Por Xulio Ríos (EL CORREO DIGITAL, 14/10/07):
Más allá de los cambios personales, que los habrá y no serán pocos, dos importantes debates convergen en el XVII Congreso del Partido Comunista de China (PCCh), que se abre mañana. El primero ya se ha dado, cristalizando en una clara reorientación de la reforma, que ahora propicia un nuevo modelo de desarrollo, más sostenible, atento no sólo al crecimiento económico sino también a los factores ambientales y sociales. El ajuste, que marca un punto y aparte con el período de Jiang Zemin, se inició ya al poco de comenzar el mandato de Hu Jintao, en 2002, y culminó en el pleno del Comité Central de otoño de 2006 y en las sesiones del legislativo chino de marzo de 2007, cuando la armonía se erigió como la encarnación de la justicia con peculiaridades chinas. Con sus altibajos y dificultades, esa nueva orientación ha calado partidaria y socialmente y, en los próximos años, con las inversiones anunciadas en la mejora de la situación en el campo y de los campesinos, especialmente en materia de salud o de educación, puede derivar en un nuevo salto adelante de un proceso que, a la par de un asombroso crecimiento, generó no menos apabullantes desigualdades y desequilibrios de una tal magnitud que de no atajarlos pronto y bien pueden hacer zozobrar la sacrosanta estabilidad. El giro auspiciado en el último lustro ha acreditado en Hu Jintao la etiqueta de líder con una mayor sensibilidad social que sus antecesores, ciertamente más entusiastas del ‘neoliberalismo a la china’. En realidad, no tiene más elección.
El otro gran debate del Congreso será la democratización. No será la reforma política en sentido occidental, entiéndase bien. Hu Jintao la ha descartado en numerosas ocasiones de forma clara y explícita, y en el pleno de otoño antes mencionado nos convoca para 2020, y no antes. Lo que estará en debate en el XVII Congreso serán propuestas e innovaciones en materia de transparencia y democratización que deben servir para atajar la principal gangrena que ataca sus filas: la corrupción en sentido amplio.
A lo largo de los dos últimos años, Hu ha insistido en el discurso de moralización de la vida pública, proponiendo primero los llamados ‘ocho honores y deshonores’ y alertando sobre la importancia de retener incólume la militancia ideológica marxista, sirviendo al pueblo, llevando una vida sencilla y evitando los abusos de poder. La cruzada anticorrupción ha sido especialmente intensa en los últimos meses y aunque no es difícil ver en ella la oportunidad clara para deshacerse de muchos rivales políticos, su alcance va mucho más allá. El departamento central de organización ha dictado numerosas circulares estableciendo severas incompatibilidades para el desempeño de cargos públicos e imponiendo obligaciones de transparencia (tanto en los negocios como en la vida personal) a los militantes del Partido. La comisión central de disciplina ha despachado miles de funcionarios en comisiones rogatorias que han indagado y expedientado a numerosos responsables a lo largo y ancho del país, actuaciones publicitadas con un lujo de detalles sólo manifestado en muy contadas ocasiones.
Además del propio PCCh, las medidas democratizadoras deben afectar al funcionamiento del Estado, especialmente a las relaciones entre el poder central y territorial, y la introducción de ciertas dosis de legitimación pública de algunas decisiones y procesos, dando paso a una cosmética electoral, experimentada limitadamente en el campo, pero muy ausente, incluso en el plano formal, en el medio urbano. Pero también afectarán a las relaciones con las nuevas elites y otras expresiones de autonomía social, a quienes el PCCh intentará subordinar e instrumentar a través de diferentes mecanismos.
¿Implicarán los cambios que se vaticinan una superación de los retrocesos habidos en los últimos años en el llamado Estado de derecho socialista y en la separación de Estado y Partido? ¿Estamos en los albores de la llamada quinta modernización? La estrategia tiene un doble sentido. En primer lugar, debe contribuir a fortalecer las capacidades del PCCh y del poder central respecto a una base militante que ha podido dar muestras de un creciente desentendimiento, dejándose enredar en la cadena de fidelidades locales que tanto ha influido para fragmentar las lealtades y la disciplina en el seno del Partido. Fuentes del departamento central de organización informaron recientemente de que, en el último lustro, una media de 2,3 millones de personas han ingresado en sus filas cada año. La afiliación no ha dejado de crecer, aunque bien es verdad que su composición está variando. Entre los nuevos estratos sociales se incluye a cerca de tres millones de empresarios privados, además de casi un millón de autónomos. También el número de organizaciones del Partido presentes en el sector privado ha aumentado en un 80% desde 2002. El poder y la proyección del Partido es, pues, muy fuerte y sólida, aunque totalmente invisible para los esclavos de Shanxi.
