otras palabras, cada cultura y tradición puede mantener su identidad sólo en un contexto en el que exista interés por la cultura humana en su conjunto. Es decir, la diversidad sólo puede florecer en un espacio en el que se reconozca su valor.
La diversidad cultural presupone distintas formas de vivir juntos y participar en la vida cultural que uno quiera. La idea del pluralismo cultural o la interculturalidad está unida a la de las diferencias en el mundo. Incluso parece que el propio concepto de cultura se ha extendido e influye en el de identidad. Como consecuencia, la interculturalidad no empieza simplemente donde acaban las fronteras de un Estado, y el respeto a la identidad cultural puede incluir los derechos de los grupos y de los individuos. Hoy en día, hay una visión caleidoscópica del mundo que ha sustituido al discurso monolítico lineal y ha generado cambios constantes en el pensamiento relacional que inspira nuestro legado cultural común. Este legado cultural común se presenta como una vasta red de interconexiones que se unen en un caso de coexistencia.
El carácter mutuo de las diferencias hace que el diálogo sea una necesidad en nuestro mundo, porque está presente en los intercambios de todo tipo: en el plano cultural en forma de multiculturalismo; en el plano de la identidad como identidades fronterizas, y en el plano del conocimiento como un espectro de interpretaciones. Si estamos de acuerdo en que el diálogo implica cierto tipo de intercambio de opiniones, seguramente podemos centrar nuestra atención en el aspecto dialógico de la diversidad. La diversidad, desde luego, no puede nunca ser objeto de celebración sin un diálogo ético y hermenéutico en el que los interlocutores traten de aprender de la otra cultura.
Para manejar una política de la diversidad, la sociedad necesita desarrollar y gestionar las distintas identidades culturales mediante el descubrimiento de una lógica de la unidad que sirva de compromiso creativo entre las diferentes comunidades. Es decir, en vez de acentuar las virtudes de una libertad atomizadora, la política de la diversidad hace hincapié en cómo pueden tener los ciudadanos de una sociedad un papel más importante en la esfera pública, a base de abrir las fronteras mentales entre los representantes de distintas culturas. En el corazón de esta política de la diversidad podemos hallar una ética de mutua comprensión que fomente el cultivo de valores compartidos por todos los ciudadanos. Más aún, esa ética de mutua comprensión alimenta un sentimiento común de pertenencia a una cultura común de base intercultural, que une distintas identidades culturales y religiosas y, al mismo tiempo, respeta sus diferencias. Dado que las culturas diferentes representan distintas concepciones de la buena vida y no captan más que una parte de todo el destino humano, se necesitan entre sí para comprender el significado de la vida. Ninguna cultura puede representar toda la verdad de la vida humana. Eso no quiere decir que todas respeten la libertad humana y los derechos individuales de la misma forma ni que merezcan el mismo respeto, pero sí que ninguna cultura es tan humanista como parece si está encerrada en sí misma y es capaz de vivir sin las demás.
En una famosa charla pronunciada ante los dominicos en París, el escritor y filósofo francés Albert Camus dijo: “El diálogo sólo es posible entre personas que permanecen fieles a lo que son y que dicen la verdad. El diálogo no tiene sentido si no hay verdad. La única base sobre la que puedo construir una comunión con los creyentes de otras religiones es la búsqueda común de la verdad”.
Estas palabras de Camus resuenan hoy en un mundo de sociedades y culturas en rápida transformación. Sin embargo, cuando Camus habla de una “búsqueda común de la verdad”, está subrayando el hecho de que no tiene sentido entablar el diálogo si los interlocutores no dicen la verdad. Y también afirma que la única base sobre la que podemos construir un diálogo compartido con los representantes de otras tradiciones y culturas es la búsqueda común de la verdad. En un mundo que ha perdido confianza en el poder de la verdad, creer que, juntos, podemos vivir en la verdad, puede servir para curar intolerancias y confrontaciones violentas.
En palabras de Havel, “la verdad prevalece para quienes viven en la verdad”. Pero aunque muchos aplaudieron esa idea en su momento, a la hora de la verdad carecen de ese sólido concepto de verdad que les permita hacer frente hoy a problemas como la violencia, la corrupción y el fundamentalismo.
La gente creía que el final de la Guerra Fría iba a permitir un nuevo mundo de felicidad y responsabilidad moral, pero de pronto está dándose cuenta de que éste es un mundo muy manipulador y peligroso. Y cuando uno ve los peligros, ve la enorme importancia que tiene el hecho de liberar la verdad sin ninguna responsabilidad. “Vivir en la verdad”, como nos propone Havel, es un concepto admirable y necesario. Aunque no puede concretarse en ninguna actividad, la mejor forma de definirlo es como una revuelta contra la manipulación que lleva a cabo el sistema actual. Por consiguiente, aunque vivir en la verdad no es un acto político, sí es el punto de partida para todos los actos políticos en la sociedad. Y la verdadera esfera de diálogo es el campo en el que se libra la batalla moral entre vivir en la verdad y vivir una mentira.
