Por Jacques Delors, ex presidente de la Comisión Europea, y Étienne Davignon, vicepresidente de la misma. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 18/10/07):
Mientras los dirigentes europeos se reúnen en Portugal para dar los últimos toques al nuevo y enflaquecido Tratado de Reforma, podría ser útil que todos ellos hicieran como si los últimos 50 años de integración europea no hubieran existido. Imaginemos, pues, qué es lo que necesita Europa para enfrentarse a sus más acuciantes problemas, prescindiendo sobre todo, si es posible, de los condicionantes políticos de los 50 años de negociación y del maltrecho desarrollo institucional registrado dentro de la ahora Unión Europea.
Por si esto fuera poco, obliguemos a nuestra imaginación a dar otro salto y supongamos que, aunque este panorama de “año cero” para la UE signifique que no podremos recurrir a medio siglo de cooperación intraeuropea, las naciones que hoy constituyen la Unión no dejarán por ello de estar encantadas de adoptar políticas conjuntas de calado.
Abandonemos entonces nuestra incredulidad y tratemos de imaginar lo que Europa podría y debería hacer para cambiar algunas de las políticas más trascendentales y obstinadas que determinarán si el medio siglo siguiente va a ser tan constructivo como el anterior. O, por decirlo de otro modo, examinemos nuestros problemas a la luz de los mecanismos de que hoy dispone la UE y de su potencial para crear políticas nuevas y de gran alcance, y preguntémonos después por qué la Unión no está respondiendo a sus potencialidades y cumpliendo lo prometido.
En términos generales, vemos tres ámbitos en los que los políticos europeos, tanto de los entornos nacionales como del de la Unión, podrían mejorar su rendimiento: los desafíos de ámbito mundial en los que Europa podría mostrar un mayor liderazgo; la creación y mejora del capital humano dentro de la UE y en todo el mundo, y el impulso a la eficiencia de la propia maquinaría política de la Unión.
Europa necesita una agenda global más clara y reconocible. Tiene que desarrollar enormemente su liderazgo en lo tocante al cambio climático, aprobando objetivos más estrictos para la UE, con el fin de utilizar posteriormente su peso económico y comercial internacional para defender en todo el mundo nuevos niveles de emisión que la opinión pública científica pueda considerar sensatos.
En materia de conflictos y de seguridad, Europa tendría que caminar hacia una nueva fase en la que adoptara posiciones más claras, menos ambiguas, sobre cuestiones que van desde la proliferación nuclear a las sanciones contra el régimen militar birmano. El objetivo tendría que ser la consolidación de Europa en el escenario mundial como actor de carácter e imparcial, y no como una “iglesia permisiva” en la que coexisten diferentes credos.
Habría que aspirar a que instrumentos de “poder blando”, como son las ayudas al desarrollo de la UE y sus acuerdos económicos, fueran ligados a una conciencia cada vez mayor del alcance político y en materia de seguridad de Europa, que dejara patente su carácter de actor global con el que es preciso contar. Evidentemente, esto comporta que la UE trate de ampliar su concepción transatlántica, de manera que pueda cooperar más estrechamente con Estados Unidos en la definición -y, por tanto, protección- de sus intereses comunes, en un mundo en el que, juntos, no representan mucho más del 10% de la población.
Estos elementos no suponen en modo alguno una crítica global a las iniciativas realizadas por la UE para crear una política exterior y de seguridad común. Pero sí pretenden subrayar algo que muchos europeos saben bien, es decir, que hasta el momento los problemas relativos al desarrollo y los conflictos internacionales crecen a un ritmo que supera fácilmente al de la creación de políticas de respuesta en la Unión.
Para las futuras actividades de la UE, es vital desarrollar el capital humano, tanto en Europa como en el conjunto del mundo. La educación es, con mucho, la inversión más rentable que Europa puede hacer, de manera que tendría que lanzar la estrategia más ambiciosa de su historia para crear una nueva dinámica de conocimiento y empleo dentro de la UE, sin dejar de difundir enormemente la educación en los países más pobres del planeta.
Europa también debe agarrar, de una vez por todas, el toro de la política de inmigración por los cuernos (algo que constantemente han evitado generaciones de dirigentes políticos). Con el fin de que la sed de mano de obra importada de la menguante Europa no choque con el miedo generalizado a las tensiones culturales y el descontento social, es preciso acordar normas de inmigración para toda la UE. No será fácil crear una Europa más justa y multicultural, pero si no abordamos este problema abiertamente pagaremos un precio aún más alto.
De forma muy similar, los Gobiernos de Europa deberían hacer un esfuerzo nuevo y decidido para afianzar entre los europeos la conciencia de que compartimos una historia y unos mismos valores. El desarrollo de una identidad europea más sólida es la base más sensata posible para crear la sociedad multicultural que los demógrafos consideran inevitable.
Entretanto, todavía nos embargan las dudas sobre la maquinaria política e institucional que la UE necesitará para alcanzar estos y otros ambiciosos objetivos. El acuerdo alcanzado a mediados de año por los líderes europeos para negociar una Tratado de Reforma que ponga a punto los mecanismos de decisión de la Unión suscitó suspiros de alivio, pero todavía no está claro si el nuevo pacto sobrevivirá al proceso de ratificación de los 27 países miembros.
No obstante, creemos que el uso más frecuente de la mayoría cualificada en las votaciones por parte de los Gobiernos miembros, que plasma el nuevo tratado, debería aplicarse al propio proceso de ratificación. De ese modo, si una pequeña minoría de Gobiernos de la UE demuestra su incapacidad para aprobar el documento, éste no sería torpedeado como lo fue en 2005 su predecesor, el Tratado Constitucional.
