Por Eugenia Relaño, profesora de Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense (EL PAÍS, 01/11/07):
El asunto Shaima, la niña a la que se pretendía quitar el velo en una escuela de Cataluña, fue analizado por Vargas Llosa en estas páginas hace unas semanas. En su opinión, la cuestión trasciende el debate sobre el uso de los símbolos religiosos para convertirse en todo un caballo de Troya que alberga en su vientre el multiculturalismo, peligroso mal “para el futuro de la cultura de la libertad en España”.
Esta admonición, compartida por muchos, deja entrever una perspectiva de la libertad, la igualdad, la convivencia y el pluralismo que no concuerda con la aspiración a una sociedad abierta, libre, igual, universalista y plural. ¿Es necesario restringir el derecho autónomo e individual a manifestar la religión para proteger los derechos de la mujer? ¿Prohibir el velo para liberar? ¿Hay que desistir de las propias convicciones para ejercer el derecho a la educación? ¿Restringir la libertad en nombre de la igualdad de género?
El hombre es lenguaje de arriba abajo (Ricoeur) y el símbolo nos conduce al fondo oculto tras las apariencias, al espacio íntimo del ser humano, a la conciencia de cada cual. Quienes se arrogan atribuciones de intérprete creen ver en el velo de Shaima una amenaza para la democracia o una provocación fundamentalista islámica, pero posiblemente harían otra interpretación si el velo lo usaran las mujeres occidentales por estética o afirmación personal.
En este tema estamos ante el ejercicio coincidente de varios derechos y libertades fundamentales, entre otros, las libertades religiosa, de conciencia y de expresión y los derechos a la educación y a la propia imagen. Tanto la libertad religiosa y de conciencia como la de expresión podrán manifestarse individual o colectivamente, en público o en privado, sin más limitaciones que las requeridas por el orden público. A esto el Convenio Europeo de Derechos Humanos añade la seguridad pública y la protección de la salud pública y de los derechos de terceros. Además, cabe señalar que toda restricción o injerencia de las autoridades debe estar prevista en la ley, ser necesaria para una sociedad democrática y ser proporcionada a la finalidad que persigue.
Todo ello quiere decir que si prohibimos el velo a cualquier estudiante al considerarlo una peligrosa manifestación religiosa o de conciencia, habrá que demostrar en qué perjudica al orden público. Por lo tanto, habría que probar que la menor en cuestión (Shaima) ha mantenido una actitud proselitista perturbadora del orden y de la paz escolar o un análogo comportamiento ofensivo con las creencias de terceros. No es el caso.
Si además consideramos que el símbolo que porta la niña nace de ese espacio íntimo de su conciencia, que conforma su identidad, sería injustificable cualquier intromisión en esa esfera estrictamente privada.
Es cierto que las respuestas al uso del velo dadas por las escuelas públicas europeas de primaria y secundaria han sido diversas, como también es cierto que en muchas de esas respuestas puede entreverse el imaginario occidental sobre el islam y el miedo a su integración en nuestras sociedades.
No caben simplificaciones en esta variedad de situaciones. A la posible pregunta: “¿No es absurdo que se prohíba a las maestras lo que se permite a las alumnas?”, habría que contestar que la prohibición de uso del velo a una profesora, en beneficio y protección de alumnos menores de edad, tiene en cuenta no sólo la formación y desarrollo psicológico y la madurez de los potenciales afectados, sino que también considera la diferencia jerárquica entre profesor y alumno, distinta a la relación de paridad entre estudiantes.
En la mayoría de los casos, el velo es un símbolo asociado a una determinada religión que busca exteriorizarse en el ámbito público sin “invadirlo”, habitándolo. El “dominio público” no es un ente impoluto y neutral, más bien está compuesto por muchos ciudadanos cultural y religiosamente diversos. Pluralismo no equivale a exclusión ni a gueto. Los ciudadanos debemos reconocer los valores de las creencias y articular relaciones de reconocimiento no sólo en lo privado, sino también en el ámbito compartido de lo público. Entendido así, el pluralismo es especialmente relevante en la socialización y en la constitución de la identidad individual y colectiva.
También es posible adoptar otra postura: que los creyentes puedan portar el velo en sus escuelas privadas confesionales, puesto que de permitírselo en las públicas estaríamos “condenándolos a la infelicidad”. Posiblemente este último planteamiento incurre en un abusivo paternalismo, un paternalismo vuelto contra los derechos de la mujer, de la mujer autónoma que elige desde esa libertad negativa que defendió Berlin, el pertinaz profesor letón.
Las prohibiciones y exclusiones evocan las tesis fundamentalistas que tales medidas supuestamente pretenden combatir. Estaríamos ante una concepción laica del Estado entendida en su expresión más combativa y divisora, nada respetuosa con la heterogeneidad multicultural. Lo que además acarrea sus consecuencias conocidas y peligrosas: la radicalización de creencias y la exclusión silenciosa de parte de nuestros conciudadanos.