Por otra, recuerda una y otra vez los límites políticos de la reforma china que, al igual que en lo económico, persigue no sólo el desarrollo, sino un modelo basado en una soberanía y una singularidad irrenunciables. En la defensa a ultranza de esos valores radica la propia supervivencia del PCCh como estructura medular del sistema, tan dependiente de la necesidad de mantener una considerable capacidad de control sobre los resortes económicos esenciales (los principales sectores estratégicos) y los aparatos de seguridad, Ejército incluido -que sólo rinde cuentas al Partido- como del ejercicio de un mandarinato benévolo por sus más de setenta millones de militantes que cubren todos y cada uno de los nichos de poder de la República Popular China.
Jiang Zemin, con su teoría de las tres representaciones, empezó a picar en el muro de los cuatro principios irrenunciables concebidos por Deng Xiaoping como el dique que debía impedir la deriva capitalista de la reforma. ¿Será Hu Jintao capaz y estará dispuesto a acabar con el principio de inalterabilidad del sistema político? En el discurso pronunciado en la Escuela Central del Partido el pasado 25 de junio, Hu insistió de nuevo en que China construye su particular modelo de socialismo. Crípticamente, el líder chino aseguró que, en el futuro, las personas serán la preocupación principal del PCCh y que el desarrollo deberá concebirse al servicio de los ciudadanos. El elemento humano deberá colocarse por encima de cualquier otra consideración, apuntó. Esto es novedoso.
Los dos debates dan pistas suficientes sobre la existencia de cierto dinamismo en el proyecto político de Hu Jintao y del PCCh, claramente instalado en la continuidad denguista, pero pudiendo deparar aún alguna sorpresa.
Más allá de los cambios personales, que los habrá y no serán pocos, dos importantes debates convergen en el XVII Congreso del Partido Comunista de China (PCCh), que se abre mañana. El primero ya se ha dado, cristalizando en una clara reorientación de la reforma, que ahora propicia un nuevo modelo de desarrollo, más sostenible, atento no sólo al crecimiento económico sino también a los factores ambientales y sociales. El ajuste, que marca un punto y aparte con el período de Jiang Zemin, se inició ya al poco de comenzar el mandato de Hu Jintao, en 2002, y culminó en el pleno del Comité Central de otoño de 2006 y en las sesiones del legislativo chino de marzo de 2007, cuando la armonía se erigió como la encarnación de la justicia con peculiaridades chinas. Con sus altibajos y dificultades, esa nueva orientación ha calado partidaria y socialmente y, en los próximos años, con las inversiones anunciadas en la mejora de la situación en el campo y de los campesinos, especialmente en materia de salud o de educación, puede derivar en un nuevo salto adelante de un proceso que, a la par de un asombroso crecimiento, generó no menos apabullantes desigualdades y desequilibrios de una tal magnitud que de no atajarlos pronto y bien pueden hacer zozobrar la sacrosanta estabilidad. El giro auspiciado en el último lustro ha acreditado en Hu Jintao la etiqueta de líder con una mayor sensibilidad social que sus antecesores, ciertamente más entusiastas del ‘neoliberalismo a la china’. En realidad, no tiene más elección.
El otro gran debate del Congreso será la democratización. No será la reforma política en sentido occidental, entiéndase bien. Hu Jintao la ha descartado en numerosas ocasiones de forma clara y explícita, y en el pleno de otoño antes mencionado nos convoca para 2020, y no antes. Lo que estará en debate en el XVII Congreso serán propuestas e innovaciones en materia de transparencia y democratización que deben servir para atajar la principal gangrena que ataca sus filas: la corrupción en sentido amplio.