Mientras los dirigentes europeos se reúnen en Portugal para dar los últimos toques al nuevo y enflaquecido Tratado de Reforma, podría ser útil que todos ellos hicieran como si los últimos 50 años de integración europea no hubieran existido. Imaginemos, pues, qué es lo que necesita Europa para enfrentarse a sus más acuciantes problemas, prescindiendo sobre todo, si es posible, de los condicionantes políticos de los 50 años de negociación y del maltrecho desarrollo institucional registrado dentro de la ahora Unión Europea.
Por si esto fuera poco, obliguemos a nuestra imaginación a dar otro salto y supongamos que, aunque este panorama de “año cero” para la UE signifique que no podremos recurrir a medio siglo de cooperación intraeuropea, las naciones que hoy constituyen la Unión no dejarán por ello de estar encantadas de adoptar políticas conjuntas de calado.
Abandonemos entonces nuestra incredulidad y tratemos de imaginar lo que Europa podría y debería hacer para cambiar algunas de las políticas más trascendentales y obstinadas que determinarán si el medio siglo siguiente va a ser tan constructivo como el anterior. O, por decirlo de otro modo, examinemos nuestros problemas a la luz de los mecanismos de que hoy dispone la UE y de su potencial para crear políticas nuevas y de gran alcance, y preguntémonos después por qué la Unión no está respondiendo a sus potencialidades y cumpliendo lo prometido.
En términos generales, vemos tres ámbitos en los que los políticos europeos, tanto de los entornos nacionales como del de la Unión, podrían mejorar su rendimiento: los desafíos de ámbito mundial en los que Europa podría mostrar un mayor liderazgo; la creación y mejora del capital humano dentro de la UE y en todo el mundo, y el impulso a la eficiencia de la propia maquinaría política de la Unión.
Europa necesita una agenda global más clara y reconocible. Tiene que desarrollar enormemente su liderazgo en lo tocante al cambio climático, aprobando objetivos más estrictos para la UE, con el fin de utilizar posteriormente su peso económico y comercial internacional para defender en todo el mundo nuevos niveles de emisión que la opinión pública científica pueda considerar sensatos.
En materia de conflictos y de seguridad, Europa tendría que caminar hacia una nueva fase en la que adoptara posiciones más claras, menos ambiguas, sobre cuestiones que van desde la proliferación nuclear a las sanciones contra el régimen militar birmano. El objetivo tendría que ser la consolidación de Europa en el escenario mundial como actor de carácter e imparcial, y no como una “iglesia permisiva” en la que coexisten diferentes credos.
Habría que aspirar a que instrumentos de “poder blando”, como son las ayudas al desarrollo de la UE y sus acuerdos económicos, fueran ligados a una conciencia cada vez mayor del alcance político y en materia de seguridad de Europa, que dejara patente su carácter de actor global con el que es preciso contar. Evidentemente, esto comporta que la UE trate de ampliar su concepción transatlántica, de manera que pueda cooperar más estrechamente con Estados Unidos en la definición -y, por tanto, protección- de sus intereses comunes, en un mundo en el que, juntos, no representan mucho más del 10% de la población.
Estos elementos no suponen en modo alguno una crítica global a las iniciativas realizadas por la UE para crear una política exterior y de seguridad común. Pero sí pretenden subrayar algo que muchos europeos saben bien, es decir, que hasta el momento los problemas relativos al desarrollo y los conflictos internacionales crecen a un ritmo que supera fácilmente al de la creación de políticas de respuesta en la Unión.
Para las futuras actividades de la UE, es vital desarrollar el capital humano, tanto en Europa como en el conjunto del mundo. La educación es, con mucho, la inversión más rentable que Europa puede hacer, de manera que tendría que lanzar la estrategia más ambiciosa de su historia para crear una nueva dinámica de conocimiento y empleo dentro de la UE, sin dejar de difundir enormemente la educación en los países más pobres del planeta.
Europa también debe agarrar, de una vez por todas, el toro de la política de inmigración por los cuernos (algo que constantemente han evitado generaciones de dirigentes políticos). Con el fin de que la sed de mano de obra importada de la menguante Europa no choque con el miedo generalizado a las tensiones culturales y el descontento social, es preciso acordar normas de inmigración para toda la UE. No será fácil crear una Europa más justa y multicultural, pero si no abordamos este problema abiertamente pagaremos un precio aún más alto.
De forma muy similar, los Gobiernos de Europa deberían hacer un esfuerzo nuevo y decidido para afianzar entre los europeos la conciencia de que compartimos una historia y unos mismos valores. El desarrollo de una identidad europea más sólida es la base más sensata posible para crear la sociedad multicultural que los demógrafos consideran inevitable.
Entretanto, todavía nos embargan las dudas sobre la maquinaria política e institucional que la UE necesitará para alcanzar estos y otros ambiciosos objetivos. El acuerdo alcanzado a mediados de año por los líderes europeos para negociar una Tratado de Reforma que ponga a punto los mecanismos de decisión de la Unión suscitó suspiros de alivio, pero todavía no está claro si el nuevo pacto sobrevivirá al proceso de ratificación de los 27 países miembros.
No obstante, creemos que el uso más frecuente de la mayoría cualificada en las votaciones por parte de los Gobiernos miembros, que plasma el nuevo tratado, debería aplicarse al propio proceso de ratificación. De ese modo, si una pequeña minoría de Gobiernos de la UE demuestra su incapacidad para aprobar el documento, éste no sería torpedeado como lo fue en 2005 su predecesor, el Tratado Constitucional.
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