Vivir en la verdad refuerza una actitud moral respecto a la cuestión mundial de la diversidad y el respeto a las diferencias. Es el acto de negarse a participar en las mentiras cotidianas que constituyen la base de las intolerencias y los fundamentalismos, tanto los laicos como los religiosos. Vivir en la verdad es, por tanto, una estrategia que requiere un diálogo entre individuos y culturas dirigido a romper el círculo vicioso de odio e indiferencia y a evitar el efecto destructivo de las acciones violentas.
La necesidad de oponernos a la indiferencia y la violencia nos lleva a la pregunta de cómo identificar el espacio de la diversidad cultural incluyendo el reconocimiento del papel desempeñado por la sociedad civil en la lucha por el pluralismo social y político. La reflexión sobre el pluralismo de valores y la reacción ante las diferencias culturales forman el centro del espacio que ha logrado labrarse la política de la diversidad.
Lo que la política de la diversidad pide no es el mero hecho de tolerar las diferencias, sino de afirmarlas por sí mismas y como forma de facilitar un sentimiento de solidaridad y comunidad. Es más que una filosofía de “vive y deja vivir”. La política de la diversidad parte de la premisa de que la afirmación del carácter único de la humanidad va de la mano del derecho al pluralismo cultural y a las diferencias culturales. La idea fundamental es que el sentimiento de pertenencia a una cultura mundial sugiere la idea de diálogo intercultural y una disposición a acoger y administrar las diferencias culturales, religiosas y étnicas. En otras palabras, cada cultura y tradición puede mantener su identidad sólo en un contexto en el que exista interés por la cultura humana en su conjunto. Es decir, la diversidad sólo puede florecer en un espacio en el que se reconozca su valor.
La diversidad cultural presupone distintas formas de vivir juntos y participar en la vida cultural que uno quiera. La idea del pluralismo cultural o la interculturalidad está unida a la de las diferencias en el mundo. Incluso parece que el propio concepto de cultura se ha extendido e influye en el de identidad. Como consecuencia, la interculturalidad no empieza simplemente donde acaban las fronteras de un Estado, y el respeto a la identidad cultural puede incluir los derechos de los grupos y de los individuos. Hoy en día, hay una visión caleidoscópica del mundo que ha sustituido al discurso monolítico lineal y ha generado cambios constantes en el pensamiento relacional que inspira nuestro legado cultural común. Este legado cultural común se presenta como una vasta red de interconexiones que se unen en un caso de coexistencia.
El carácter mutuo de las diferencias hace que el diálogo sea una necesidad en nuestro mundo, porque está presente en los intercambios de todo tipo: en el plano cultural en forma de multiculturalismo; en el plano de la identidad como identidades fronterizas, y en el plano del conocimiento como un espectro de interpretaciones. Si estamos de acuerdo en que el diálogo implica cierto tipo de intercambio de opiniones, seguramente podemos centrar nuestra atención en el aspecto dialógico de la diversidad. La diversidad, desde luego, no puede nunca ser objeto de celebración sin un diálogo ético y hermenéutico en el que los interlocutores traten de aprender de la otra cultura.
Para manejar una política de la diversidad, la sociedad necesita desarrollar y gestionar las distintas identidades culturales mediante el descubrimiento de una lógica de la unidad que sirva de compromiso creativo entre las diferentes comunidades. Es decir, en vez de acentuar las virtudes de una libertad atomizadora, la política de la diversidad hace hincapié en cómo pueden tener los ciudadanos de una sociedad un papel más importante en la esfera pública, a base de abrir las fronteras mentales entre los representantes de distintas culturas. En el corazón de esta política de la diversidad podemos hallar una ética de mutua comprensión que fomente el cultivo de valores compartidos por todos los ciudadanos. Más aún, esa ética de mutua comprensión alimenta un sentimiento común de pertenencia a una cultura común de base intercultural, que une distintas identidades culturales y religiosas y, al mismo tiempo, respeta sus diferencias. Dado que las culturas diferentes representan distintas concepciones de la buena vida y no captan más que una parte de todo el destino humano, se necesitan entre sí para comprender el significado de la vida. Ninguna cultura puede representar toda la verdad de la vida humana. Eso no quiere decir que todas respeten la libertad humana y los derechos individuales de la misma forma ni que merezcan el mismo respeto, pero sí que ninguna cultura es tan humanista como parece si está encerrada en sí misma y es capaz de vivir sin las demás.
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