A lo largo de los dos últimos años, Hu ha insistido en el discurso de moralización de la vida pública, proponiendo primero los llamados ‘ocho honores y deshonores’ y alertando sobre la importancia de retener incólume la militancia ideológica marxista, sirviendo al pueblo, llevando una vida sencilla y evitando los abusos de poder. La cruzada anticorrupción ha sido especialmente intensa en los últimos meses y aunque no es difícil ver en ella la oportunidad clara para deshacerse de muchos rivales políticos, su alcance va mucho más allá. El departamento central de organización ha dictado numerosas circulares estableciendo severas incompatibilidades para el desempeño de cargos públicos e imponiendo obligaciones de transparencia (tanto en los negocios como en la vida personal) a los militantes del Partido. La comisión central de disciplina ha despachado miles de funcionarios en comisiones rogatorias que han indagado y expedientado a numerosos responsables a lo largo y ancho del país, actuaciones publicitadas con un lujo de detalles sólo manifestado en muy contadas ocasiones.
Además del propio PCCh, las medidas democratizadoras deben afectar al funcionamiento del Estado, especialmente a las relaciones entre el poder central y territorial, y la introducción de ciertas dosis de legitimación pública de algunas decisiones y procesos, dando paso a una cosmética electoral, experimentada limitadamente en el campo, pero muy ausente, incluso en el plano formal, en el medio urbano. Pero también afectarán a las relaciones con las nuevas elites y otras expresiones de autonomía social, a quienes el PCCh intentará subordinar e instrumentar a través de diferentes mecanismos.
¿Implicarán los cambios que se vaticinan una superación de los retrocesos habidos en los últimos años en el llamado Estado de derecho socialista y en la separación de Estado y Partido? ¿Estamos en los albores de la llamada quinta modernización? La estrategia tiene un doble sentido. En primer lugar, debe contribuir a fortalecer las capacidades del PCCh y del poder central respecto a una base militante que ha podido dar muestras de un creciente desentendimiento, dejándose enredar en la cadena de fidelidades locales que tanto ha influido para fragmentar las lealtades y la disciplina en el seno del Partido. Fuentes del departamento central de organización informaron recientemente de que, en el último lustro, una media de 2,3 millones de personas han ingresado en sus filas cada año. La afiliación no ha dejado de crecer, aunque bien es verdad que su composición está variando. Entre los nuevos estratos sociales se incluye a cerca de tres millones de empresarios privados, además de casi un millón de autónomos. También el número de organizaciones del Partido presentes en el sector privado ha aumentado en un 80% desde 2002. El poder y la proyección del Partido es, pues, muy fuerte y sólida, aunque totalmente invisible para los esclavos de Shanxi.
Por otra, recuerda una y otra vez los límites políticos de la reforma china que, al igual que en lo económico, persigue no sólo el desarrollo, sino un modelo basado en una soberanía y una singularidad irrenunciables. En la defensa a ultranza de esos valores radica la propia supervivencia del PCCh como estructura medular del sistema, tan dependiente de la necesidad de mantener una considerable capacidad de control sobre los resortes económicos esenciales (los principales sectores estratégicos) y los aparatos de seguridad, Ejército incluido -que sólo rinde cuentas al Partido- como del ejercicio de un mandarinato benévolo por sus más de setenta millones de militantes que cubren todos y cada uno de los nichos de poder de la República Popular China.
Jiang Zemin, con su teoría de las tres representaciones, empezó a picar en el muro de los cuatro principios irrenunciables concebidos por Deng Xiaoping como el dique que debía impedir la deriva capitalista de la reforma. ¿Será Hu Jintao capaz y estará dispuesto a acabar con el principio de inalterabilidad del sistema político? En el discurso pronunciado en la Escuela Central del Partido el pasado 25 de junio, Hu insistió de nuevo en que China construye su particular modelo de socialismo. Crípticamente, el líder chino aseguró que, en el futuro, las personas serán la preocupación principal del PCCh y que el desarrollo deberá concebirse al servicio de los ciudadanos. El elemento humano deberá colocarse por encima de cualquier otra consideración, apuntó. Esto es novedoso.
Los dos debates dan pistas suficientes sobre la existencia de cierto dinamismo en el proyecto político de Hu Jintao y del PCCh, claramente instalado en la continuidad denguista, pero pudiendo deparar aún alguna sorpresa.
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