El asunto Shaima, la niña a la que se pretendía quitar el velo en una escuela de Cataluña, fue analizado por Vargas Llosa en estas páginas hace unas semanas. En su opinión, la cuestión trasciende el debate sobre el uso de los símbolos religiosos para convertirse en todo un caballo de Troya que alberga en su vientre el multiculturalismo, peligroso mal “para el futuro de la cultura de la libertad en España”.
Esta admonición, compartida por muchos, deja entrever una perspectiva de la libertad, la igualdad, la convivencia y el pluralismo que no concuerda con la aspiración a una sociedad abierta, libre, igual, universalista y plural. ¿Es necesario restringir el derecho autónomo e individual a manifestar la religión para proteger los derechos de la mujer? ¿Prohibir el velo para liberar? ¿Hay que desistir de las propias convicciones para ejercer el derecho a la educación? ¿Restringir la libertad en nombre de la igualdad de género?
El hombre es lenguaje de arriba abajo (Ricoeur) y el símbolo nos conduce al fondo oculto tras las apariencias, al espacio íntimo del ser humano, a la conciencia de cada cual. Quienes se arrogan atribuciones de intérprete creen ver en el velo de Shaima una amenaza para la democracia o una provocación fundamentalista islámica, pero posiblemente harían otra interpretación si el velo lo usaran las mujeres occidentales por estética o afirmación personal.
En este tema estamos ante el ejercicio coincidente de varios derechos y libertades fundamentales, entre otros, las libertades religiosa, de conciencia y de expresión y los derechos a la educación y a la propia imagen. Tanto la libertad religiosa y de conciencia como la de expresión podrán manifestarse individual o colectivamente, en público o en privado, sin más limitaciones que las requeridas por el orden público. A esto el Convenio Europeo de Derechos Humanos añade la seguridad pública y la protección de la salud pública y de los derechos de terceros. Además, cabe señalar que toda restricción o injerencia de las autoridades debe estar prevista en la ley, ser necesaria para una sociedad democrática y ser proporcionada a la finalidad que persigue.
Todo ello quiere decir que si prohibimos el velo a cualquier estudiante al considerarlo una peligrosa manifestación religiosa o de conciencia, habrá que demostrar en qué perjudica al orden público. Por lo tanto, habría que probar que la menor en cuestión (Shaima) ha mantenido una actitud proselitista perturbadora del orden y de la paz escolar o un análogo comportamiento ofensivo con las creencias de terceros. No es el caso.
Si además consideramos que el símbolo que porta la niña nace de ese espacio íntimo de su conciencia, que conforma su identidad, sería injustificable cualquier intromisión en esa esfera estrictamente privada.
Es cierto que las respuestas al uso del velo dadas por las escuelas públicas europeas de primaria y secundaria han sido diversas, como también es cierto que en muchas de esas respuestas puede entreverse el imaginario occidental sobre el islam y el miedo a su integración en nuestras sociedades.
No caben simplificaciones en esta variedad de situaciones. A la posible pregunta: “¿No es absurdo que se prohíba a las maestras lo que se permite a las alumnas?”, habría que contestar que la prohibición de uso del velo a una profesora, en beneficio y protección de alumnos menores de edad, tiene en cuenta no sólo la formación y desarrollo psicológico y la madurez de los potenciales afectados, sino que también considera la diferencia jerárquica entre profesor y alumno, distinta a la relación de paridad entre estudiantes.
En la mayoría de los casos, el velo es un símbolo asociado a una determinada religión que busca exteriorizarse en el ámbito público sin “invadirlo”, habitándolo. El “dominio público” no es un ente impoluto y neutral, más bien está compuesto por muchos ciudadanos cultural y religiosamente diversos. Pluralismo no equivale a exclusión ni a gueto. Los ciudadanos debemos reconocer los valores de las creencias y articular relaciones de reconocimiento no sólo en lo privado, sino también en el ámbito compartido de lo público. Entendido así, el pluralismo es especialmente relevante en la socialización y en la constitución de la identidad individual y colectiva.
También es posible adoptar otra postura: que los creyentes puedan portar el velo en sus escuelas privadas confesionales, puesto que de permitírselo en las públicas estaríamos “condenándolos a la infelicidad”. Posiblemente este último planteamiento incurre en un abusivo paternalismo, un paternalismo vuelto contra los derechos de la mujer, de la mujer autónoma que elige desde esa libertad negativa que defendió Berlin, el pertinaz profesor letón.
Las prohibiciones y exclusiones evocan las tesis fundamentalistas que tales medidas supuestamente pretenden combatir. Estaríamos ante una concepción laica del Estado entendida en su expresión más combativa y divisora, nada respetuosa con la heterogeneidad multicultural. Lo que además acarrea sus consecuencias conocidas y peligrosas: la radicalización de creencias y la exclusión silenciosa de parte de nuestros conciudadanos.
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